John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. «Por favor, por favor». Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.
—Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? —le preguntó aquella noche.
John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.
—¿Por qué querían hacerte daño, Linda?
—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.
—Dicen que estos hombres son sus hombres —prosiguió.
Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.
—¡Oh, no, no llores, Linda! ¡No llores!
John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
Linda gritó:
—¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!
Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.
—¡Imbécil! —le gritó su madre.
Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.
Una, y otra, y otra más…
—¡Linda! —gritó John—. ¡Oh, madre, no, no!
—Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.
—Pero, Linda… ¡Oh!
Otro cachete en la mejilla.
—Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—. Tengo hijos como un animal… De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.
John adivinó que iba a pegarle de nuevo y levantó un brazo para protegerse la cara.
—¡Oh, no, Linda, no, por favor!
—¡Bestezuela!
Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.
—¡No, Linda!
John cerró los ojos, esperando el golpe.
Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.
Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.
—¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?
—De veras.
Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, y palpar y ver, y otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitían ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos… todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad… Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días, de siempre… John la escuchaba embelesado.
Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no comprendía, pero que sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.
Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared —un animal echado, un niño dentro de una botella—, y después escribía detrás: «El gato duerme», «El peque está en el bote». John aprendió deprisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy delgado. John lo había visto ya muchas veces.
—Cuando seas mayor —le decía siempre su madre— te dejaré leerlo.
Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
—Temo que no lo encontrarás muy apasionante —dijo Linda—, pero es el único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!
John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el libro al suelo.
—¡Libro feo, libro feo! —exclamó.
Y se echó a llorar.
Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan desharrapado. Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva.
—¡Harapiento, harapiento! —le chillaban los muchachos.
«Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es leer». No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el libro.
Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.
—¿Qué son productos químicos? —preguntaba John.
—¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.
—Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
—No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.
Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.
«La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonawilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar…»
Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró la portadilla. El libro se titulaba Obras Completas de William Shakespeare.
Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.
—Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes. Seguramente estaba allí desde hace cientos de años. Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.
Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.
John abrió el libro al azar.
Nada, sólo vivir
en el rancio sudor de un lecho inmundo,
cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor
sobre el maculado camastro…
Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allí, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.
John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas palabras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían resonando en su cerebro, y en cierta manera era como si hasta entonces no hubiese odiado realmente a Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas palabras, estas palabras que eran como tambores, como cantos, como fórmulas mágicas.
Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los dos en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su pecho, con una de sus trenzas negras sobre la blanca garganta de Linda, como una serpiente que quisiera estrangularla. En el suelo, junto a la cama, había la calabaza de Popé y una taza. Linda roncaba.
John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para rehacerse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde… Como tambores, como los hombres cuando cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. «Lo mataré, lo mataré, lo mataré…», empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:
Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
o goce del placer incestuoso de la cama…
La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes. John volvió al cuarto exterior. «Cuando duerma, borracho…» El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral. «Cuando duerma, borracho; cuando duerma, borracho…» Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo —¡oh, la sangre!— dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —¡oh, oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y veía los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente. John desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían dos cortes. «¡Oh, mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre!». Nunca había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra mano… «para pegarme», pensó John. Se puso rígido para aguantar el golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante largo rato, horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John empezó a llorar. Y Popé se echó a reír. «Anda, ve —dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta». Y John corrió al otro cuarto, a ocultar sus lágrimas.
—Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—. Te enseñaré a modelar la arcilla.
En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos.
—Ante todo —dijo Mitsima, cogiendo un terrón de arcilla húmeda entre sus manos—, haremos una luna pequeña.
El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó sus bordes; la luna se convirtió en un bol.
Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
—Una luna, una taza, y ahora una serpiente.
Mitsima cogió otro terrón de arcilla y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima del borde del bol.
—Después otra serpiente, y otra, y otra.
Círculo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
—Pero el próximo será mejor —dijo.
Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.
—«Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C» —canturreaba, mientras trabajaba—. «La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar…»
Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.
Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad intensa, absorbente.
—El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima— te enseñaré a construir un arco.
John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida, fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de ellos, seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la gente mayor.