Cuando los milicianos entraban en una casa en busca de alguien sospechoso, se producía lo que el catedrático Morales llamaba la danza de los ojos. Los milicianos, quietos en el comedor o en el pasillo, rodaban lentamente los ojos por todas partes, al tiempo que dilataban las narices para olfatear. Del mismo modo, la familia de la persona oculta procuraba no traicionarse, evitando por partes iguales el mirar sin querer el escondrijo y el mirar aparatosamente hacia el rincón opuesto.
Se produjo el gran reparto, reparto a voleo, de los «fascistas». En Gerona y en todo el territorio. En las grandes urbes, el camuflaje era más fácil y además estaban allí los centros diplomáticos extranjeros. En Madrid, las embajadas —llamadas islas— abrieron sus puertas a gran número de acosados. Los parientes de éstos decían: «Manuel se ha ido a Turquía». «Juan ha visto una película canadiense.» En Madrid, el hermano de Matías, Santiago, padre de José Alvear, cada vez que bajaba de alguna escaramuza con los falangistas en la Sierra se dedicaba a rondar las mansiones diplomáticas por si caía alguna pieza. Un día acorraló a un hombre con cara asustada que llevaba algo en la boca y que estaba a punto de entrar en la Embajada del Brasil. Santiago se le acercó y le dio un endiablado golpe en la espalda obligándolo a vomitar la prenda: un diccionario Liliput portugués. El hombre temía ser cacheado en el camino, y se le ocurrió la increíble torpeza.
Ocurría eso, que no todo el mundo servía para poner su vida a salvo. El trauma era excesivo. Santiago, el padre de José Alvear, se encontraba en su elemento. Pero en todo el país no había más que un Santiago Alvear, excelente combinación de anarquista sentimental y de perro policía. En una carta que escribió a Matías le decía: «Ya sabes que a mí me gusta el tomate».
Un primo del patrón del «Cocodrilo» se escondió en una casa de campo, en la pocilga de los cerdos, que terminaron por aceptar su compañía. La madre de Ana María —Ana María, el idilio de Ignacio, con un moñito a cada lado— se pasó quince días en un ascensor detenido entre los pisos tercero y cuarto. Cuando había peligro, el portero había encontrado el sistema de colgar el ascensor allí, como si estuviera averiado, y de subirlo y bajarlo luego a placer, cuando renacía la calma. En algunos cementerios los nichos vacíos eran muy solicitados, y para llevar la comida a los escondidos en ellos, de acuerdo con el sepulturero se simulaba un entierro cuyo ataúd no contenía ningún cadáver, sino alimentos, víveres. Durante el día, los ocupantes de dichos nichos tenían que comer y vivir tendidos en su guarida y sólo algunas noches se atrevían a salir, a deambular un rato por entre los muertos, las estrellas y el miedo. Por su parte, Jaime, el amigo do Matías en Telégrafos, siempre decía que si él tuviera que esconderse elegiría el bosque, vaciando previamente el tronco de un árbol.
En Gerona hubo muchos acosados que demostraron tener acierto y fantasía para esconderse, y esto le ocasionaba a Cosme Vila una sincera desesperación. A Cosme Vila le hubiera gustado instalarse en lo alto del campanario de la catedral, donde estaba situado el ángel decapitado por un proyectil francés cuando la guerra de la Independencia, y desde allí localizar, señalar con el indice al obispo, a Marta, a don Emilio Santos, a todos los enemigos del pueblo. Sobre todo, a los que habían salido con armas. Localizarlos como, según informes, Queipo de Llano localizaba en Sevilla a los obreros que se habían opuesto a la rebelión, a los cuales, según el Responsable, antes de llevarlos al paredón les marcaba en la frente UHP o las iniciales del Sindicato a que pertenecían.
Bueno, tampoco el Comité Antifacista podía abarcarlo todo. Marta estaba a buen recaudo, al obispo se lo había tragado la tierra —«se acuesta con alguna tiorra», opinaba el Cojo—, don Emilio Santos recaló en casa de los Alvear, dormía en la mismísima cama de César. Gente extraña, sin saber por qué, por solidaridad instintiva, se había prestado a dar cobijo a personas en peligro, singularmente a monjas, a monjas que llegaban de los pueblos ataviadas sin garbo, algunas con peluca. El sustituto de Vasiliev en Barcelona, delegado Axelrod, hombre altísimo, de aspecto bonachón, que llevaba como los piratas un parche negro en el ojo derecho y que iba siempre acompañado de un hermoso perro, le había dicho a Cosme Vila, en la primera visita de inspección que hizo a Gerona: «¡Bueno, no te impacientes! Pronto tomaremos las medidas necesarias para acabar con todo esto».
Una de las personas más hospitalarias era la Andaluza. La Andaluza, dueña de los más prósperos burdeles de la ciudad, sin renunciar a su negocio y evitando que Canela, convertida en miliciana, se enterara de ello, abría la puerta de su casa a los seres mas diversos. Sus últimos «pupilos», como ella los llamaba, eran Alfonso y Sebastián Estrada, hijos de don Santiago Estrada, jefe de la CEDA, fusilado la primera noche. Antes escondió a un catedrático de Tarragona que aseguraba hablar correctamente el árabe, y a un tratante de ganado, de la provincia de Lérida, cuyo pánico era tal que había hecho insertar en varios periódicos su esquela mortuoria suponiendo que con ello ya nadie se tomaría la molestia de buscarlo.
Los hermanos Estrada encantaron a la Andaluza y les agradeció mucho que a través de un amigo común aceptasen su hospitalidad. El mayor, Alfonso, le gustó porque era educado y entendido en cocktails, con los que apaciguaba un poco a las chicas, nerviosas por la guerra. El menor de los hermanos, Sebastián, le gustaba porque tenía capacidad de fábula y siempre le daba una interpretación original de los hechos. «Ni pensándolo diez años se me hubiera ocurrido a mí esto», le decía la Andaluza admirativamente.
El catedrático de Tarragona y el tratante de Lérida habían escapado por fin a Francia. La Andaluza los despidió: «¡Ay, si yo pudiese acompañarlos! Allí me ganaría yo mis buenos dineros».
Los hermanos Estrada querían huir y la Andaluza, que se ocupaba en ello, les decía: «Paciencia, paciencia. ¿Qué prisa tenéis? ¿Es que no os doy buen trato?»
—No se trata de eso, Andaluza. Se trata de que han asesinado a nuestros padres y ¡bueno! Cuanto antes, mejor.
Otro de los escondidos en la ciudad, tal vez el más complejo, era mosén Francisco, a quien habían recogido las hermanas Campistol, las modistas de Pilar, las cuales disponían de un armario ropero de doble fondo capaz de disimular un cuerpo. El vicario se paseaba como un espíritu por el piso balbuciendo: «¡Mira que vivir yo rodeado de espejos!» Comía en su habitación y, para que desde la escalera no se oyera una voz masculina, se hacía entender con las modistas por señas o bisbiseando como en el confesonario.
Mosén Francisco estaba desconcertado. Llevaba un bigote postizo, que con frecuencia se quería arrancar, mono azul y alpargatas. Continuamente se tocaba un diente, como si le doliera, y pensaba que todo aquello era un gran dolor. Desde la ventana de su cuarto se veía mucho cielo azul, tejados pobres y, allá al fondo, las montañas. Leía periódicos —uno de ellos publicó una caricatura del obispo con un pie que decía: «¡A otra cosa, mariposa!»— ¡y escuchaba la radio! Ésta era, lo mismo que para Marta, su conexión. Una pequeña radio sepultada bajo una manta en la mesilla de noche. Mosén Francisco se pasaba horas a la escucha, sometido a toda clase de sorpresas, como la que le proporcionó un peregrino sacerdote —no pudo retener su nombre— que tenía una hermosa voz y que manifestó hablar desde Madrid, desde los micrófonos del Ministerio de la Guerra. Sacerdote que se había declarado en contra de la sublevación militar y cuyo mensaje, expuesto con fascinante precisión, decía que Cristo, carpintero de oficio, surgió del pueblo y que el estado de ánimo del pueblo tenía su justificación en el egoísmo de los ricos y en las nupcias perpetuas de éstos con la Iglesia Católica. Dio, como siempre, estadísticas de tesoros acumulados en los templos e hizo hincapié en al desamparo espiritual a que estaban relegados los humildes. Lo cierto era que hablaba con convicción y arrebato. Su última frase fue: «Los sacerdotes con una sotana raída y un cáliz de hojalata estaríamos en nuestro papel».
Mosén Francisco, al cerrar la radio, se miró a uno de los espejos. Recordó su cáliz de oro, le pareció verlo en el espejo, confundido con el bigote postizo que ahora llevaba. Recordó al obispo entrando en Gerona cuando tomó posesión de la diócesis. Iba de pie en un coche negro, descapotado, repartiendo bendiciones a derecha e izquierda. Una ingente multitud lo aclamó. ¿Qué había ocurrido?
Mosén Francisco dio la espalda al espejo y fue a sentarse al borde de la cama, fumando en dirección al suelo. Le hubiera gustado conocer el paradero de su obispo, acudir en su ayuda, arriesgarse por él. Las hermanas Campistol le habían dicho: «Está escondido en casa de un ferroviario, no se preocupe usted». Bueno, ¿cómo saber si aquellas mujeres le mentían piadosamente o la decían la verdad?
Escondido… era la palabra eje, que brincaba sin cesar de su cerebro a sus alpargatas. El cuerpo le temía a la muerte y se escondía donde fuese, en casa de los ferroviarios, en casa de las modistas. Mosén Francisco sopló sin necesidad en la punta del cigarrillo para verla enrojecer, y acto seguido recordó unas misteriosas palabras del Evangelio: «Quien quisiere salvar su vida, la perderá». ¡Estaba claro! Su obispo, él, centenares de sacerdotes de religiosos y religiosas querían salvar su vida y la perderían. Sin embargo, el rojo chispeante del cigarrillo le trajo a la memoria otras palabras muy distintas, también del Evangelio, también pronunciadas por Jesús, palabras que el sacerdote que habló por radio desde Madrid olvidó de mencionar: «… dondequiera que es desecharen, y no quisieren oíros, retirándoos de allí, sacudid el polvo de vuestros pies, en testimonio contra ellos». ¡Más aún! Jesús también dijo: «Entretanto, cuando en una ciudad os persigan, huid a la otra».
Mosén Francisco fumaba, fumaba sin parar y se tocaba el diente. ¿Tenía derecho a salvarse? «Una sotana raída…» El llevaba mono azul. Las hermanas Campistol bisbisearon: «¡Obligación, obligación tiene usted de intentar salvarse!» No obstante, otros sacerdotes ¡infinitamente mejores que él! habían caído ya. Le temía al pecado de deserción, de escándalo. Y se avergonzaba de tener miedo. Las hermanas Campistol le llevaban a menudo tazas de café para darle ánimo. Mientras, sus manos tomaban una y otra vez una mugrienta baraja que encontró en un cajón y hacía con ella solitarios y más solitarios extendiendo las cartas sobre la blanca sábana.
Mosén Francisco era, tal vez, el más complejo de los hombres ocultos en la ciudad. Después de él, estaban escondidos miles de pensamientos… Y muchos corazones. En realidad, no se sabía si lo que los hombres hacían, lo que daban de sí, era su yo más íntimo o un yo prestado.
La sombra dramática y dulce de César escoltaba a los Alvear dondequiera que fuesen. En Telégrafos, en el Banco Arús, al salir para la compra, en la cocina, en la calurosa intimidad del lecho… A veces esta sombra agrupaba a toda la familia en el comedor, a veces la dispersaba, cada miembro buscando la soledad. No acertaban a consolarse. La amputación los sobrecogió de tal forma que apenas si se miraban unos a otros. Matías y Carmen Elgazu, sí. Para comprobar que la tristeza seguía siendo la misma, para comprobar que dos arcadas profundas enmarcaban los ojos de Carmen y que una fatiga desconocida pesaba sobre los hombros de Matías Alvear.
Matías, en Telégrafos —¡qué raro se le hizo tener que ir de nuevo a trabajar!—, lo relacionaba todo con su hijo. Su bata, gris, le hacía pensar en aquella otra amarilla, que César llevaba en el Collell. Al mirar el calendario, sus ojos se clavaban, imantados, en la fecha del 21. Si al contar las palabras de un telegrama su número coincidía con los años que tenía César, la mano de Matías se detenía un momento en el aire. Le extrañaba que el papel de telegramas no fuese negro. Los primeros días, cada vez que el aparato funcionaba, Matías volvía con expectación la cabeza y se acercaba a la cinta, como si pudiera esperar noticias de su hijo.
Jaime, fue, entre sus compañeros de trabajo, quien le ayudó con más eficacia, quien le consoló con más tacto y oportunidad. La familia de Jaime tenía en propiedad un nicho y él consiguió que lo cedieran para César. El nicho decía: «Familia Casellas», lo que desconcertó, ¡cómo no!, a Matías, cuando éste fue al cementerio a visitar a su hijo. Jaime se presentó en casa de Matías con un viejo pero potente aparato de radio, en sustitución del do galena. Matías no quería aceptarlo, pero Jaime se empeñó en ello. «¡No faltaría más! ¡Una buena radio os hará mucha compañía!».
Querían guardar en sitio seguro algunas cosas de César, como la medalla, unos dibujos que les mandó del Collell, el recordatorio de la primera comunión, y Jaime les sugirió un escondite Inesperado: una pata de silla, vaciada. «La madera es aislante y se conservará bien.»
Matías no sabía agradecerle a su compañero lo que estaba haciendo.
—Eres un hombre bueno, Jaime. Ya una vez invitaste a Ignacio a pasar en Cerdaña las vacaciones.
Aquellos días eran de gran prueba para Matías. Éste no comprendía por qué había caído semejante rayo mortífero sobre su apacible hogar. Y, en esta ocasión, no podía confiar en el temple de su mujer, Carmen Elgazu. Carmen Elgazu estaba deshecha. Sentada en su silla de siempre, junto al balcón que daba al río, sin moverse, estrujaba el pañuelo con la mano derecha. A veces cerraba los ojos y no se sabía si dormía o si estaba a punto de resbalar desmayada hacia un lado. Matías había acudido repetidamente con el frasco de agua de colonia y le había dado con Amor palmadas en las mejillas. «Perdona, Matías, es más fuerte que yo. Perdona…» Matías le pedía ánimo al propio César y le decía siempre a su mujer que si era cierto que existían ángeles en el cielo, su hijo sería ya uno de ellos, uno entre los más resplandecientes. «Ya sé, Matías, ya sé… Perdona…»
Tampoco comprendía Matías que algo tan sagrado como la sensación de paternidad pudiese resultar, como resultó, un espejismo, una ilusión del espíritu. Ello lo pensaba recordando la certeza, a la vez violenta y tibia, que de pronto tuvo de que Dimas salvaría a César. ¡Con qué fe salió en busca del Jefe del Comité de Salt! Y de nada sirvió… «Así, pues —se decía ahora—, por lo visto amar no sirve para nada. El odio puede anticiparse y llevarse un hijo como el viento se lleva un sombrero.»
A veces, andando por la calle, al cruzarse con un grupo de milicianos sentía un particular estremecimiento y los miraba uno por uno, como si pudiera descubrir al que disparó contra César. Otras veces llegaba a su casa dispuesto a llamar aparte a Ignacio y preguntarle toda clase de detalles sobre la muerte de aquél, lugar en que cayó, postura en que quedó, el color de su cara y de sus manos. Pero nunca se atrevía y tan pronto se reprochaba no haber cortado a tiempo el misticismo de su hijo, como haber tirado al río, en cierta ocasión, el cilicio que César llevaba.