Era, por supuesto, duro y decepcionante comprobar que muchos milicianos no hacían otra cosa que imitar a los burgueses, imitarlos en todo, instalándose en sus pisos —el Responsable en el de don Jorge, Blasco en el de don Santiago Estrada—, comiendo y bebiendo lo que ellos, ¡usando los mismos perfumes! Y más decepcionante aún que cruzaran el cielo, en vez de cometas, como ellos siempre desearon, pensamientos de muerte. Pero ¿quién encendió la mecha? Y sobre todo, ¿cuánto duraba un ciclón? La ley del hartazgo era una ley, tan imperiosa como la de la gravedad. El propio Gorki acabaría dándose cuenta de que su aspecto en el sillón de la alcaldía era ridículo. Y cuando la tempestad hubiera amainado, ¿no compensarían las posiciones conquistadas? Se imponía ser objetivo y pensar, por ejemplo, en lo que trajo con algo la Revolución Francesa. ¡Cuántos prejuicios, hábitos de resignación, privilegios de clase, fantasmas, eliminados para siempre! En esta ocasión se trataba de acabar con la constante amenaza que significaban para la nación el báculo y la espada.
Una cosa les llamaba la atención: no se había asaltado ningún Banco… ¡Qué imprevisible era la multitud! Los Bancos eran, de hecho, el símbolo del poder contra el que se rebelaban los que no tenían nada. ¿Cómo era posible que Cosme Vila, que a la fuerza debía de recordar su antiguo empleo, los respetara?
Y el caso es que el puesto reservado para David en el Comité Antifascista seguía vacante… El maestro tendría que decidirse pronto. Antonio Casal, que para ir a la escuela disponía ahora del Citroën que en tiempos perteneció al señor Corbera, confiaba en que el instinto revolucionario, tan arraigado en la pareja de maestros y en otros muchos hijos de suicidas, acabaría inclinando la balanza a favor del Comité, por lo cual siempre que hablaba con David lo hacía como si el consentimiento del maestro fuese un hecho.
A este respecto, día por día tenía a la pareja al corriente de los acuerdos tomados por el Comité. De los acuerdos y de las dificultades surgidas, que por cierto no eran pocas, debido a la autoridad moral ganada en buena lid por los anarquistas, autoridad que había convertido el Responsable en una auténtica, caprichosa
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Por supuesto, en este terreno Antonio Casal patentizó su amor a la verdad. «No podemos engañarnos —dijo——. Los anarquistas son unos locos y han cometido disparates a granel; pero lo dieron todo dondequiera que se combatió, con una diferencia de cuatro a uno sobre cualquiera otra organización. La cifra de los muertos de la CNT-FAI en Barcelona, en Madrid y Asturias es ya escalofriante; y todavía están dispuestos a acudir, a pecho descubierto, donde haga falta.»
David y Olga comprendían, ¡cómo no!, este matiz de la cuestión. Por otra parte, sería torpe y de mala fe juzgar a toda la organización anarquista por la actuación que habían tenido en Gerona el Responsable y sus acólitos. Era preciso inventariar la actuación global de la CNT-FAI, su capacidad de heroísmo en todo el territorio. Y respecto a sus afiliados, individualmente cabía hacer lo mismo. Cierto que Ideal se untaba con mantequilla las botas y el correaje, y que el Cojo utilizaba como contraseña frases como «El Papa es un cabrón» o «Preciosa, me muero por tus pedazos», pero ello no impediría ni a uno ni a otro exponer el pellejo cien veces al día si era necesario.
—Desde luego —admitió David—. Si nosotros estamos ahora aquí tomando café, se lo debemos a los anarquistas.
Olga asintió. Sin embargo, añadió que, a su entender, en el seno de la revolución había brotado un roedor más sutil e incontrolable que el que podía significar la FAI y sus caprichos: la masa neutra, indiferente, la gente que deambulaba de acá para allá con curiosidad malsana y sin arriesgar nada, fláccida como la gelatina o como un cerebro en una mesa de hospital.
Olga estimaba que esta gente era más peligrosa y odiosa que los fanáticos, puesto que el fanatismo se curaba con el tiempo y in indiferencia no. Personas capaces de coleccionar sellos o de contar chistes aun en medio de la ciudad en erupción. Según Olga, a esas personas no les importaban ni los que mataban ni los que morían, y a ellas se debía, sin duda, que desde la víspera desfilaran por las calles tres hombres con pancartas anunciando la llegada a Gerona ¡de «miss Nadiá» y «míster Adrien»! Sí, dos motoristas acróbatas, acompañados de un faquir llamado Campoy, faquir que por la tarde probaría a enterrarse vivo, por unas horas, delante del edificio de Correos.
David sonrió con ironía un poco amarga. Casal lo advirtió. Antonio Casal leía de corrido las expresiones de David. Cuando David bajaba las mandíbulas como si un bozal se las apretara, pensaba en el fascismo. Cuando miraba enfurruñado a su alrededor, como buscando algo, pensaba en Dios. Cuando sonreía irónicamente es que admiraba algo certero que Olga acababa de decir.
Casal se dirigió a los dos con afecto.
—Habéis cambiado mucho desde que os conozco —les dijo—. Habéis cambiado tanto como Gerona.
Los maestros admitieron que era cierto. Uno se hacía mayor y le penetraban arrugas, dudas, en el alma.
—Antes no hubierais apostado por los fanáticos, sino precisamente por los neutros, por los indiferentes. Hubieseis dicho: «Hay que respetar su intimidad», «tal vez su indiferencia sirva para custodiar lo más necesario de la persona humana». ¡Ah, sí! En Olga era menos guapa que ahora. ¿Te acuerdas, Olga? Llevabas un escudo en el jersey… ¡Era una agresión!
—¡Bah! —rió Olga—. Era un escudo de alpinismo de una peña montañera.
—Bueno, bueno, quién sabe. El caso es que los que hablaban de redimir a alguien os daban cien patadas. Preferíais a los que he dicho, a los capaces de pasarse toda la tarde de hoy aplaudiendo a los motoristas acróbatas «miss Nadiá» y «míster Adrien».
David volvió a sonreír y entró en el terreno de su amigo.
—Tienes razón —admitió—. Pero ahora hemos descubierto que puede haber cosas mucho más importantes que los espectáculos. En los espectáculos hay siempre trampa.
—¿Trampa? —Antonio Casal se quitó el algodón de la oreja.
—Sí. Fíjate en ese faquir, el faquir Campoy. Se entierra… pero por unas horas. Muere… pero resucita sin tardar.
Julio dijo la verdad: a no ser por su intervención y por la muy enérgica del coronel Muñoz, el comandante Martínez de Soria, padre de Marta, y los diecinueve oficiales que habían hecho causa común con él, habrían figurado, aquella madrugada, entre las víctimas yacentes en las avenidas del cementerio. Los comités de los pueblos, así como las mujeres de muchos milicianos, que sentían por los uniformes una repugnancia perforante, preguntaban sin descanso: «Pero ¿qué estáis esperando?» Y lo preguntaba, sobre todo, el Responsable, quien, mucho más enterado que Antonio Casal y que los maestros de la cuantía del tributo de sangre que pagaban en toda España los anarquistas, había terminado por considerar una broma de mal gusto aquella idea, que en principio le subyugó, de formar un Tribunal del Pueblo que juzgara en regla a los militares. «¿Qué mejor Tribunal —dijo— y qué regla más eficaz que una rociada de balas?» De modo que, en una hora tensa, junto con Porvenir y con la especial colaboración de Murillo, éste, instalado en el piso de Mateo, había planeado el asalto de los calabozos de Infantería. Murillo había razonado: «Es inadmisible que antes que los militares paguen los civiles, que al fin y al cabo no fueron más que sus cómplices».
El plan fracasó. Julio y el coronel Muñoz enviaron al cuartel un pelotón de guardias de Asalto, dotándolos de la ametralladora que el día de la sublevación Ignacio y Pilar estuvieron contemplando. Por otra parte, Cosme Vila fue tajante, como deberían de haberlo sido las órdenes que al respecto recibiera: «Hay que guardar las formas en el asunto de los militares».
Hasta nuevo aviso, pues, el comandante Martínez de Soria seguiría viviendo, igual que aquellos que fueron sus subordinados, entre los que destacaban por su presencia de ánimo los capitanes Arias, y Sandoval y por su congoja inconsolable el teniente Martín y el alférez Romá.
El abatimiento de los detenidos provenía en primer lugar de la conciencia de haber sido ellos quienes provocaron la catástrofe. «¿Quién encendió la mecha?» —desafió David—, y en segundo lude la estupidez de su fracaso. En efecto, dueños absolutos de la ciudad, sin que mediara la menor lucha, sólo porque el general Goded se rindió en Barcelona se retiraron a los cuarteles y depusieron las armas. Todo ocurrió con sencillez abrumadora, sin preguntarse siquiera si les cabía otra alternativa. En cuanto el comandante Martínez de Soria dio la orden, todos la acataron sin rechistar. Pero he aquí que las horas pasaban y que con ellas no sólo,, caían sobre sus cabezas responsabilidades cada vez más abrumadoras, sino que iban llegando noticias de lo ocurrido en otras guarniciones más aisladas aún que la de Gerona —por ejemplo, Oviedo, el Alcázar de Toledo, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza—, y menos importantes que ésta desde el punto de vista estratégico —Gerona tenía frontera con Francia—, y resultaba que los jefes y oficiales de dichas guarniciones habían optado por resistir…
Era mucho aquello. Ahora yacían en una mazmorra, privados incluso del uso del uniforme por orden del coronel Muñoz, esperando oír de un momento a otro un tumulto en la escalera, el chirriar de los goznes de las puertas y acto seguido el estampido de una correcta línea de fusiles ametralladores.
Los oficiales, tumbados o sentados sobre la paja, que les cosquilleaba el cuerpo, en mangas de camisa, abrumados por el valor, revisaban en sus mentes «lo que hubiera podido suceder…» y pensaban, sobre todo, con ironía impotente, que la geografía si a arbitraria, que en caso de haberse sublevado en Sevilla, Salamanca o Burgos, ahora se sentirían orgullosos de su eficacia y estarían al mando de las tropas con una varita de bambú y unos prismáticos…
El más humillado de todos, el más angustiado, hasta el punto de parecerle que las briznas de paja eran espinas, el comandante Martínez de Soria. El comandante se sentía responsable absoluto En aquel fracaso y promotor directo del incendio de la ciudad. Mucha carga para un solo cerebro…! Él fue el jefe nato del alzamiento, y obra suya, personal, la determinación de rendirse. No se consultó sino con una copa de coñac. Cierto que no improvisó y que las razones que le movieron a dar la orden seguían pareciéndole válidas; Barcelona podía movilizar contra ellos ochenta mil milicianos; los depósitos de víveres y municiones eran escasos; la ciudad había quedado a merced de los aparatos del aeródromo del Prat, en poder del enemigo; rindiéndose, brindaba a muchos comprometidos la oportunidad de escapar… Todo ello, naturalmente, partiendo del hecho estrictamente militar de que la más cercana guarnición triunfante era Zaragoza y que, por tanto, no existía la menor esperanza de recibir auxilio a tiempo.
Sin embargo, he ahí que las personas que salieron con armas eran cazadas igualmente ¡sin pena ni gloria! y que resistiendo habría distraído muchas fuerzas enemigas, impidiéndoles de momento recibir ayuda internacional de Francia. ¡Ah, sublevarse no era ciertamente lo mismo que teorizar en la Sala de Armas! «¡Que cada uno sepa morir con honor…!» «¡Creo haber servido a España! ¡Una y mil veces volvería a hacer lo que he hecho!» Estas frases, enteramente suyas, ahora se le antojaban un sarcasmo.
El comandante ocupaba un ángulo del calabozo, situado debajo de la ventana. En aquellos tres días había levantado incontable número de veces el hombro izquierdo. En los bolsillos del pantalón de verano que le envió su mujer encontró cuatro bolas de naftalina, que olían a diablos, pero que él acariciaba con fruición, porque simbolizaban el mundo tierno que había perdido para siempre. ¡Su mujer…! ¡Su hija, la pequeña Marta…! ¿Vivían aún? ¡Cuánto hubiera deseado, en aquella última parcela de tiempo que le quedaba, poder concentrarse sin estorbos en el recuerdo de los suyos! Pero no podía. Un altavoz lejano, las bromas de los centinelas, ¡las descargas en el cementerio! Y, sobre todo, el silencio de los oficiales le rebotaba en la frente sin que el comandante recordase nada comparable a su dureza. Conocía a aquellos hombres, les leía el espíritu. Únicamente el teniente Delgado y un par de alféreces aprobaban su decisión; los restantes lo declaraban culpable.
El comandante sufría. Recordaba su campaña de África, sus condecoraciones… Llegada la noche, el insomnio lo impelía a mirar a su alrededor. Y al ver, tendidos, indefensos, a aquellos que fueron sus subordinados, su conflicto acrecía. «¡Que cada uno sepa morir con honor!» ¿El honor? Esta palabra le martilleaba cada vez con más insistencia. Recordó numerosos ejemplos de jefes derrotados que, para justificarse, se pegaron un tiro en la sien. El comandante se palpaba las sienes y si algún oficial le veía disimulaba acariciándose la cabeza o tosiendo un poco.
Le hubiera servido de gran ayuda consultar con los suyos, con su familia. Con su esposa, desde luego, y también con su hijo José Luis, quien a buen seguro se encontraba combatiendo en la Sierra; pero más que nada hubiera querido escuchar el veredicto, de tú a tú, de su otro hijo, Fernando, que le había precedido en el sacrificio, cayendo en una esquina de Valladolid mientras voceaba consignas de la Falange.
El comandante, de pronto, se despertaba con sobresalto, imaginando que esos cuatro seres de su carne estaban sentados frente a él, mirándole con la imperturbabilidad de un Tribunal. ¡El mis los había enseñado a ser justos, a ser implacables! Sin saber por qué, una y otra vez le parecía que todos, al igual que los oficiales que tenía al lado, le condenaban. Todos, menos uno… Todos menos Marta, quien se le acercaba y le decía cariñosamente: «¿Por qué no me llevas a la Dehesa a montar a caballo? ¿Oyes lo que te digo, papá? ¿Por qué no me llevas?»
* * *
Pronto se vio que el Comité Antifascista, pese a su voluntad de control, no podía abarcarlo todo. El instinto de conservación de los perseguidos conseguía abrir brechas innumerables. Caravanas de «facciosos», utilizando ardides de toda índole, conseguían burlar toda vigilancia y esconderse o huir. Cosme Vila tuvo que reconocer que esto era un hecho y Porvenir, al leer la primera lista de fugitivos que las autoridades francesas de Perpignan facilitaban a Jefatura, retrajo el labio inferior y con los dientes emitió un largo silbido.
La meta ansiada por los fugitivos, porque zanjaba la cuestión, era Francia. Se acercaban en coche, en carro, ¡o andando!, lo más posible a las montañas y una vez allí las atacaban a la buena de Dios o a las órdenes de un guía. Los guías solían ser contrabandistas de la región y cobraban según el riesgo. Los comités de los, pueblos limítrofes vigilaban los pasos y collados en unión de los carabineros, ¡pero los Pirineos eran tan grandes…! Un cuerpo podía filtrarse a través de ellos con increíble facilidad. Y los contrabandistas conocían la ruta; a veces conocían incluso la ruta del mar, por el que los remos avanzaban sigilosamente en la alta noche.