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Authors: Adele Ashworth

Tags: #Histórico, #Romántico

Un hombre que promete (12 page)

BOOK: Un hombre que promete
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Thomas asintió muy despacio mientras cogía un pedacito de fruta de la bebida con la cuchara.

—Pero ¿qué pasaría con la señora DuMais?

Los rasgos de la dama se tensaron.

—¿Qué quiere decir?

Thomas se encogió de hombros.

—¿Quién la acompañará si todavía sigue en el pueblo?

Madeleine sabía que él estaba provocando a la mujer de manera intencionada. Había un buen número de respuestas razonables que ya habían discutido, y no había ninguna necesidad de hablar de ellas de nuevo.

Lady Claire se enderezó en su asiento, logrando que los huesos de sus hombros resaltaran aún más.

—Ella no es digna de una invitación, Thomas. No es más que su empleada.

De pronto, el ambiente se volvió sofocante. Madeleine entrelazó las manos sobre el regazo, a la espera, y se negó a pronunciar una sola palabra en su defensa.

Pasaría por alto los insultos en bien de su misión.

Thomas cogió otro pedacito de fruta de la bebida y después dejó la cuchara a un lado.

—Sin embargo, la señora DuMais también es una mujer ilustrada, lady Claire, y, como ingleses, deberíamos mostrarnos hospitalarios con ella durante su estancia en nuestro país, ¿no está de acuerdo? —Sonrió de nuevo y se inclinó hacia la esquina de la mesa—. Puede que al barón le parezca encantadora. Eso nos dejaría más tiempo a usted y a mí para estar a solas.

El rubor se extendió desde las mejillas hasta la punta de la nariz de la dama, y la delgada línea de sus labios se tensó. Con todo, se negó a mirar a Madeleine.

—No cabe duda de que el buen barón de Rothebury la encontrará encantadora, Thomas. Basta con mirarla para saber lo que es.

Madeleine se puso rígida al sentir la primera oleada de indignación. Supuso que el comentario, pronunciado con tan extraordinaria falta de respeto, la había molestado más que nunca en su vida porque le preocupaba que Thomas estuviera de acuerdo. No obstante, él interpretó su papel a la perfección.

—Lady Claire —dijo con serenidad—, estoy seguro de que la señora DuMais procede de buena familia…

—Y yo estoy segura de que no. Además, no le conviene una mujer así, Thomas.

Eso fue la gota que colmó el vaso. El bochorno fue absoluto; la grosería, abrumadora.

—Tiene razón, lady Claire —afirmó Madeleine con descaro al tiempo que alzaba la barbilla y clavaba la mirada en los despiadados ojos de la mujer—. Mi madre era una actriz.

Le molestó sobremanera la absurda sonrisa de satisfacción que apareció al instante en el rostro de la dama, pero eso dejó de tener importancia cuando Thomas extendió la mano por debajo de la mesa y le colocó la palma sobre el muslo.

El primer pensamiento coherente de Madeleine fue que tenía una mano muy grande, cálida aun a través de las capas de tela del vestido y las enaguas; y los largos dedos masculinos llegaban hasta el ligero pliegue que separaba sus piernas.

Permaneció inmóvil, sin mirar a la otra mujer. Thomas cogió la copa con la mano izquierda y, tras dar un lento y largo trago, volvió a dejarla sobre la mesa.

Ajena a lo que ocurría en la estancia, lady Claire alzó su copa e hizo lo mismo.

—¿Su padre también era actor, señora DuMais? —preguntó con cruel sarcasmo segundos después.

Thomas le dio un ligero apretón. Ella no sabía si se trataba de una advertencia o de un gesto de comprensión, pero en ese momento no le importaba, ya que él aún no parecía dispuesto a soltarla.

Intentó hablar con confianza.

—No conocí a mi padre, lady Claire —Una mentira descarada que solo serviría para incrementar el deleite de la dama, pero se negaba a degradar el recuerdo de la única parte positiva de su vida contándosela a una mujer que sin duda la ridiculizaría.

—Entiendo… —replicó lady Claire con exagerada preocupación—. ¿Entonces nunca llegaron a casarse?

Madeleine notó que Thomas movía los dedos. Él no dijo una palabra, pero en esa ocasión se lo tomó como una advertencia. Aun en esas circunstancias, sentía su enorme cuerpo muy cerca de ella, la calidez que se filtraba a través del traje de lana marrón, la palma que le abrasaba la pierna y los dedos que la presionaban tan cerca de la unión de los muslos. Se le desbocó el corazón al darse cuenta de que, aunque él no podía sentir nada directamente, era bastante consciente del lugar exacto en el que la estaba tocando.

Notó que se ruborizaban las mejillas y que le brotaban gotitas de sudor entre los pechos, pero sabía que él deseaba que mantuviera la compostura. Ése debía ser su objetivo. Madeleine le dio las gracias a Dios por el hecho de que Thomas aún no la hubiera mirado, ya que estaba segura de que de lo contrario se habría venido abajo.

Sintiendo los brazos tan pesados como si de ramas se trataran, levantó las manos de su regazo. Apoyó una de ellas sobre el brazo de la silla y la otra sobre sus muslos, bajo la mesa, para cubrir los nudillos masculinos.

Él no se movió.

—Por supuesto que mis padres estaban casados —murmuró; sentía la lengua torpe y seca mientras intentaba pensar lo que estaba diciendo—. Era un capitán de navío inglés, lady Claire. Murió en las Indias Occidentales antes de que yo naciera.

Su anfitriona se estremeció de forma evidente ante semejante revelación y cogió su copa de vino para beberse de un último trago lo que quedaba.

—¿Sabía eso cuando contrató a esta mujer, Thomas?

Él respiró hondo antes de admitir su preocupación.

—Sí, pero decidí que, a la hora de elegir un traductor, la educación era mucho más importante que unos antecedentes que no pueden cambiarse.

Lady Claire soltó de golpe la copa de vino y lo miró de hito en hito, estupefacta.

—El linaje lo es todo.

—A mi parecer —replicó él con voz gélida—, al final es mucho más importante lo que uno hace de su propia vida.

Madeleine sintió una súbita oleada de placer al ver que la defendía, en especial porque el hecho de que expresara semejante opinión ponía en riesgo su misión.

La dama clavó una mirada envenenada en ella, pero después compuso una expresión de lánguida resignación.

—Su aspecto le ha hechizado, Thomas.

Él negó con la cabeza.

—No es fácil hechizarme, milady. Sé exactamente quién es esta mujer.

Madeleine se estremeció al notar el tono contundente de su voz, pero él seguía sin mirarla y sin apartar la mano de su pierna. No obstante, la conversación comenzaba a tomar un giro que no les convenía en absoluto, y ella no podía dejar que eso ocurriera; no cuando había tanto en juego.

—Mi madre solo eligió los escenarios porque no le quedó más remedio, lady Claire —explicó con seriedad una vez recuperada mientras elaboraba una espléndida mentira—. Siempre le estaré agradecida, ya que con esa degradante profesión consiguió el dinero suficiente para que yo pudiera educarme en Suiza y encontrar a la postre un compañero ideal como mi difunto marido.

Por fin, Thomas giró la cabeza hacia ella, pero Madeleine fue incapaz de enfrentarse a su mirada. Todavía. Sentía la calidez de sus ojos sobre la piel. Y él sabía que había reaccionado a su contacto por el rubor evidente que le teñía las mejillas.

—¿Y qué es de su familia ahora, señora DuMais? —inquirió la dama con tono seco antes de acariciar una vez más la copa de cristal que contenía el láudano—. ¿Su madre todavía… trabaja? —Pronunció la última palabra como si se tratara de algo despreciable. Perverso.

Madeleine había recuperado por completo el control y estaba preparada para responder… hasta que los dedos de Thomas treparon aún más por el muslo y le cubrió el pulgar con el suyo. En ese instante tuvo la absoluta certeza de que, si bien solo con la punta de los dedos, Thomas había acariciado la zona más íntima de su cuerpo.

Se sintió más acalorada aún y, a la postre, decidió mirarlo a los ojos con valentía.

Él sabía lo que estaba haciendo. Lo sabía, y Madeleine se derritió al percibir la ternura y el placer que mostraban esos círculos de color miel. Gracias a su maestría, los rasgos de su rostro permanecían inexpresivos, pero ella fue capaz de leerle los pensamientos. No le preocupaba en absoluto que los descubrieran. Estaba disfrutando del momento.

Trató de apartarle los dedos, pero él se negó a retirarlos. Con todo, lo que más la irritaba era que él no hiciera esas cosas cuando estaban solos en casa y sí allí. Insistía en que no podían ser amantes, pero la excitaba a propósito en el comedor de lady Claire Childress mientras trabajaban. No lograba entenderlo.

—¿Señora DuMais?

Madeleine miró de inmediato a su anfitriona, que aguardaba pacientemente una respuesta.

—Yo… —Se enderezó un poco y se obligó a continuar—. Hace años que no veo a mi madre, lady Claire —Debía ir al grano antes de revelar algo indebido—. Con el tiempo, comenzó a disfrutar de las adictivas cualidades del opio y dejó de pensar de manera racional. Ni siquiera estoy segura de si sigue con vida.

Thomas percibió el cambio instantáneo de la atmósfera. El ambiente estaba cargado de muy distintos tipos de excitación y eso, mezclado con la hostilidad existente entre las mujeres y con la sensación que le provocaba tener los dedos en ese lugar donde la cordura alcanza las puertas del paraíso, le provocó una intensa oleada de deseo. Hacía años que no sentía nada parecido. Madeleine era una mujer maravillosa y lo demostraba tanto con su belleza y su inteligencia como con su capacidad para ocultar lo que sentía. La situación no era fácil para ella, y sin embargo no había perdido la compostura en ningún momento. La necesidad de perderse en sus ojos y en sus brazos, de proporcionarle placer, comenzaba a resultarle abrumadora. La deseaba con desesperación, pero el único lugar donde podía permitirse tocarla era aquel en el que ella no podía responder. En esos momentos estaba a salvo, y aunque no había planeado desconcertarla con una acción tan descarada, no conseguía obligarse a dejarlo.

—Estoy segura de que abusó de ello, señora DuMais —dijo lady Claire con un susurro molesto y entrecortado que desvaneció sus pensamientos libidinosos como si se tratara de una fuerte bofetada—. Semejante vida de desenfreno suele tener ese efecto en las mujeres.

Madeleine se puso tensa, pero no perdió el control.

—El opio es adictivo en cualquiera de sus formas, lady Claire, y puede resultar letal. Incluso el láudano que acaricia con los dedos.

Thomas clavó la mirada en la cabecera de la mesa. Ahí estaba la estocada. Los ojos de la dama relampaguearon y su rostro se sonrojó bajo la piel flácida. Acto seguido, sus rasgos se endurecieron con una furia que no logró ocultar.

—Esto es medicinal, señora DuMais. Padezco una enfermedad cardiaca que requiere cuidados. No tomo ni más ni menos de lo que me ha aconsejado el médico.

Madeleine se revolvió en su asiento y levantó las caderas al tiempo que le apretaba los nudillos para que él no pudiera retirarlos. Thomas apretó los dientes y aspiró de manera brusca. No había forma de malinterpretar sus actos. Le había quitado a propósito la ventaja que tenía. Sus dedos rozaban ahora el lugar que más ansiaba y, aun a pesar del tejido, notaba el calor que emanaba de él, el indicio de los suaves y lujuriosos rizos que un día lo llevarían al éxtasis.

Era imposible. Ella estaba completamente vestida y era imposible notar aquello. Era un hombre hambriento, y su imaginación le había mostrado un festín que todavía no podía saborear. El corazón le latía con fuerza y, aunque apartó la mirada de ella, tuvo que cerrar los ojos un momento para recuperar el control. No podía soportarlo más, y estaba seguro de que Madeleine lo sabía. Apartó la mano con suavidad y ella lo dejó ir.

—No me cabe duda de que necesita su medicina, lady Claire —reconoció Madeleine con un tono quedo e indescifrable que no permitía adivinar lo que pensaba—. No hablaba de usted, sino de mi madre. No obstante, es cierto que el opio en exceso, en cualquiera de sus formas, resulta letal.

La mujer no encontró nada que decir. Durante unos instantes, el odio fluyó sin mesura de esa dama de alta alcurnia que sabía muy bien cómo comportarse. Sin embargo, estaba borracha y no del todo coherente. Thomas ya la había visto así antes.

Lady Claire se llevó de inmediato la copa a los labios, cerró los párpados y apuró el contenido. Dejó que el líquido se deslizara por su garganta antes de lamerse las gotitas de los labios. Cuando los miró de nuevo, sus ojos parecían vidriosos y su rostro cansado. Viejo.

—Debo retirarme a descansar, Thomas —murmuró con tristeza—. He disfrutado mucho de su compañía, como siempre, y espero que vuelva pronto. Quizá la próxima vez pueda enseñarle mi extensa biblioteca y con suerte algunas estancias más íntimas de mi extraordinaria casa.

Aquello fue una invitación íntima que les quedó clara a todos ellos, pero Thomas no pensaba responderla en ese momento. Madeleine estaba sentada a su lado, y podía percibir su nerviosismo. Ya habían visto bastante, y era evidente que los estaban despidiendo.

Tras dejar la servilleta sobre la mesa, se abotonó la chaqueta para ocultar la rígida necesidad que lo embargaba y a continuación se puso en pie con cierta desenvoltura. Lady Claire le ofreció la mano con expresión esperanzada y él se la tomó antes de agachar la cabeza para rozarle el dorso con los labios.

—Siempre es un placer visitarla, milady. La cena estaba exquisita, como de costumbre.

La mujer bajó la barbilla en un gesto elegante. Thomas le soltó la mano y se giró hacia Madeleine para retirar su silla y ayudarla a levantarse.

—¿Nos vamos?

—Sí, Thomas —replicó ella con tono mordaz, mirándolo a los ojos sin revelar nada—. Creo que deberíamos regresar a casa y hablar sobre lo que hemos empezado.

Y había empezado. Él lo había empezado y no había vuelta atrás. Madeleine parecía resuelta y determinada y él, en cierto modo, sentía que el peso de las circunstancias comenzaba a ahogarlo.

—Gracias por una cena tan deliciosa, lady Claire —le dijo Madeleine a su anfitriona.

La dama no le hizo el menor caso.

Al verlo, Madeleine enderezó los hombros, se dio la vuelta y salió con aire regio del salón mientras Thomas la seguía con la mano apoyada en la parte baja de su espalda. Lady Claire se daría cuenta sin duda de que la estaba tocando y eso era exactamente lo que Thomas quería.

Capítulo 6

C
aminaron hasta la casa en silencio. El cielo había adquirido un color gris oscuro, hacía un frío horroroso y la plaza del pueblo estaba prácticamente desierta.

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