Un secreto bien guardado (35 page)

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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

BOOK: Un secreto bien guardado
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—Lo mismo te digo. ¿Lo de ser maestra va en serio? —Reggie la miró seductor—. ¿Sería posible convencerte de que te casaras con un dentista que quiere tener media docena de críos? Podría reducir la cantidad a dos si te parecen demasiados.

Cathy visualizó el bonito pueblo, a los niños, una vida cómoda, pero no se sintió tentada lo más mínimo.

—Va muy en serio, Reg. Aunque me conmueve de verdad que quieras casarte conmigo. —Lo quería, pero no lo suficiente—. Sabes por qué no puedo.

—¿Es por Jack? —Cathy asintió, y él continuó diciendo—: No puedes pasarte el resto de tu vida languideciendo por él, Cath.

—No languidezco por él —repuso Cathy monótonamente—. Está muerto y lo he asumido. Es sólo que no quiero casarme con nadie si no puedo casarme con él.

—Pero ¿te lo pensarás?

Cathy le prometió que lo haría, a sabiendas de que su respuesta siempre sería la misma.

—¿Queda limonada? —Moira Curran no preguntaba a nadie en particular cuando entró en la casa de Agate Street, seguida de cerca por su amiga Nellie Tyler.

—No sé, mamá —contestó Jacky, su hija mediana.

—¿Quieres que vayamos a comprar? —se ofreció Biddy.

—No hace falta, cielo. Si la nuestra se ha acabado, alguien tendrá más.

—Se ha acabado, Moira —gritó Nellie desde la cocina.

—¿Os apetecería tomar un jerez a ti y a Nellie, mamá? —preguntó Amy.

—No diré que no, cielo. ¿Y tú, Nellie?

Nellie sonrió, un tanto piripi.

—Tampoco diré que no.

En la calle se estaba celebrando el final de la guerra y aquel día, 8 de mayo, era día de fiesta. Sin un trabajo al que acudir, las hermanas se habían reunido alrededor de la mesa en casa de su madre para charlar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que las tres estuvieron juntas durante un rato largo. Jacky pasaba casi todos los fines de semana con la familia de Peter en Pond Wood, y el novio de Biddy, Derek O'Rourke, aprendiz de bombero, vivía junto al mar en Birkenhead. Se iban a casar a finales de junio.

—Me gustaría tener un niño lo antes posible —dijo Jacky después de que su madre y Nellie Tyler hubieran salido de la casa un poco más borrachas de como habían entrado—. Vamos a tratar de ir a por uno en cuanto desmovilicen a Peter. —Desde que Peter se había incorporado a la Marina, habían conseguido verse cada pocos meses.

—Yo también querría. —Por mucho que lo intentara, Amy no se imaginaba a Barney de vuelta en casa. Podía decirlo, las palabras le salían fácilmente de la boca, pero que Barney estuviera de verdad allí era otra cosa completamente distinta.

Entre ellas reinaba un aire de silenciosa satisfacción. Mulholland ya no fabricaba vehículos para el Ejército, y a Amy le habían permitido marcharse. Quería estar en casa todo el tiempo cuando Barney volviera al fin. Como había señalado Jacky, la guerra había terminado: los bombardeos habían cesado; no se hundirían más barcos ni se derribarían más aviones; no morirían más mujeres ni hombres.

—Eso no es cierto —le recordó Amy—. Sólo ha acabado la guerra en Europa. Aún hay que ganar a Japón.

—Lo olvidé —murmuró Jacky lúgubremente. Retazos de canciones entraban en la casa por la puerta abierta. Estaban cantando
Cuando las luces vuelvan a encenderse por todo el mundo.
Era un día magnífico, soleado y caluroso; tan magnífico, observó Amy, como el día en que se había declarado la guerra, hacía seis años.

—¿Te apetece un té? —preguntó Biddy.

—Me encantaría —contestó Amy—, pero ¿tiene mamá té suficiente?, ¿y leche?

—Hay mucho de las dos cosas. Yo he traído té, y Jacky trajo la leche.

—Es leche fresca, directa de la vaca. La cogí de la granja esta mañana.

Amy frunció el ceño.

—Nunca me acuerdo de traer nada.

—Ya nos hemos dado cuenta, ¿verdad, Jacky? —dijo Biddy severamente.

Jacky sonrió.

—No importa, hermanita, tus regalos de Navidad compensan lo de la leche, el té y demás. El broche que me regalaste el año pasado ha causado admiración, y la gente sigue mirando fascinada el bolso que me trajiste de Londres hace unos años.

Biddy asintió.

—Así que puedes tomarte un té sin sentirte culpable.

Amy se puso de pie. De acuerdo. Pero lo haré yo, ya que no he traído nada para Contribuir.

Estaba en la cocina cantando bajito
Tuya hasta que las estrellas pierdan su gloria
junto con la bulliciosa muchedumbre de fuera, cuando sus hermanas entraron.

—Alguien ha venido a verte —anunció Jacky.

—Lo hemos pasado al salón, que es más discreto —le dijo Biddy.

Amy no había entendido del todo lo que le habían dicho cuando abrió la puerta del salón. Pensó que se referían a Leo —aunque las dos hermanas lo conocían bien y no era probable que lo llevaran al salón—, así que no estaba preparada para ver a la persona que estaba allí.

—¡Barney! —Le salió mitad gruñido, mitad gemido.

Cuando pensaba que aquella cosa imposible sucedería, que Barney volviera a casa, lo imaginaba vestido de uniforme, quizá incluso con el capote que había pertenecido a la persona cuyo nombre empezaba por W; sin embargo, llevaba un elegante traje gris marengo, una camisa color crema y una corbata marrón. Se quedó mirando a aquel extraño. Un Barney pálido y de ojos hundidos le devolvió la mirada. Él alzó los brazos. Era un gesto blando y sus brazos apenas alcanzaron el nivel de su cintura, pero fue suficiente para Amy, que se arrojó sobre él.

—¡Oh, Barney! —Se agarró a él, sollozando contra su cuello, mojando la corbata y el cuello de su camisa. Él la rodeó con sus brazos, tan fuerte que ella apenas podía respirar. Luego él también se echó a llorar.

Amy no sabía cuánto tiempo permanecieron en el salón abrazados, sin hablar apenas. La gente entraba y salía de la casa, la fiesta en la calle cada vez era más ruidosa y los cánticos más fuertes. Dos hombres se pelearon, un balón de fútbol estuvo rebotando contra el muro durante sus buenos diez minutos, los pies golpeaban con fuerza la acera mientras hombres y mujeres bailaban una jiga irlandesa.

Y ellos, Amy y Barney, se quedaron sentados inmóviles, incapaces de creer que la guerra había acabado, que volvían a estar juntos al fin. Tendrían que volver a conocerse desde el principio, y Amy tenía la sensación de que iba a ser más difícil que la primera vez.

Era casi junio y el día 1 sería el cumpleaños de Amy: cumpliría veinticuatro años. Barney sugirió que fueran a algún sitio especial para celebrarlo.

—No se me ocurre ningún lugar especial —dijo Amy—, a menos que tengamos una luna de miel tardía en Londres. —Él le había prometido que volverían cuando su primera y última visita se había visto interrumpida.

—Iremos a Londres un día —le aseguró Barney—, pero todavía no. Papá me está enseñando cómo funciona el negocio. —Había empezado a trabajar con su padre, tras olvidar que quería hacer algo emocionante después de la guerra—. Esta semana estaré en el departamento de soplado de vidrio, es fascinante contemplarlo.

—¿Estás aprendiendo a soplar vidrio? —Amy esperaba que no fuera una pregunta estúpida.

—No, sólo veo cómo lo hacen —contestó él impaciente, como si la pregunta fuese, efectivamente, estúpida—. Soplar vidrio es un oficio. Lleva años aprenderlo. Te diré una cosa. Vayamos a Southport, al muelle donde nos conocimos aquel domingo de Pascua. Me parece que ha pasado una eternidad desde entonces.

—Me encantaría. —Estaba deseando hacer cualquier cosa que pudiera normalizar de nuevo su relación, que evitara que él estuviera tan distante y frío. Sólo en la cama, en la oscuridad y bajo las mantas, era el viejo Barney Pero únicamente mientras hacían el amor. Antes y después no decía una palabra, sólo la agarraba y la soltaba. Fumaba mucho y no hablaba nunca sobre su estancia en el campo de prisioneros de guerra.

Era Amy la que empezaba todas las conversaciones. Al menos, hasta que a Barney se le ocurrió la idea de ir a algún sitio especial el día de su cumpleaños.

—Es una lástima que Harry no esté aquí —dijo ella—. Cathy estará en casa unos días y sería agradable que nos viéramos los cuatro. Podríamos ir en tren. —Pasarían meses, años incluso, antes de que hubiera gasolina y la gente pudiera usar de nuevo el coche.

—Mmm —murmuró Barney sin mucho interés.

Ocurrió que, unos días antes del cumpleaños de Amy, Harry volvió a Inglaterra por primera vez desde el Día D con un permiso de cinco días.

E1 tiempo era inusitadamente frío para ser junio. Un viento helado levantaba la arena de Southport, colándose entre la ropa de las pocas personas que paseaban por el muelle. Esta vez parecía que eran Cathy y Harry los que querían estar solos, mientras que Amy y Barney los seguían sin nada que decirse.

Cathy y Harry no se habían visto desde la fiesta en Keighley las primeras Navidades de la guerra. Habían ocurrido muchas cosas desde entonces, la más importante que Cathy hubiera conocido a Jack, que había muerto al lado de Harry en Egipto. Estaban desesperados por compartir sus recuerdos del hombre que había sido el amor de una y el mejor amigo del otro.

Amy deseó que ella y Barney hubieran ido solos. La presencia de la otra pareja sólo parecía subrayar lo mal que se entendían. Se quedó bastante complacida cuando él la agarró del brazo y dijo:

—Vayamos hasta el extremo del muelle. Vamos.

La vista era desoladora, el mar de Irlanda brillando a lo lejos oscuro como peltre, mientras la arena se extendía ante ellos, húmeda y poco acogedora. No había un alma a la vista. Barney inspiró y exhaló el aire con un suspiro satisfecho. Sus ojos barrieron el horizonte muy lentamente.

—Esto tiene buen aspecto —dijo—. Desearía poder vivir aquí el resto de mi vida. Me hubiera gustado que no dejaras el piso, Amy —añadió de mal humor.

Odiaba el bungaló. Las habitaciones eran demasiado pequeñas, el tupido seto que rodeaba la propiedad apenas dejaba entrar la luz, mientras que desde las ventanas del piso la vista no tenía límites, sólo los tejados de las casas cercanas y un cielo azul infinito. La nueva casa lo hacía sentir como si estuviera aún preso.

—Busquemos otra casa —sugirió Amy.

A ella tampoco le entusiasmaba el bungaló. Habría estado encantada de mudarse a otra parte, pero Barney se comportaba de manera extraña.

—No importa —decía malhumorado—. Supongo que me acostumbraré.

De pie al final del muelle de Southport, de pronto le pasó el brazo por los hombros.

—Lo siento, cariño. Soñaba con volver a casa, pero ahora he vuelto y no consigo acostumbrarme. No puedo acostumbrarme a estar entre cuatro paredes. Siento que necesito vivir al aire libre, en lo alto de una montaña, donde pueda caminar en cualquier dirección sin que nada me detenga.

Amy le besó la barbilla. Esperaba demasiado de él. Había estado confinado durante cinco largos años y pasaría mucho tiempo hasta que se adaptara a la libertad. Hasta entonces ella sólo tenía que ser paciente.

—¿Queréis coger una pulmonía? —Cathy y Harry los habían seguido hasta el extremo del muelle. Ambos vestían de civil. No había nada que indicase que habían pasado los últimos seis años de uniforme. Cathy llevaba su pelo liso sujeto por un pañuelo y las manos metidas en los bolsillos de su cálido abrigo de
tweed,
con el cuello vuelto hacia arriba.

—Ojalá me hubiera puesto el abrigo de visón —rio—. Por favor, ¿podemos ir a algún sitio a tomar algo caliente?

Para entonces ya había más gente por allí. Media docena de niños hacían carreras de banco a banco; dos hombres pescaban; una pareja mayor, que llevaba chaquetas de punto a juego, arrojaba pan a las gaviotas.

Barney tomó la iniciativa.

—Tomemos un té en el sitio al que fuimos la última vez, y luego vayamos a pasear a Lord Street y a comer. ¿Alguien sabe qué películas ponen esta semana?


Perdici
ó
n,
con Barbara Stanwyck y Fred MacMurray y
D
í
as sin huella,
con Ray Milland —dijo Cathy rápidamente, añadiendo—: lo miré en el
Echo
anoche.

Barney paseó la vista de un rostro a otro.

—¿Cuál vamos a ver?

—Votemos —sugirió Harry.

—¿Qué pasa si cada película se lleva dos votos? —preguntó Barney.

—Entonces le pediremos a Amy que lo eche a suertes y ella querrá ver la película que pierda —dijo Cathy—. Tiene esa costumbre —explicó cuando los hombres le miraron sorprendidos—. Al menos la tenía.

Amy recordó que la última vez que lo hizo fue en Southport, en un café en Lord Street donde ella y Cathy se tomaron un té. No recordaba los títulos de las películas, pero Charles Boyer salía en una y Humphrey Bogart en la otra. Lo habían echado a suertes y había ganado Charles Boyer, pero ella quería ver a Humphrey Bogart, así que Cathy cedió. Nunca hubiera imaginado que cuando fueron a ver la película unas horas más tarde, lo haría con Barney. Ese día su vida cambió para siempre. Ese día su vida seguía cambiando. Quizá deberían volver los cuatro al cabo de otros seis años. Se preguntaba qué habría pasado para entonces.

17.- Pearl

Junio, 1971

Había olvidado lo mucho que odiaba el zoo. Si Rob sugería que volviéramos, le diría que llevara él solo a Gary. Había algo muy cruel en el hecho de mantener en jaulas a los animales salvajes. Uno de los pocos recuerdos que tenía de mi padre era que él se sentía igual. Supongo que tenía que ver con haber estado tanto tiempo en el campo de prisioneros de guerra.

Fue un alivio cuando Gary lo hubo visto todo. Rob le preguntó si le gustaría dar otra vuelta, pero él dijo que no.

—Tengo hambre —anunció—. Tengo hambre de salchichas y patatas fritas.

Fuimos en coche hasta Chester —habíamos ido en el de Rob— y buscamos un restaurante adecuado, donde pedí bacalao y patatas fritas. Era casi un festín, porque Marion consideraba poco saludables las frituras; nunca hacía patatas fritas, y «rebozar» era una palabra malsonante en casa.

Ese día, me sentí corno si estuviera dividida en dos. Una mitad de mí quería estar con Rob y la otra mitad ansiaba estar con mi madre. Mis sentimientos habían cambiado radicalmente desde el día anterior. Nunca hubiera imaginado que nos llevaríamos tan bien. Ya me estaba sintiendo protectora hacia ella, y me hacía verdadero daño pensar que había pasado todos aquellos años en la cárcel. Ese día era su cumpleaños —cumplía cincuenta—, pero había insistido en que no quería celebraciones.

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