—¿Cómo se manifiesta actualmente? —preguntó el Salvaje.
—Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.
—Esto es culpa de ustedes.
—Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si…
El Salvaje le interrumpió.
—Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios?
—Pero la gente ahora nunca está sola —dijo Mustafá Mond—. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna vez.
El Salvaje asintió sombríamente. En Malpaís había sufrido porque lo habían aislado de las actividades comunales del pueblo; en el Londres civilizado sufría porque nunca lograba escapar a las actividades comunales, nunca podía estar completamente solo.
—¿Recuerda aquel fragmento de El Rey Lear? —dijo el Salvaje, al fin—: «Los dioses son justos, y convierten nuestros vicios de placer en instrumentos con que castigarnos; el lugar abyecto y sombrío donde te concibió le costó los ojos», y Edmundo contesta, recuérdelo, cuando está herido, agonizante: «Has dicho la verdad; es cierto. La rueda ha dado la vuelta entera; aquí estoy». ¿Qué me dice de esto? ¿No parece que exista un Dios que dispone las cosas, que castiga, que premia?
—¿Sí? —preguntó el Interventor a su vez—. Puede usted permitirse todos los pecados agradables que quiera con una neutra sin correr el riesgo de que le saque los ojos la amante de su hijo. «La rueda ha dado una vuelta entera; aquí estoy». Pero, ¿dónde estaría Edmundo actualmente? Estaría sentado en una butaca neumática, ciñendo con un brazo la cintura de una chica, mascando un chicle de hormonas sexuales y contemplando el sensorama. Los dioses son justos. Sin duda. Pero su código legal es dictado, en última instancia, por las personas que organizan la sociedad. La Providencia recibe órdenes de los hombres.
—¿Está seguro de ello? —preguntó el Salvaje—. ¿Está completamente seguro de que Edmundo, en su butaca neumática, no ha sido castigado tan duramente como el herido que se desangra hasta morir? Los dioses son justos. ¿Acaso no han empleado estos vicios de placer como instrumento para degradarle?
—¿Degradarle de qué posición? En su calidad de ciudadano feliz, trabajador y consumidor de bienes, es perfecto. Desde luego, si usted elige como punto de referencia otro distinto del nuestro, tal vez pueda decir que ha sido degradado. Pero debe usted seguir fiel a un mismo juego de postulados. No puede jugar al Golf Electromagnético siguiendo el reglamento de Pelota Centrífuga.
—Pero el valor no reside en la voluntad particular —dijo el Salvaje—. Conservar su estima y su dignidad en cuanto que es tan precioso en sí mismo como a los ojos del tasador.
—Vamos, vamos —protestó Mustafá Mond—. ¿No le parece que esto es ya ir demasiado lejos?
—Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismos dejarse degradar por los vicios agradables. Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas de valor. He podido verlo así en los indios.
—No lo dudo —dijo Mustafá Mond—. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.
—¿Y en qué queda, entonces, la autonegación? Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.
—Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.
—¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! —dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.
—Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.
—Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran un Dios…
—Mi joven y querido amigo —dijo Mustafá Mond—, la civilización no tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales luchar o que defender, allí, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra persona.
»No existe la posibilidad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.
—Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo? «Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los vientos soplen hasta despertar a la muerte». Hay una historia, que uno de los ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.
—Muy hermoso. Pero en los países civilizados —dijo el Interventor— se puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.
El Salvaje asintió, ceñudo.
—Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los mismos… Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.
El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo hermoso…
—Lo que ustedes necesitan —prosiguió el Salvaje— es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
»Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo… ¿No hay algo en esto? —preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond—. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?
—Ya lo creo —contestó el Interventor—. De vez en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
—¿Cómo? —preguntó el Salvaje, sin comprender.
—Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
—¿S.P.V.?
—Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.
—Es que a mí me gustan los inconvenientes.
—A nosotros, no —dijo el Interventor—. Preferimos hacer las cosas con comodidad.
—Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
—En suma —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
—Muy bien, de acuerdo —dijo el Salvaje, en tono de reto—. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
—Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser atormentado.
Siguió un largo silencio.
—Reclamo todos estos derechos —concluyó el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
—Están a su disposición —dijo.
La puerta estaba entreabierta. Entraron.
—¡John!
Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.
—¿Ocurre algo? —preguntó Helmholtz.
No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.
—¡Oye! —exclamó Helmholtz, solícito—. Tú no te encuentras bien, John.
—¿Te sentó mal algo que comiste? —preguntó Bernard.
El Salvaje asintió.
—Sí. Comí civilización.
—¿Cómo?
—Y me sentó mal; me enfermó. Y después —agregó en un tono de voz más bajo—, comí mi propia maldad.
—Pero, ¿qué te pasa exactamente…? Ahora mismo estabas…
—Ya estoy purificado —dijo el Salvaje—. Tomé un poco de mostaza con agua caliente.
Los otros dos le miraron asombrados.
—¿Quieres sugerir que… que lo has hecho a propósito? —preguntó Bernard.
—Así es como se purifican los indios. —John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente—. Descansaré unos minutos —dijo—. Estoy muy cansado.
—Claro, no me extraña —dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro tono—: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.
—Sí, salimos mañana —dijo Bernard, en cuyo rostro el Salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida—. Y, a propósito, John —prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del Salvaje—, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. —Se sonrojó—. Estoy avergonzado —siguió a pesar de la inseguridad de su voz—, realmente avergonzado…
El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.
—Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo —siguió Bernard, después de un silencio—. De no haber sido por él, yo no hubiese podido…
—Vamos, vamos —protestó Helmholtz.
—Esta mañana fui a ver al Interventor —dijo el Salvaje al fin.
—¿Para qué?
—Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.
—¿Y qué dijo? —preguntó Helmholtz.
El Salvaje movió la cabeza.
—No quiso.
—¿Por qué no?
—Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen —agregó el Salvaje con súbito furor—, que me aspen si sigo siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero. Me marcharé mañana, también.
—Pero ¿adónde? —preguntaron a coro sus dos amigos.
El Salvaje se encogió de hombros.
—A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog’s Back y Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth-Londres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: «¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!», una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.