Eso dijo Ignacio, y al terminar le ganó una súbita calma. ¡Qué calor! Pasaba gente secándose el sudor. Debajo de los arcos respirar sería más fácil. La vibración en el interior del coche parado era tal que se hubiera dicho que Ignacio seguía hablando o que el motor runruneaba. Olga subió el cristal de su ventanilla, no se sabía por qué.
Quien contestó a Ignacio, fue David. En cuanto el maestro tuvo la certeza de que Ignacio no añadiría nada más, pegó dos lentos manotazos al volante, como para indicar que le correspondía el turno. Y acto seguido habló. Hubiera hablado durísimamente, porque entendió que Ignacio había sobrepasado toda medida, a no ser que una y otra vez se estuvo repitiendo: «Está sufriendo». Sí, entendió que Ignacio debía de haber sufrido también más allá de toda medida para ser capaz de insultarlos como lo hizo y de mostrarse tan poco ecuánime en el discurrir. Olga advirtió que David iba a tomar la palabra y recostó la cabeza en el respaldo, disponiéndose a escuchar.
—Ignacio…, todo lo que has dicho es un poco fuerte… Sí, has sido injusto. Me atrevería a decir que demasiado; y si las circunstancias fueran otras, ten la seguridad de que te contestaría de otra manera. ¡No, no te muevas! Y, por favor, no me digas: «Puedes contestarme como quieras». No pienso hacerlo. Me hago cargo de que estás excitado; y de que ésta no es una noche bochornosa, sino una noche mala… Sólo quiero que sepas que has estado injusto. Has cargado sobre nuestras espaldas responsabilidades que no nos incumben bajo ningún pretexto. No hubieras hablado de distinto modo si fuésemos Olga y yo quienes… ¡bueno, qué más da! Ahora resulta que incluso nuestra integridad es diabólica; y los asesinatos de monjas provienen del insulto que Olga les dirigió cuando las elecciones de febrero. No, Ignacio, eso no es leal. Dos personas, aun tratándose de Olga y de mí, son pocas personas para haber desencadenado esta orgía. Parece lógico admitir que todos hemos sido culpables de uno u otro modo, y que el odio popular contra la Iglesia, para citar un ejemplo, la propia Iglesia ha ido labrándolo poco a poco; a base de errores, intolerancias y omisiones que tú mismo, en otros tiempos, catalogaste con extrema precisión. En cuanto a tu alusión a Santi, me ha dolido, créeme. Porque tú sabes bien que si Santi asfixió peces de colores y ahora anda con un fusil ametrallador, ello lo hizo y lo hace a pesar y no a consecuencia de cuanto le hemos enseñado. También en otros tiempos tenías presente, al juzgar, la importancia de la herencia y de la educación recibida en la niñez. Incluso oreo recordar que resumías esto diciendo «Las ideas se llevan en la sangre». ¿Que somos cómplices? ¡Ah, quién lo duda! ¿Qué quieres? Vivimos ligados unos a otros por naturaleza. Lo extraño es que no recuerdes que quien te reveló esto fue Olga, cuando en la clase de Filosofía tratasteis del «alma colectiva». Bueno, podría seguir hablando, desmontando una por una todas tus acusaciones; pero ya te he dicho que no lo haré, por respeto a las circunstancias y porque me ha parecido ver en el balcón a Pilar esperando… Sin embargo, te diré que lo que me ha movido a aceptar un puesto en el Comité, no ha sido la orgía de sangre de que has hablado, sino la defensa de unos principios que estimamos mucho duraderos que las patrullas de milicianos. No, yo no voy al Comité a añadir más cruces de muerte en las listas, Ignacio, sino a borrar todas las que pueda. Y ojalá me hubiera sentado allí el primer día, y también Olga; tal vez hubiera menos luto en la ciudad, y de esta omisión sí deberías acusarnos. Claro está, te han hondo en tu propia carne; pero nosotros seguimos creyendo que esto es una erupción, todo lo horrorosa que quieras; pero que peor será el asentamiento fascista en España. De verdad que me siento mas capaz de encauzar un día a Porvenir, incluso a Cosme Vila, que a Mateo y a «La Voz de Alerta». Porque Porvenir es un frívolo y Cosme Vila, a la larga, chocaría con el temperamento indisciplinado de las gentes del país; en cambio, Mateo y «La Voz de Alerta» no sólo saben lo que quieren, sino que tienen maneras expeditivas de imponer sus ideas. Ahí está la clave del equívoco. Los partidarios de la democracia nos vemos obligados, en determinado momento, a pedir ayuda e incluso a entregar fusiles a lo que el fascismo llama la «chusma», y que tal vez lo sea; es decir, a Teo y al Responsable. En cambio, cuando es el fascismo el que ataca, encuentra sus servidores entre gente bien vestida y de apariencia honorable; por ejemplo, mosén Alberto y el hijo de don Jorge. Gente «sin antecedentes policíacos». Visto desde un primer piso, no cabe duda sobre quién tiene razón; pero con miras a largo plazo, la cosa cambia. Eso es todo, Ignacio, eso es todo, por el momento… Creo que habrás comprendido nuestra postura. No estamos de acuerdo con nada de cuanto sucede ahora, el número uno sigue existiendo para nosotros y si en nuestra mano estuviera, zanjaríamos de un plumazo la situación; te devolveríamos a César, y tu padre podría irse a Telégrafos solo; pero puesto que nuestro país es así y no de otro modo, puesto que aquí nada puede llegar pacíficamente, tenemos que adaptarnos. Fuimos unos ilusos, desde luego, teniendo tanta fe en las pizarras verdes; pero, repito, no son éstas las que han declarado el estado de guerra, ni las que en Valladolid y Burgos y Galicia matan a tantos inocentes como puedan morir aquí. Tocante a lo último que has dicho, a la inevitable pérdida de nuestra felicidad, ¿qué te contestaré? Ignacio, no nos forjamos al respecto ninguna ilusión. Hace mucho tiempo que Olga y yo tenemos perdida la felicidad; la perdimos en el momento que heredamos de nuestros padres un cerebro que piensa. No nos mueve el egoísmo, estás en un error; nos mueven los pensamientos. Pensamos, y en consecuencia buscamos caminos difíciles y somos infelices. Pero ¿qué hacer contra esto? Es irremediable. Tú sabes bien que es irremediable, Ignacio, porque a ti te ocurre lo propio… Si no pensaras, no estarías ahora lo encogido que estás en el fondo de este coche que tú llamas robado…, y no nos habrías dicho cosas, repito, tan injustas. Pero la vida es así, y abrigo la esperanza de que un día nos comprenderás.
Ignacio no contestó. Ignacio no dijo nada. Estaba, en efecto, encogido, y le dolían las manos. Miraba a la nuca de Olga, a los arcos de la plaza. Pensó que tal vez en aquel momento caía una lluvia de estrellas.
Le invadió de nuevo un gran desánimo y de súbito decidió marchar. Cogió la manecilla de la puerta.
—Bueno, dejemos esto… —dijo, repentinamente. Y abrió la puerta y se inclinó para apearse—. Adiós, hasta otro día. —Se detuvo un momento y volvió a mirar a los dos maestros. Olga le sostuvo la mirada.
—Hasta otro día, Ignacio.
—Adiós.
El muchacho se apeó y las piernas le flojearon un momento. Luego echó a andar y casi se tambaleaba. Oyó el ronquido del motor del coche, éste pasó a su lado e Ignacio se dijo que en resumidas cuentas tal vez lo único cierto fuera lo que dijo David al final, que hacía mucho tiempo que los tres habían perdido la felicidad.
Al llegar a la Rambla, el altavoz del café de los limpiabotas tocaba A las barricadas. Como siempre, el himno le emocionó. Había luces en casi todas las ventanas, pues la orden de no cerrar las persianas se cumplía a rajatabla. Desde lejos vio la puerta de su casa, de la que salía Julio García.
Ignacio se paró un momento. No podía imaginar ni remotamente el motivo que hubiera podido llevar al policía a hacerles una visita. Aceleró la marcha, subió la escalera en un santiamén, y en un santiamén se encontró en el comedor de su casa, en el que reinaba, por primera vez desde el 18 de julio, como un temblor alegre.
Se trataba de Pilar. Julio García acababa de darles una gran noticia: el día 21 de julio Mateo llegó sin percance a Perpignan, en unión de Jorge. Sus nombres figuraban en la última lista que las autoridades francesas habían comunicado oficialmente al Gobierno Civil.
Ignacio intentó dominarse, vencer la fatiga mental que le había ocasionado su entrevista con los maestros. Pilar merecía eso y más. Atrajo hacia sí a su hermana y la besó en la frente.
—Gracias, Ignacio.
—Estoy contento, pequeña.
—Gracias.
Ignacio se acercó a su madre, y, como siempre, la besó en los cabellos.
—Hola, hijo!
Ignacio no se movía, no despegaba los labios de la cabellera de Carmen Elgazu.
—No tardes en felicitar también a don Emilio —le sugirió Carmen Elgazu—. Anda, hazlo ahora mismo, Ignacio.
¡Claro! ¡Qué tontería! Mateo era hijo de don Emilio Santos.
Ignacio cumplió al instante. De la mano de Pilar se dirigió al cuarto que don Emilio compartía con O. Abrieron la puerta despacio, para no asustarle. ¡Don Emilio estaba de pie, en el centro de la estancia, luciendo un pijama amarillo canario que en tiempos perteneció a Matías Alvear!
—¡Enhorabuena, don Emilio! Enhorabuena por lo de Mateo…
Don Emilio sonrió de tal forma que el amarillo del pijama rieló. Ignacio salió a su encuentro y abrió los brazos.
—Gracias, Ignacio… —Don Emilio lo abrazó—. Me daba en el corazón que esto llegaría un día u otro.
Continuaban abrazados. Ignacio no se atrevía a despegarse porque tenía la sensación de que don Emilio lloraba.
Pilar tuvo celos y se acercó.
—¿Y a mí no me quiere, don Emilio?
—¡Cómo! —don Emilio se libró de Ignacio y se dispuso a abrazar a la muchacha. Pero de pronto Pilar se escurrió riendo y se fue hacia la puerta.
—¡Ah, ja…!
Ignacio miró a don Emilio. La expresión del ex director de la Tabacalera era de beatitud. Ignacio recordó otra vez la frase de César: «Lo que más me hace gozar es sentir que amo».
Los acontecimientos se precipitaron y su complejidad era tal que incitaban por un lado a la fantasía y por otro aumentaban la credulidad. Todo era posible, todo verosímil. La gente más discreta se sorprendió a sí misma haciendo extrañas cábalas o esforzándose por presentar hechos absurdos como reales y provistos de lógica. Raras personas escapaban a esta ley de contagio.
Desde luego, quienes menos fantaseaban seguían siendo el general, el coronel Muñoz y el comandante Campos, pegados al mapa y a los datos de interés militar. Los tres jefes contaban, por añadidura, con informaciones de primera mano, no sólo a través de las reuniones de la Logia Ovidio, sino en virtud de los incesantes viajes a Barcelona que realizaban el coronel Muñoz y Julio García, donde tenían amistades en el mismísimo Comisariado de Defensa, particularmente con el teniente coronel de Aviación Díaz Sandino, jefe de cuantas operaciones se relacionaban con el arma aérea, y con don Carlos Ayestarán, jefe de los servicios de Sanidad.
El resumen de todos los informes captados por estos jefes demostraba que sus profecías no fueron erróneas. La palabra «guerra» empezaba a circular, aun cuando mucha gente creyera que el globo no tardaría en desinflarse. Se hablaba ya de «frente», de «línea enemiga», de «operaciones», «¡de estrategia!» El propósito de Mola —avanzar hacia Irún al mando de las tropas navarras— era llamado por algunos «frente Norte». El avance de Queipo de Llano —a punto, en efecto, de conquistar la ciudad de Huelva— se había convertido en «frente Sur». El «frente del Centro» consistía en los combates que se libraron en Somosierra y en la Sierra del Guadarrama entre los voluntarios de Renovación Española y de Falange salidos de Castilla, y los heterogéneos voluntarios salidos de Madrid. Sin embargo, el frente de que mayormente se hablaba era el «de Aragón», debido a la columna organizada en Barcelona por Durruti, con el propósito de tomar Zaragoza. Zaragoza era, desde luego, el quid, el objetivo clave, no sólo por su situación geográfica sino porque, según rumores, dentro de la ciudad esperaban no menos de treinta mil militantes anarquistas clandestinamente organizados y dispuestos a lanzarse a la calle en el momento preciso para facilitar la entrada de la columna salida de Barcelona.
Y no era eso todo, en opinión del coronel Muñoz. El H… Muñoz aportó pruebas según las cuales la intervención extranjera en el conflicto español había empezado, y había empezado, además, en los dos bandos. Efectivamente, el Gobierno de la República había mandado a París una comisión con el objeto de solicitar de Leon Blum y del ministro francés del Aire, Pierre Cot, el urgente envío de cuarenta aparatos Potez. La gestión había tenido éxito, excepto por lo que se refería al reclutamiento de pilotos. A la vas, algunos voluntarios franceses y belgas habían entrado en España por la frontera de Hendaya, dispuestos a colaborar en la defensa del país vasco, amenazado por los requetés de Mola, que subían por Navarra. Y, lo que era más importante aún, en Praga se habían reunido a toda prisa el Komintern y el Profintern —con asistencia de delegados españoles, entre ellos la Pasionaria y Jesús Hernández—, acordándose la inmediata organización de actos de propaganda en toda Rusia y en una extensa red de fábricas y centros democráticos de otros muchos países, así como la creación preventiva de una brigada de cinco mil hombres voluntarios internacionales, con el material necesario para operar independientemente, y que se desplazarían a España si había lugar. Mientras, la ayuda a los rebeldes seguía un ritmo parecido. Su S.O.S. había conseguido de Mussolini el envío de unas escuadrillas de «Savoia 81» —se ignoraba el número exacto de aparatos—, los cuales, ¡qué remedio!, habían aterrizado en África y fueron destinados, sin pérdida de tiempo, a transportar fuerzas de Marruecos a la Península. Referente a la ayuda de Hitler, nada se sabía en concreto; en cambio, Portugal había empezado a actuar, ofreciendo sus puertos y abriendo su frontera terrestre para el paso de las armas y hombres que los rebeldes consiguiesen.
La reunión o trabajo de la Logia Ovidio, durante la cual se expusieron formalmente estos y otros hechos, tuvo lugar en la calle del Pavo el 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración de Jesús. El H… Julián Cervera tenia siempre el capricho de convocar los Trabajos extraordinarios en días que el calendario católico estimaba gozosos. No faltó a la cita ni uno solo de los Hmnos…, ni si quiera Antonio Casal, quien no acababa de comprender que, en medio de tan sangrantes sucesos, en la Logia tuvieran que llevar aún guantes blancos.
El coronel Muñoz, hablando en nombre de los militares reunidos en aquel Trabajo gerundense, subrayó su temor de que la participación extranjera en la lucha iniciada en España perjudicara más que beneficiara al Gobierno de Madrid, por la sencilla razón de que no había la menor garantía de que los hombres que defendían la República hicieran buen uso del material que se recibiera, en tanto que los rebeldes, militares profesionales, aprovecharían sin duda hasta el último cartucho.