Un secreto bien guardado (20 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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Fue entonces cuando se me ocurrió una idea maravillosa...

10.- Amy

1939-1940

Sólo unas pocas docenas de personas iban cada día de Pond Wood a Liverpool, o a estaciones intermedias, y menos aún viajaban en la otra dirección, hacia Wigan. Un autobús especial llevaba a los niños a la escuela en Upholland, pero para los demás habitantes del pequeño pueblo que no tenían coche, el único medio de locomoción era el tren. Los propietarios de coches se estaban dando cuenta de que no podían arreglárselas con la escasa ración de gasolina, así que el número de pasajeros iba creciendo rápidamente.

Por las mañanas, Amy cogía el tren de las siete y cuarto en la estación de Exchange. Cuando bajaba en Pond Wood, media hora más tarde, había poca gente esperando en el andén dos para que el mismo tren los llevara a Wigan. Siempre estaba nevando, a punto de nevar o acababa de hacerlo. Como la taquilla no estaba abierta tan temprano, había que comprar los billetes el día anterior o pagar al final del trayecto. Algunas personas tenían un bono.

A las ocho y veintisiete un pequeño grupo de pasajeros se cobijaba en la sala de espera del andén uno mientras esperaban el siguiente tren a Liverpool, entre ellos el señor Clegg, un corredor de Bolsa que llevaba bombín y un paraguas, y la señorita Feathers, una secretaria de la Liverpool Victoria Friendly Society El resto eran sobre todo chicas y unos cuantos chicos que trabajaban en las grandes tiendas u oficinas de Liverpool. También estaban Ronnie y Myra McCarthy, que bajaban en Sandhills y cogían otro tren para llegar a sus escuelas secundarias en Waterloo, y los grandes amigos Benny Carter y Andrew Woods, que sólo iban hasta la siguiente parada, Kirkby, donde trabajaban en la fábrica de municiones.

Durante el resto de la mañana, aparecía más gente, sobre todo mujeres, algunas con niños pequeños, que iban a las tiendas de la ciudad, al mercado de Wigan o a visitar a sus parientes. Amy les daba a los niños un caramelo y ayudaba a subir los cochecitos a la cabina del revisor.

El sábado, los trenes iban ocupados sobre todo por hombres que iban a ver los partidos de fútbol o de rugby y por jóvenes que iban a bailar al salón Reece o a una sesión temprana de cine. El último tren de Liverpool que se detenía en Pond Wood salía de la estación de Exchange a las cinco y cuarto. Se podía coger un tren mucho más tardío hasta Kirkby y caminar los cuatro kilómetros que separaban ambas estaciones; pero incluso los que estaban dispuestos a enfrentarse a la caminata nocturna vacilaban ante la idea de hacerlo con la inevitable tormenta de nieve o abriéndose paso entre fuertes vendavales.

No había un
pub
cerca. Cuando Amy se iba a casa, la mayoría de la gente estaba en sus hogares y no había un atisbo de luz a la vista. Pond Wood se convertía en una ciudad fantasma en miniatura, extrañamente bella a la luz de la luna. Durante todo el tiempo que estuvo allí, nunca se aventuró lejos, por si sonaba el teléfono. Sólo conocía de oídas las casas del pueblo, al parecer minúsculas casitas con tejados de brezo, que pocas mejoras habían visto desde que fueron construidas en el siglo XIX, los caserones aislados situados en terrenos particulares, y casas más modestas entre medias. También había unas cuantas granjas dispersas.

Cuando se iba a casa, siempre dejaba las salas de espera abiertas porque William Maxwell le había dicho que a veces las usaban las parejas jóvenes. No había descubierto aún indicios de que nadie hubiera estado allí, lo que no era de extrañar dado el tiempo que hacía.

La estación estaba cerrada los domingos, el único día libre de Amy. Se quedaba en la cama hasta la hora de la última misa, luego iba a Agate Street a comer y regresaba pronto a casa para limpiar el piso y hacer la colada. Aparte de los sábados por la noche, cuando su suegro la recogía a veces en la estación de Exchange y la llevaba a cenar, esa era ahora la rutina de su vida, y suponía que la de Barney era igual de poco emocionante.

Pasaron tres semanas. Se aprendió el nombre de cada pasajero, y ellos conocían el suyo. A medida que el tiempo refrescaba y la nieve se espesaba, los invitaba a entrar en la taquilla para esperar al tren frente al fuego; lo primero que hacía cuando llegaba era encenderlo. William decía que antes de la guerra en invierno también se encendían fuegos en las dos salas de espera, pero ahora no había combustible. Amy se sintió aliviada. No había encendido fuegos antes, y con encender uno tenía suficiente Susan Conway, que se había casado con un trabajador de una granja y vivía en una pequeña casa, iba a la estación al menos una vez al día con el bebé para charlar. Echaba de menos Liverpool con toda su alma, y no había nada que le gustara más que hablar de la ciudad; exclamaba: «¡Qué coincidencia!» cuando descubría que Amy y ella habían ido al mismo cine o habían caminado por la misma calle, como si Liverpool tuviera ciento cincuenta kilómetros de largo y de ancho y las probabilidades de que ambas hubieran ido a los mismos sitios fueran muy remotas.

Barney no volvería a casa en Navidad. Iba a tener un pase de cuarenta y ocho horas; pero tratar de llegar desde Aldershot, donde estaba destinado, hasta Liverpool y estar de vuelta en dos días, con el tiempo que hacía, era impensable. Amy conocía mejor que nadie las dificultades que estaban encontrando los trenes, con las vías cubiertas de nieve, los túneles bloqueados y las señales demasiado heladas para moverse.

Algunas calles estaban impracticables. En Liverpool, durante las nevadas más fuertes, la nieve llegaba a cubrir por completo las ventanas de las plantas bajas de los edificios, dando a sus moradores la sensación de vivir en un iglú cuando descorrían las cortinas por la mañana.

Los trenes de Amy (se sentía inclinada a pensar en los trenes que pasaban por la estación como suyos) a menudo se retrasaban.

«En cualquier caso», le escribió a Barney, «parece que la estación tiene que estar abierta el día de Navidad, aunque dudo mucho que la gente la use. Puedo irme un poco antes, en el de las cuatro y veintisiete en lugar de en el de las seis y veintisiete, pero eso es todo. Elspeth, la mujer de William, me va a traer un poco de pavo. Nunca he tomado pavo y estoy deseando probarlo».

No podía dejar de pensar que, si no hubiera sido jefe de estación, podría haber ido a Surrey a ver a Barney, y no le hubiera importado tardar una semana en volver a Liverpool.

El regalo que él le mandó fue un reloj de pulsera de oro con la correa extensible. Parecía increíblemente caro. «Es un reloj de cóctel», explicaba en la carta. Amy lo llevaba puesto todo el tiempo, aunque se preguntaba si debería reservarlo para los cócteles. Ella le compró unos guantes de cuero forrados de piel y deslizó un rollito de papel en cada dedo en el que le decía cuánto lo amaba. Empezó a tejerle una bufanda; mamá le estaba enseñando a hacer punto. Él prometió que trataría de llamar por teléfono el día de Navidad, pero no tenía ni idea de a qué hora.

Cathy escribió desde Keighley en Yorkshire para decir que lo estaba pasando fenomenal. Trabajaba en la oficina financiera y estaba aprendiendo a escribir a máquina: «Las chicas con las que estoy destinada son increíbles. Vamos al
pub
casi todas las noches menos los sábados, que hay baile en la base. Los soldados vienen en autobuses desde kilómetros de distancia, y suele haber diez hombres por cada chica. Pero lo que más me gusta es tener una cama para mí sola. De verdad, Amy, es genial poder dormir sola...».

Harry había terminado su entrenamiento básico y estaba en un campamento junto a Leeds. Se rumoreaba que su compañía sería enviada a Francia después de Navidad.

Amy miró el desvaído mapa clavado en la pared de la taquilla y descubrió que Keighley y Leeds no estaban muy lejos uno de otro. Sospechaba que Harry no era muy feliz en el Ejército, de modo que le escribió y le dijo dónde se encontraba Cathy. Si estaba interesado, podía ir a verla.

Llegó a Pond Wood el día de Navidad bajo una tormenta de nieve y encontró varios paquetes esperándola delante de la puerta de la taquilla. La señorita Feathers le había tejido un encantador forro para la tetera; Andrew Carter y Benny Roberts le habían comprado una caja de bombones Cadbury's, y Elsie Paddick, que iba al baile de Reece todas las semanas, le había dejado un frasco de Evening in Paris. Amy ya no usaba perfumes baratos como Evening in Paris y decidió regalárselo a una de sus hermanas, pero cambió rápidamente de idea. Era un gesto muy amable. ¿Cómo iba a regalar el perfume? Se perfumó generosamente antes de ir a encender el fuego y dar cuerda al reloj.

Más tarde salió el sol y, durante un instante, Pond Wood resplandeció brillante. Llegaron más regalos. El señor Clegg, que llevaba puesto un pasamontañas que le daba un aspecto raro, en lugar de su habitual bombín, trajo una botella de oporto; Myra McCarthy le regaló una porción de pastel de Navidad, y una mujer a la que no reconoció vino con una naranja. «Usted siempre le da un caramelo a mi nieta cuando su madre la lleva al hospital», dijo. «Le estoy muy agradecida».

Susan Conway, su marido y sus hijos llegaron a tiempo de coger el tren de las doce y veintisiete a Sandhills.

—Vamos a cenar a casa de mi madre —susurró Susan cuando compró los billetes—. He conseguido convencer a John para que nos quedemos a pasar la noche. Estoy emocionadísima. —John era un individuo rústico, de unos treinta años, que parecía haberse quedado mudo al ver a una jefe de estación.

Amy vendió más billetes de los que esperaba, pues la gente que se iba a ver a sus parientes. A la una, Elspeth llegó con el almuerzo: pavo asado con patatas y toda su guarnición.

—Cogí las coles de Bruselas esta misma mañana —dijo la mujer. Se sentó en el sillón y le puso al día de todos los cotilleos locales mientras Amy comía. Gladys Planter iba a tener un niño, pero Doris Sparrow no—. Todo el mundo pensaba que estaba embarazada, pero sólo estaba engordando. Se pondrá como un elefante si no se cuida. Oh, y a Peter Alton le robaron una gallina. Sospecha que alguien de Kirkby se la llevó para la cena de Navidad.

En cuanto Amy acabó, Elspeth dijo que debía irse con Willie. Cogió el plato y se marchó canturreando alegremente.

Amy se preguntó qué hacían con sus vidas. No tenían hijos ni radio, su casa no tenía gas ni electricidad, y, que ella supiera, no usaban nunca el tren. Elspeth cocinaba mucho y William cuidaba de su gran jardín, pero eso era todo lo que ella sabía. ¿Leerían, jugarían a las cartas, cantarían himnos? ¿Tendrían algún tipo de vida social? Sólo pensar en ello la deprimía.

El tren de las tres y cuarenta y cinco llegó de Liverpool, y Amy habría jurado que había oído la excitada charla antes de que el tren se hubiera detenido, así que no se sorprendió al ver bajar a sus hermanas, aunque se sintió sumamente conmovida. ¡Qué bien que hubiesen hecho todo aquel trayecto para verla el día de Navidad! Llevaban sombreros, guantes y bufandas casi idénticos, tejidos con un complicado punto irlandés.

—Barney nos los mandó por Navidad —explicó Biddy—. Y a mamá le envió un precioso juego de polvera esmaltada y barra de labios. Cada vez que la miro se está empolvando la nariz y pintándose los labios.

—Ha invitado a un tipo horrible a cenar —gritó Jacky—. Se llama Billy Martin. Hemos tenido que quitarnos de en medio.

—No deja de hablar —exclamó Biddy, que siempre veía la paja en el ojo ajeno.

Jacky soltó una risita.

—¡Nos ofreció cigarrillos!

—Se va a quedar a cenar y eso —dijo Biddy—. Creo que está derretidito por sus huesos.

—¿Derretidito? —preguntó Amy. Aparte de Barney y mamá, no podía haberse alegrado más de ver a alguien.

—Sí. Que se muere por ella, vamos —explicó Biddy—. ¡Dios mío, Amy, qué deprimente es este sitio! Es como el fin del mundo.

—Vamos a la taquilla, que está en el otro andén. Se está muy bien, y calentito. —Al cabo de tres cuartos de hora tendrían que coger el tren de las cuatro y veintisiete de vuelta a Liverpool, pero aún quedaba tiempo para divertirse un poco.

Abrió el oporto y los bombones, y dividió el pastel en tres pedazos. Apenas bebió; estar a cargo de la estación bajo los efectos del alcohol podría ser una irresponsabilidad.

Estaban cantando
Jingle Bells
cuando llamaron a la puerta. Amy abrió y fuera estaba Peter Alton. Llevaba un sombrero negro de ala ancha, abrigo de
tweed
hasta los tobillos y botas de goma.

—Te he traído unos huevos. —Le tendió una caja de cartón—. Feliz Navidad, Amy —farfulló.

—¡Huevos! —musitó Amy débilmente. La ración de huevos era de uno a la semana, y esa caja era lo bastante pesada como para contener una docena—. Gracias. Muchísimas gracias. Estas son mis hermanas, Jacky y Biddy —las señaló con un gesto de la mano. Las chicas estaban apretujadas en el sillón, con las bocas abiertas porque estaban cantando un villancico—. Este es Peter Alton; es granjero. Entra, Peter. ¿Te apetece un vaso de oporto?

—Sí, gracias. —Parecía encantado de que lo invitaran—. El plan que me espera en casa es un aburrimiento. Mi hermana y mi cuñado han traído diapositivas de Grecia para enseñárnoslas.

—Suena aburridísimo —dijo Jacky comprensiva. Miraba a Peter como si quisiera comérselo—. Siéntate —añadió, al tiempo que daba palmaditas al brazo del sillón.

Sonó el teléfono, con un timbre tan fuerte y penetrante que todos dieron un respingo. Amy rezó para que no fuera un mensaje que anunciara que el tren de las cuatro y veintisiete llegaría tarde; era su suegro, que quería que supiera que tenía la intención de recogerla en la estación de Exchange y llevarla a cenar.

—¿Qué tal el Adelphi? ¿Te apetece?

—Me habría apetecido, pero Barney me dijo que llamaría hoy y quiero estar en casa. —Por la misma razón no iría a ver a su madre. Se preguntaba qué estaría haciendo Elizabeth Patterson el día de Navidad, para permitir que su marido cenara con otra persona.

—Entonces te llevaré la cena —zanjó con una voz que no daba lugar a discusión alguna.

Colgó. Jacky y Peter parecían entenderse estupendamente; a Biddy, en cambio, se le veía un poco irritada. A lo lejos, Amy oyó el chasquido de la señal que indicaba que el tren estaba llegando.

Jacky le estaba diciendo a Peter:

—¿Por qué no te vienes con nosotras? Podrías dormir en la cama de Charlie. Se casó en septiembre y se marchó de casa —explicó apresuradamente.

Amy empezó a recoger. Les dijo a las chicas que se pusieran los abrigos. Peter preguntó si podía usar el teléfono. Le comunicó a la persona que contestó que no volvería hasta el día siguiente, y colgó rápidamente antes de que le hicieran preguntas.

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