—Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se lo confió—. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.
—Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. —Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan raro.
Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director, Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego llamó y entró.
—Vengo a pedirle su firma para un permiso, director —dijo con tanta naturalidad como le fue posible…
Y dejó el papel encima de la mesa.
El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos, de Mustafá Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía negarse. Escribió sus iniciales —dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin comentarios a devolver el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.
—¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? —dijo. Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard, expresaba una especie de asombro lleno de agitación.
Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.
El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
—¿Cuánto tiempo hará de ello? —dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su edad, más o menos…
Suspiró y movió la cabeza.
Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente censurable en que la gente hablara del pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba… lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.
—Tuve la misma idea que usted —decía el director—. Quise echar una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta-Menos, y me parece —cerró un momento los ojos—, me parece que era rubia. En todo caso, era neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno, fuimos allí, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso… después… bueno, la chica se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el valle, siguiendo el mismo camino por donde habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba —repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social persiste aunque sus células cambien. —Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.
Y el director se sumió en un silencio evocador.
—Debió de ser un golpe terrible para usted —dijo Bernard, casi con envidia.
Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad.
—No vaya a pensar —dijo— que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. —Tendió el permiso a Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial. —Enfurecido consigo mismo por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard. Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna—. Deseo aprovechar esta oportunidad, Mr. Marx —prosiguió— para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosamente que ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia —la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en Islandia. Buenos días.
Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.
«Esto le enseñará», se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbotear una canción.
Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.
—Después de lo cual —concluyó—, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.
Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.
Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo… en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.
El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 95° de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.
—Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal —reconoció Lenina.
Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.
—¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles…!
—En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.
Lenina se ofendió.
—Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque…, bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?
—Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo.
—¿Qué decías?
—Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.
—Pues lo deseo.
—De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza.
Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.
El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante…
—… quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.
En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.
—… alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón…
Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson.
—… más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
—No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.
Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.
—Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el Guardián solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.
La palabra «fugarse» era sugestiva.
—¿Y si fuéramos allí? —sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.
—No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva… Porque, recuerde, mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos…
El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:
—No me diga.
Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.
—Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.
Destinados a morir… Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.
—Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos…
Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.
—Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.
—No me diga.
—Pues sí se lo digo, mi querida señora.
Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por treinta y seis… Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.
—… Unos sesenta mil indios y mestizos…, absolutamente salvajes… Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando… aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado… conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias… nada de condicionamiento… monstruosas supersticiones… Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados… lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano… pumas, puercoespines y otros animales feroces… enfermedades infecciosas… sacerdotes… lagartos venenosos…
—No me diga.
Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a un teléfono. Deprisa, deprisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.
—A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamentó—. ¡Maldita incompetencia!
—Toma un gramo —sugirió Lenina.