Un puñado de centeno (21 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Un puñado de centeno
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—¿Dónde está esa anciana? ¿Sigue aquí?

—¿La señorita Marple? ¡Oh, sí!, todavía sigue aquí. Se ha hecho muy amiga de la vieja de arriba.

—Ya. —Neele hizo una pausa antes de agregar—: ¿Dónde está ahora? Quisiera verla.

La señorita Marple llegó a los pocos minutes, bastante sonrojada y respirando agriadamente.

—¿Deseaba usted verme, inspector Neele? Siento haberle hecho esperar. El sargento Hay ha tardado en encontrarme. Estaba en la cocina hablando con la señora Crump. Fui a felicitarla por los pasteles y el delicioso
soufflé
de ayer noche. Tiene muy buenas manos. Sabe, siempre he pensado que es mejor llegar a la cuestión que interesa dando un pequeño rodeo, ¿no le parece? Ya comprendo que eso no reza con usted, porque más o menos tiene que ir directamente al grano para hacer las preguntas que desea. Pero una anciana como yo, que tiene todo el tiempo que quiere, es de
esperar
que charle mucho y sin necesidad. Y la mejor manera de llegar al corazón de una cocinera, yo diría que es alabando su repostería.

—¿De modo que en realidad quería hablarle de Gladys Martin? —dijo el inspector Neele.

—Sí. De Gladys. La señora Crump pudo contarme muchas cosas de la muchacha. No relacionadas con el crimen. No me refiero a eso, sino a su estado de ánimo en estos últimos tiempos, y las cosas curiosas que dijera. Al decir curiosas no me refiero a «extrañas», sino a fragmentos de conversaciones.

—¿Le han servido de ayuda? —quiso saber Neele.

—Sí —replicó la señorita Marple—. Mucho. La verdad, creo que las cosas se están aclarando bastante, ¿no le parece?

—Sí, y no —dijo el inspector.

Observó que el sargento Hay había abandonado la estancia, cosa que le alegraba porque lo que iba a hacer ahora no era muy correcto.

—Escuche, señorita Marple —le dijo—. Quisiera hablar seriamente con usted.

—Diga, inspector Neele.

—En cierto modo, usted y yo representamos dos puntos de vista opuestos, señorita Marple. Confieso que he oído hablar de usted en el Yard. —Neele sonrió—. Parece que usted es muy conocida por allí.

—No sé como ocurre, pero el caso es que muy a menudo me veo mezclada en cosas que verdaderamente
no
me atañen —repuso la señorita Marple sonrojándose—. Me refiero a crímenes y sucesos extraños.

—Goza usted de cierta fama —dijo Neele.

—Claro que
sir
Henry Clithering es un viejo amigo mío.

—Como ya le dije antes —prosiguió Neele—, usted y yo representamos distintos puntos de vista. Al uno pudiéramos llamarle sensato y al otro absurdo.

La señorita Marple ladeó ligeramente la cabeza.

—¿Qué es lo que quiere decir con eso, inspector?

—Bien, señorita Marple, existe un modo cuerdo de ver las cosas. Este asesinato beneficia a ciertas personas. Digamos, a una en particular. El segundo crimen beneficia a la misma persona, y el tercero podemos calificarlo de crimen necesario para conservar la seguridad.

—¿Pero a cuál llama usted el tercero? —preguntó la señorita Marple.

Sus ojos de un azul porcelana muy intenso, miraron astutamente al inspector, que asintió.

—Sí. Ahí puede que encontremos algo. El otro día, cuando el subcomisario me hablaba de estos asesinatos, me pareció ver algo raro en una de las cosas que dijo. Fue lo siguiente: Claro, yo estaba pensando en la canción infantil. El rey en su palacio, la reina en su sala y la doncella tendiendo ropa.

—Exacto —dijo la señorita Marple—. Siguen ese orden, pero Gladys debió ser asesinada
antes
que la señora Fortescue, ¿no es cierto?

—Creo que sí —dijo Neele—. Casi lo aseguraría. El cadáver no fue descubierto hasta muy avanzada la noche, y naturalmente, resultó difícil precisar el tiempo que llevaba muerta. Pero yo también creo que fue asesinada a eso de las cinco, porque de otro modo...

La señorita Marple intervino.

—... Porque de otro modo hubiera llevado la segunda bandeja a la biblioteca.

—Exacto. Entró la bandeja con el té, fue hasta el vestíbulo con la segunda, pero entonces
algo ocurrió
. Ella vio u oyó algo. La cuestión es saber qué sería.
Pudo
ser Dubois bajando la escalera al salir de la habitación de la señora Fortescue.
Pudo
haber sido el novio —de Elaine, Gerald Wright, entrando por la puerta lateral. Fuera quien fuese, le hizo dejar la bandeja y salir al jardín. Y entonces no veo posibilidad alguna de que tardaran en matarla. Hacía frío fuera y sólo llevaba puesto el uniforme.

—Claro que tiene razón —dijo la señorita Marple—. Quiero decir que no se trata de que «la doncella estuviera tendiendo la ropa en el jardín». No pedía estar tendiendo ropa a esas horas de la noche y no hubiera salido a recogerla sin ponerse un abrigo. Todo fue un enmascaramiento como lo de la pinza de la ropa, para hacer que coincidiera con la tonadilla.

—Exacto —repuso el inspector Neele—. Una locura. Ahí es donde no puedo ver las cosas desde su mismo punto de vista. No puedo... me es imposible tragarme eso de la cancioncilla.

—Pero
concuerda
, inspector. Tiene que aceptar que concuerda.

—Encaja, conformes, pero de todos modos el orden está alterado. La canción indica que la doncella fue el tercer cadáver, y nosotros sabemos que fue la reina la tercera que murió. Adela Fortescue fue asesinada entre las cinco y veinticinco y las seis menos cinco. Y a esa hora Gladys ya debía estar muerta.

—Y eso lo altera todo, ¿verdad? —dijo la señorita Marple—. Todo con respecto a la tonadilla infantil... eso es muy significativo, ¿no es cierto?

El inspector Neele encogióse de hombros.

—Es como querer partir un cabello. Los crímenes cumplen las condiciones de la tonadilla, y supongo que es todo lo que se pretendía. Pero eso es desde su punto de vista. Y ahora quiero exponerle el caso, el
mío
señorita Marple. Voy a tachar lo de los mirlos, el centeno y todo lo demás. Voy a guiarme por los hechos concretos, el sentido común y los motivos por los que las personas que están en su sano juicio cometen un asesinato. Primero, la muerte de Rex Fortescue, y
quienes se benefician de su fallecimiento
. Bien, se benefician muchas personas, pero su hijo Percival el que más. Percival no estaba en Villa del Tejo aquella mañana. No pudo haber envenenado el café de su padre, ni nada de lo que tomara para desayunar. O por lo menos, eso es lo que pensamos primero.

—¡Ah! —dijo la señorita Marple—. De modo que
hubo
un método, ¿verdad? He estado pensando mucho sobre ello, y se me ocurrieron varias ideas. Pero, claro, no tengo la menor prueba.

—No hay ningún mal en decírselo, ahora —dijo el inspector Neele—. Pusieron taxina en un tarro nuevo de mermelada... lo sirvieron para desayunar y la parte de encima fue ingerida por el señor Fortescue. Luego ese tarro fue arrojado entre los arbustos y en su lugar era la despensa colocaron otro al que le faltaba una cantidad aproximada. El que encontraron entre los arbustos fue analizado y acabo de recibir el resultado. Contenía taxina.

—De modo que fue así —murmuró la anciana—. Tan simple y fácil.

—inversiones Unidas —continuó Neele— se encontraba en un mal paso. Si la sociedad hubiera tenido que pagar a Adela Fortescue las cien mil libras que heredaba de su esposo, sin duda hubiera quebrado. Y si la señora Fortescue hubiese sobrevivido un mes a su esposo, ese dinero habrían
tenido
que pagárselo. A
ella
no le hubiesen preocupado las dificultades del negocio, pero no le sobrevivió tanto tiempo. Murió, y de resultas de su muerte quien se beneficiaba era el heredero universal de Rex Fortescue. En otras palabras, otra vez Percival Fortescue. Siempre Percival Fortescue. Y a pesar de que podría haber preparado la mermelada, no pudo envenenar a su madrastra ni estrangular Gladys. Según su secretaria, estuvo en su despacho de la ciudad a las cinco de la tarde y no regresó aquí haya las siete.

—Eso lo hace bastante difícil, ¿verdad? —dijo la señorita Marple.

—Imposible —replicó el inspector Neele contrariado—. En otras palabras, Percival queda
descartado
. —Y dejando a un lado su reserva y prudencia habló ahora con cierta amargura, casi olvidándose de su interlocutora—. Me vuelva hacia donde me vuelva, siempre me encuentro la misma persona. ¡Percival Fortescue! Y sin embargo,
no puede
ser Percival Fortescue. —Calmándose un poco agregó—: ¡Oh!, quedan otras posibilidades, otras personas que tuvieron motivos suficientes.

—El señor Dubois, naturalmente —dijo la señorita Marple—. Y ese joven, Gerald Wright. Estoy de acuerdo con usted, inspector. Donde quiera que exista cuestión de
ganancias
, hay que
desconfiar
. Lo que hay que evitar principalmente es el tener una mente confiada.

El inspector sonrió a pesar suyo.

—Siempre hay que pensar lo peor, ¿
no es eso
? —le preguntó. Le parecía una curiosa doctrina procediendo de aquella anciana frágil y encantadora.

—¡Oh, sí! —exclamó la señorita Marple con fervor—. Yo siempre pienso lo peor. Y es muy triste comprobar que casi siempre se acierta.

—Está bien —dijo Neele—, pensemos lo peor. Dubois pudo haberlo hecho, Gerald Wright pudo hacerlo (es decir, si actuaba en combinación con Elaine Fortescue y ella envenenó la mermelada), y supongo que la esposa de Percival también podía haber sido. Estaba aquí. Pero ninguna de las personas que he mencionado liga con los mirlos y el centeno.
Esa
es
su
teoría y puede que tenga razón. De ser así, todo señala a una sola persona, ¿no es cierto? La señora Mackenzie está en una clínica mental desde hace muchos años. No ha podido tocar el tarro de mermelada ni echar cianuro en el té de la tarde Su hijo Donald fue muerto en Dunkerque. Queda su hija, Rudy Mackenzie. Y si su teoría es cierta, si toda esta suerte de crímenes fueron debidos al asunto de la mina del Mirlo, entonces, Rudy Mackenzie debe estar en esta casa, y sólo podría ser una persona.

—Me parece que se muestra usted demasiado categórico —dijo la señorita Marple.

—Sólo una persona —repitió Neele sin prestarle atención.

Y poniéndose en pie se dispuso a salir de la habitación.

2

Mary Dove hallábase en su salita. Era una pequeña habitación austeramente amueblada pero cómoda. Es decir, la propia señorita Dove había hecho que resultara cómoda. Cuando el inspector Neele llamó con los nudillos a la puerta, Mary Dove alzó la cabeza que tenía inclinada sobre un montón de facturas de diversos tenderos, y dijo con voz clara:

—Adelante.

El inspector penetró en la estancia.

—Siéntese inspector. —La señorita Dove le indicó la silla—. ¿Podría aguardar un momentito? El total de la cuenta del pescatero no me parece exacto y debo comprobarlo.

El inspector Neele permaneció en silencio viendo cómo iba cotejando la columna de números. Qué aplomo y seguridad tenía aquella muchacha, pensó. Sentíase intrigado, como tantas otras veces, por la personalidad que encubrían sus ademanes seguros. Intentó descubrir en sus facciones alguna semejanza con la de la mujer que habló con él en el Sanatorio de Los Pinos. El color de su tez no era muy distinto pero no pudo encontrar parecido alguno. De pronto Mary Dove alzó la cabeza y le dijo:

—Bueno, inspector. ¿En qué puedo servirle?

—Usted sabe, señorita Dove —comenzó el inspector con voz reposada—, que hay ciertos factores muy particulares en este caso.

—¿Sí?

—Para empezar, existe la extraña circunstancia del centeno encontrado en uno de los bolsillos del traje que llevaba el señor Fortescue.

—Eso fue muy extraordinario —convino Mary Dove—. La verdad es que no puedo encontrarle ninguna explicación.

—Luego los mirlos. Aquellos cuatro que aparecieron sobre el escritorio del señor Fortescue el verano pasado, y también los que pusieron como relleno en un pastel. Creo que usted ya estaba aquí cuando ocurrieron ambas cosas.

—Sí. Ahora recuerdo. Fue muy desagradable; Me pareció una cosa de muy mal gusto, y sin la menor explicación.

—Tal vez la tenga. ¿Qué sabe usted de la mina del Mirlo?

—No creo haber oído hablar nunca de esa mina.

—Usted me dijo que se llamaba Mary Dove. ¿Es ese su verdadero nombre?

La joven alzó las cejas. El inspector Neele estaba seguro de ver en sus ojos azules una expresión de alarma.

—Qué pregunta más extraordinaria, inspector. ¿Insinúa acaso que mi nombre
no es
Mary Dove?

—Eso es precisamente lo que insinúo. Sugiero —dijo Neele satisfecho—, que su verdadero nombre es Rudy Mackenzie.

Ella le miró fijamente. En su rostro no apareció la menor señal de protesta o Sorpresa. Al cabo de unos instantes dijo con voz tranquila e inexpresiva:

—¿Que espera usted que le diga?

—Por favor, contésteme. ¿Se llama usted Rudy Mackenzie?

—Ya le he dicho que mi nombre es Mary Dove.

—Sí, pero, ¿tiene usted pruebas de ello, señorita Dove?

—¿Qué quiere ver? ¿Mi partida de nacimiento?

—Eso pudiera ayudarnos o no. Quiero decir que usted podría estar en posesión de la partida de nacimiento de
una
Mary Dove. Que pudiera ser amiga suya o bien alguien que hubiera muerto.

—Sí, existen muchas posibilidades, ¿no le parece? —En la voz de Mary Dove vibraba el regocijo—. Es todo un dilema para usted, ¿verdad, inspector?

—Tal vez sean capaces de reconocerla en el Sanatorio de Los Pinos —dijo Neele.

—¡El Sanatorio de Los Pinos! —Mary enarcó las cejas—. ¿Qué es y dónde está eso?

—Creo que lo sabe usted muy bien, señorita Dove.

—Le aseguro que ignoro de qué me habla.

—¿Y niega rotundamente ser Rudy Mackenzie?

—La verdad es qué no quiero negar
nada
. Creo, inspector, que es usted quien debe probar que yo
soy
esa Rudy Mackenzie, sea quien fuere. —Sus ojos azules le miraban divertidos y retadores, y sin apartarlos de los suyos le dijo: Si, eso es cosa suya, inspector. Pruebe que soy Rudy Mackenzie, si puede.

Capítulo XXV
1

—Esa anciana le anda buscando señor —dijo el sargento Hay en tono de misterio mientras Neele bajaba la escalera—. Parece ser que tiene muchas cosas que decirle.

—Rayos y centellas —exclamó el inspector Neele.

—Si, señor —repuso Hay sin mover un solo músculo de su rostro.

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