Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoría de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.
En el valle que separaba Hog’s Back de la colina arenosa en la cima de la cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de brazales en dirección a un rosario de lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y Selborne atraían las miradas hacia la azulada y romántica distancia. Pero no sólo lo que se veía a distancia había atraído al Salvaje a su faro; lo que lo rodeaba de cerca resultaba igualmente seductor. Los bosques, las extensiones abiertas de brezos y amarilla aliaga, los grupos de pinos silvestres, las lagunas y albercas relucientes, con sus abedules y sauces llorones, sus lirios de agua y sus alfombras de junco, poseían una intensa belleza y, para unos ojos acostumbrados a la aridez del desierto americano, resultaban asombrosos. Y, además, ¡la soledad! El Salvaje pasaba días enteros sin ver a un solo hombre. El faro se hallaba sólo a un cuarto de hora de vuelo de la Torre de Charing-T; pero las colinas de Malpaís apenas eran más deshabitadas que aquel brezal de Surrey. Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían sólo para jugar al Golf Electromagnético o al tenis.
La mayor parte del dinero que, a su llegada, John había recibido para sus gastos personales, había sido empleado en la adquisición del equipo necesario. Antes de salir de Londres el Salvaje se había comprado cuatro mantas de lana de viscosa, cuerdas, alambre, clavos, cola, unas pocas herramientas, cerillas (aunque pensaba construirse en su día un parahúso para hacer fuego), algo de batería de cocina, dos docenas de paquetes de semilla y diez kilos de harina de trigo.
—No, no quiero almidón sintético ni sucedáneo de harina de desperdicios de algodón —había insistido—. Aunque sean muy nutritivos.
En cuanto a las galletas panglandulares y el sucedáneo vitaminizado de buey, no había podido resistir a las dotes persuasivas del tendero. Ahora, mirando las latas que tenía en su poder, se reprochaba amargamente su debilidad. ¡Odiosos productos de la civilización! Decidió que jamás los comería, aunque se muriera de hambre. «Les daré una lección», pensó vengativamente. Y de paso se la daría a sí mismo.
John contó su dinero. Esperaba que lo poco que le quedaba le bastaría para pasar el invierno. Cuando llegara la primavera, su huerto produciría lo suficiente para permitirle vivir con independencia del mundo exterior. Entretanto, siempre quedaba el recurso de la caza. Había visto muchos conejos, y en las lagunas había aves acuáticas. Inmediatamente se puso a construir un arco y las correspondientes flechas.
Cerca del faro crecían fresnos, y para las varas de las flechas no faltaban avellanos llenos de serpollos rectos y hermosos. Empezó por batir un fresno joven, cortó un trozo de tronco liso, sin ramas, de casi dos metros de longitud, lo despojó de la corteza, y, capa por capa, fue quitándole la madera blanca, tal como le había enseñado a hacer el viejo Mitsima, hasta que obtuvo una vara de su misma altura, rígida y gruesa en el centro, ágil y flexible en los ahusados extremos. Aquel trabajo le produjo un placer muy intenso. Tras aquellas semanas de ocio en Londres, durante las cuales, cuando deseaba algo, le bastaba pulsar un botón o girar una manija, fue para él una delicia hacer algo que exigía habilidad y paciencia.
Casi había terminado de dar forma al arco cuando se dio cuenta, con un sobresalto, de que estaba cantando. ¡Cantando! Fue como si, tropezando consigo mismo desde fuera, se hubiese descubierto de pronto en flagrante delito. Se sonrojó, abochornado. Al fin y al cabo, no había ido allá para cantar y divertirse, sino para escapar al contagio de la vida civilizada, para purificarse y mejorarse, para enmendarse de una manera activa. Comprendió, decepcionado, que, absorto en la confección de su arco, había olvidado lo que se había jurado a sí mismo recordar siempre: la pobre Linda, su propia asesina violencia para con ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el remordimiento del propio John, sino a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal como suena, cantando… Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a hervir agua en el fuego.
Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos de Bokanovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y, desde lo alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie en el exterior del faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven aparecía cruzada horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco discurrían hilillos de sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y, junto con sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres… Contaron los azotes. Después del octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hasta el borde del bosque y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió azotándose: nueve, diez, once, doce…
—¡Ford! —murmuró el conductor.
Y los mellizos fueron de la misma opinión.
—¡Reford! —dijeron.
Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los periodistas.
Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta varas de avellano, y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la granja avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a todo un ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.
—Buenos días, Mr. Salvaje —dijo—. Soy el enviado de El Radio Horario.
Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies, desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel.
—Perdón —dijo el periodista, sinceramente compungido—. No tenía intención… —se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el que llevaba el receptor y el transmisor telegráfico—. Perdone que no me descubra —dijo—. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía El Radio…
—¿Qué quiere? —preguntó el Salvaje, ceñudo.
—Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo… —Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería—. Sólo unas pocas palabras de usted, Mr. Salvaje.
Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó un resorte de la cúspide del mismo y una antena se disparó en el aire; tocó otro resorte del borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono que se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz; se bajó hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado izquierdo del sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos estetoscópicos.
—Al habla —dijo, por el micrófono—, al habla, al habla…
Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.
—¿Eres tú, Edzel? Primo Mellon al habla. Sí, lo he pescado. Ahora Mr. Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje. —Miró a John y le dirigió otra de sus melifluas sonrisas—. Diga solamente a nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a marcharse de Londres (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo, naturalmente, del látigo. —El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo del látigo? Todos estamos deseosos de saber algo de ese látigo. Díganos también algo acerca de la Civilización. Ya sabe. «Lo que yo opino de la muchacha civilizada». Sólo unas palabras…
El Salvaje obedeció con desconcertante exactitud. Sólo pronunció cinco palabras, ni una sola más; cinco palabras, las mismas que habían dicho a Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.
—
Háni!, sons éso tse-ná!
Y agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta (el joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso.
Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía en las calles de Londres. «Un periodista de El Radio Horario recibe de Mr. Salvaje un puntapié en el coxis», decía el titular de la primera página. «Sensación en Surrey».
«Y sensación en Londres, también», pensó el periodista a su vuelta, cuando leyó estas palabras. Y, lo que era peor, una sensación muy dolorosa. Tuvo que tomar asiento con mucha cautela a la hora de almorzar.
Sin dejarse amedrentar por la contusión preventiva en el coxis de su colega, otros cuatro periodistas, enviados por el Times de Nueva York, El Continuo de Cuatro Dimensiones de Francfort, El Monitor Científico Fordiano y El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva violencia.
Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas, el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:
—¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?
—¡Fuera de aquí! —contestó el Salvaje.
El otro se alejó unos pasos y se volvió.
—El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
—
Kohakwa iyathtokyai!
—El dolor es una ilusión.
—¿Ah, sí? —dijo el Salvaje.
Y sujetando una gruesa vara avanzó un paso.
El enviado de El Monitor Científico Fordiano echó a correr hacia su helicóptero.
A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente. John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás, desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer caso de su molesto zumbido (el Salvaje se veía a sí mismo como uno de los pretendientes de la Doncella de Mátsaki, tenaz y resistente entre los alados insectos), el Salvaje trabajaba en su futuro huerto. Al cabo de un tiempo los insectos, por lo visto, se cansaron, y se alejaron volando; durante unas horas, el cielo, sobre su cabeza, permaneció desierto, y, excepto por las alondras, silencioso.
Hacía un calor asfixiante, y había aires de tormenta. John se había pasado la mañana cavando y ahora descansaba tendido en el suelo. De pronto, el recuerdo de Lenina se transformó en una presencia real, desnuda y tangible, que le decía: «¡Cariño!» y «¡Abrázame!», con sólo las medias y los zapatos puestos, perfumada… ¡Impúdica zorra! Pero… ¡oh, oh…! Sus brazos en torno de su cuello, los senos erguidos, sus labios… La eternidad estaba en nuestros labios y en nuestros ojos. Lenina… ¡No, no, no, no! El Salvaje saltó sobre sus pies, y, desnudo como iba, salió corriendo de la casa. Junto al límite donde empezaban los brezales crecían unas matas de enebro espinoso. John se arrojó a las matas, y estrechó, en lugar del sedoso cuerpo de sus deseos, una brazada de espinas verdes. Agudas, con un millar de puntas, lo pincharon cruelmente. John se esforzó por pensar en la pobre Linda, sin palabra ni aliento, estrujándose las manos, y en el terror indecible que aparecía en sus ojos. La pobre Linda, que había jurado no olvidar. Pero la presencia de Lenina seguía acosándole. Lenina, a quien había jurado olvidar. Aun en medio de las heridas y los pinchazos de las agujas de los enebros, su carne recalcitrante seguía consciente de ella, inevitablemente real. «Cariño, cariño… si también tú me deseabas, ¿por qué no lo decías?».
El látigo estaba colgado de un clavo, detrás de la puerta, siempre a mano ante la posible llegada de periodistas. En un acceso de furor, el Salvaje volvió corriendo a la casa, lo cogió y lo levantó en el aire. Las cuerdas de nudos mordieron su carne.
—¡Zorra! ¡Zorra! —gritaba, a cada latigazo, como si fuese a Lenina (¡y con qué frecuencia, aun sin saberlo, deseaba que lo fuera!), blanca, cálida, perfumada, infame, a quien así azotaba—. ¡Zorra! —Y después, con voz de desesperación—: ¡Oh, Linda, perdóname! ¡Perdóname, Dios mío! Soy malo. Soy pérfido. Soy… ¡No, no, zorra, zorra!
Desde su escondrijo cuidadosamente construido en el bosque, a trescientos metros de distancia, Darwin Bonaparte, el fotógrafo de caza mayor más experto de la Sociedad Productora de Films para los sensoramas, había observado todos los movimientos del Salvaje. La paciencia y la habilidad habían obtenido su recompensa. Darwin Bonaparte se había pasado tres días sentado en el interior del tronco de un roble artificial, tres noches reptando sobre el vientre a través de los brezos, ocultando micrófonos en las matas de aliaga, enterrando cables en la blanda arena gris. Setenta y dos horas de suprema incomodidad. Pero ahora había llegado el gran momento, el más grande desde que había tomado las espeluznantes vistas estereoscópicas de la boda de unos gorilas. «Espléndido —se dijo, cuando el Salvaje empezó su número—. ¡Espléndido!».