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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (2 page)

BOOK: Un talento para la guerra
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Evocaban ambos tiempos mejores —según la costumbre de los hombres de la Edad Media que se reencontraban después de un largo tiempo—, cuando de pronto el abad cambió de tema:

—Cam —dijo, levantando un poco la voz por encima del ruido del viento—, hiciste bien.

Chulohn sonrió. Thasangales tenía talento: su capacidad para levantar y mantener conventos no iba en detrimento de su aura de santidad. Era un administrador soberbio y un orador persuasivo, precisamente la clase de hombre adecuado para representar a la Iglesia y a la orden. Pero carecía de ambición. Por eso había vuelto a San Antonio cuando se le presentó la oportunidad. Y allí había pasado toda una vida.

—La Iglesia me ha hecho mucho bien, Mark, y a ti también.

Miraron desde la cumbre de la montaña hacia el lugar donde estaba la abadía. El valle adquiría un color castaño al aproximarse el invierno.

—Siempre he pensado que querría pasar aquí un par de años. Tal vez para enseñar teología. O poner en orden mi vida.

—La Iglesia precisa cosas más importantes de ti.

—Quizá. —Chulohn miró detenidamente su anillo, emblema de su oficio, y suspiró—. Trabajé mucho para esto. Tal vez el precio haya sido muy alto.

El abad superior no emitió señales de aprobación ni desaprobación; solo se mantuvo firme esperando la complacencia de su obispo. Chulohn suspiró:

—Realmente no apruebas el camino que he tomado.

—No he dicho tal cosa.

—Tus ojos sí. —Chulohn sonrió.

Una repentina ráfaga de viento sacudió los copos de nieve de los árboles.

—Primero de año —anunció Thasangales.

El valle de San Antonio está ubicado en el lugar más alto de los dos continentes de Albacora. (Hay quienes dicen que el mundo pequeño y compacto consta casi exclusivamente de terreno elevado.) Pero para los ojos de Chulohn era uno de los lugares especiales de Dios, una mezcla de bosques, piedras y nieve. El obispo había crecido en esta clase de paisaje, en la áspera Dellaconda, cuyo sol estaba tan lejano que no podía verse desde San Antonio.

De pie en medio de esa antigua barbarie, sintió emociones olvidadas hacía más de treinta años. Las ideas de la juventud. ¿Por qué eran mucho más reales y nítidas que todas las que vinieron luego? ¿Cómo podía ser que, habiendo cumplido sus sueños, incluso con creces, aún se sintiera insatisfecho?

Se arrebujó con el abrigo al tiempo que sentía un repentino gusto a hielo.

Era un lugar inquietante, entre picos nevados. De algún modo que él no lograba dilucidar, desafiaban el cálido bienestar de la capilla. Hubo un poco de ajetreo durante el regreso: un grupo de fieles entusiastas, que decía hablar en nombre de Cristo, le pidió que vendiera las iglesias y entregara el fruto a los pobres. Pero Chulohn, que amaba los páramos por lo temibles que eran, estaba convencido de que las iglesias eran refugios contra la majestad intimidadora del Todopoderoso.

Contempló la fuerza amenazadora de la nieve.

Algunos seminaristas dejaron el refectorio y se apresuraron a entrar en el gimnasio. La repentina actividad sacó a Chulohn de sus cavilaciones.

Miró a Thasangales.

—¿Tienes frío? —le preguntó.

—No.

—Entonces veamos el resto de los lugares.

Poco había cambiado desde que el obispo fuera ordenado allí. Las grutas, los prados y los grises muros sombreados comprimían las décadas. ¿Había transcurrido casi la mitad de su vida desde aquellas correrías hasta el refectorio para buscar cerveza? ¿Realmente había pasado tanto tiempo desde las escapadas a Blasinwel y los inocentes flirteos con las mujeres del lugar? ¿Desde que se bañaba desnudo en los arroyos? (Dios mío, ¿cómo podía sentir todavía la mordedura sensual del agua helada en los flancos?) Por aquel entonces, todo eso había resultado deliciosamente pecaminoso.

El camino pedregoso, cubierto ligeramente por la nieve, crujía de un modo agradable bajo sus pies. Chulohn y Thasangales rodearon la biblioteca. Su antena, montada en el pico afilado del tejado, giraba con lentitud siguiendo una u otra de las órbitas. Los copos se le metían en los ojos a Chulohn, y se le estaban enfriando los pies.

Las habitaciones de los padres estaban situadas en la parte trasera del complejo de edificios, bien apartadas de las distracciones de los visitantes o los novicios. Hicieron una pausa en la entrada, ante una puerta rústica de metal verde construida como para enfrentar el paso del tiempo, cosa que amenazaba con hacer. Pero Chulohn miraba a lo lejos, hacia la elevada colina que dominaba el paisaje por detrás de la abadía. En la cima casi invisible, donde anidaba la tormenta, había un arco, una cerca de hierro y varias filas alargadas de cruces blancas.

El puesto de honor para los perseverantes.

Thasangales había empujado la puerta y esperaba paciente la entrada del obispo.

—Un momento —dijo Chulohn sacudiéndose la nieve de los hombros, ajustándose el cuello y con la mirada fija y pensativa en la colina.

—Hace frío, Cam. —La voz de Thasangales sonaba un poco irritada.

Chulohn no dio muestras de haber oído.

—Volveré en unos minutos —respondió enseguida. Y, sin más, se dirigió con paso firme a la cima del cerro.

El prior dejó la puerta con un ademán de resignación que a un observador casual podría habérsele escapado.

El camino al cementerio se había perdido bajo la nieve, pero Chulohn no reparó en ello e, inclinado sobre el declive, comenzó la ascensión. Un par de ángeles de piedra, con las cabezas ladeadas y las alas desplegadas, custodiaban su camino… Pasó entre ellos y se detuvo para leer la leyenda grabada en el frente del arco:

«Quien quiera enseñar a los hombres a morir, debe saber cómo vivir».

Las cruces estaban dispuestas en filas precisas: las más viejas enfrente y a la izquierda, en secuencia alternada según los años, desde la cima hacia la colina opuesta. Cada una exhibía un nombre, la orgullosa designación de la orden, O. D. J., y la fecha del fallecimiento según el calendario cristiano.

En la parte inferior, descubrió al padre Brenner. Brenner había sido un pelirrojo robusto y con sobrepeso. Pero había sido joven cuando Chulohn también lo era. Su asignatura se llamaba Historia de la Iglesia durante la Gran Migración.

—Ya lo sabías, ¿no? —dijo el prior, notando la reacción del obispo.

—Sí. Pero no es lo mismo enterarse de la muerte de un hombre que estar frente a su tumba.

Había una dolorosa cantidad de nombres familiares en esa fila. Estaban, en primer lugar, sus instructores: Phillip, Mushallah y Otikapa. Mushallah fue un hombrecito nervioso de mirada aguda y firme convicción, gustoso de hacer frente a todo estudiante que se atreviera a cuestionar el sofisticado razonamiento que demostraba la existencia de Dios por medio de la lógica.

Un poco más lejos, encontró a John Pannell, a Crag Hover y otros.
Polvo ahora. Toda la teología del mundo no puede cambiar esto.

Miró con curiosidad a Thasangales, pacientemente de pie en la nieve blanda y con las manos hundidas en los bolsillos, en apariencia ajeno a todo. ¿Se daba cuenta de lo que significaba caminar por ese lugar? La expresión del prior no mostraba rastros de dolor. Chulohn no sabía si él quería que su fe fuese tan fuerte.

Una idea incómoda: el pecador que se aferra al pecado.

Había numerosas lápidas; databan de siglos atrás. Y muchas personas más a quienes ofrecer sus respetos. Pero deseaba ardientemente regresar, tal vez por el tiempo, que empeoraba, tal vez porque no deseaba ver más. Y sucedió que, mientras daba la vuelta, sus ojos se detuvieron en una lápida y notó que algo estaba mal, aunque no podía determinar qué era. Fue hacia el letrero y leyó con detenimiento:

Jerome Courtney

Fallecido en 11,108 d.C.

La tumba tenía unos seiscientos años estándar. Relativamente reciente para San Antonio. Pero la inscripción no estaba completa. Faltaba el nombre de la orden.

El obispo miró estrábicamente la inscripción y limpió la piedra para quitar un poco de nieve que quizá tapaba tal información.

—No te molestes, Cam —dijo el prior—. No está.

—¿Por qué no? —Lo miró con fijeza. Su obvia perplejidad cedía paso al disgusto—. ¿Dónde está?

—No es uno de nosotros. Por lo menos, no estrictamente hablando.

—¿No es un discípulo?

—Ni siquiera es católico, Cam. Y creo que ni siquiera fue creyente.

Chulohn se adelantó un paso, como reconviniendo a su subordinado.

—Entonces, en nombre de Dios, ¿qué hace aquí, entre los padres?

No era lugar para gritos, pero el esfuerzo del obispo por controlar su voz produjo un tono ronco que le resultó embarazoso. Los ojos de Thasangales estaban muy abiertos y eran muy azules.

—Vivió aquí durante mucho tiempo, Cam. Buscó refugio entre nosotros y se quedó con la comunidad casi cuarenta años.

—Eso no explica que esté aquí.

—Está aquí-dijo el prior—, porque los hombres entre los cuales vivió y murió lo amaron mucho y acordaron que permaneciera entre ellos.

1

«Ella pasó Awinspoor al morir la noche; las luces ya estaban encendidas. La nube de lanzaderas de transmisión que la seguían no tardó en quedar atrás. Más tarde, muchas personas declararon haber recibido transmisiones de la estación de radio a bordo, y haber escuchado una historieta de los clubes nocturnos del período. Ella se aproximó al estado de salto cerca del mundo rocoso más exterior poco después del desayuno y penetró en el espacio armstrong con precisión horaria. Llevaba consigo doscientas sesenta almas entre pasajeros y tripulación.»

Machías

Crónicas, XXII

Esa noche, estaba yo discutiendo con un cliente adinerado acerca de una colección de vasijas de cerámica de cuatro mil años de antigüedad, cuando escuchamos que el
Capella
había tenido un accidente. Nos detuvimos para ver las noticias. Había poco que decir en realidad, aparte de que el
Capella
no había reingresado directamente al espacio como se esperaba, que el retraso era ya considerable y que el anuncio que declaraba a la nave oficialmente perdida se esperaba de un momento a otro.

A continuación se dieron los nombres de los pasajeros más importantes: estaban a bordo algunos diplomáticos, varios deportistas, un músico que hacía años había perdido la razón, pero cuyas composiciones parecían solo haber mejorado con la experiencia, un grupo de estudiantes que habían ganado algún premio y una acaudalada mística con su comitiva masculina.

La pérdida del
Capella
entró casi enseguida en la atmósfera enrarecida de la leyenda. Ciertamente, ha habido muchos desastres peores. Pero las doscientas sesenta personas que iban a bordo de la nave interestelar no habían muerto en sentido ordinario. Podrían incluso no haber muerto. Nadie lo sabe. En esto reside la fascinación del suceso.

El cliente, cuyo nombre ya no recuerdo, sacudió la cabeza tristemente frente a los avatares de la vida, y volvió enseguida a los cacharros y al regateo.

El
Capella
había sido el abanderado de los últimos interestelares, equipado con los mejores sistemas de seguridad, pilotado por un experto. Era doloroso pensar que se había visto reducido a la dimensión de un fantasma.

Había sucedido antes, pero nunca a una nave tan grande, ni con tantos pasajeros. Casi inmediatamente, se nos ocurrió una canción. Y teorías.

La nave había atravesado una barrera temporal, explicó alguien, y emergería en el futuro, con la tripulación y los pasajeros ajenos a lo sucedido. Por supuesto, hemos estado perdiendo naves durante varios condenados años, y hasta ahora ninguna ha reaparecido. Así que si están circulando por el futuro, ya deben encontrarse a considerable distancia.

La idea más sostenida y sensata fue la de que los armstrongs habían fallado simultáneamente, condenando a la nave a vagar para siempre, sin ser vista ni oída. (Esa me pareció una bonita frase para decirles a los parientes de los viajeros.)

Había montones de ideas más. El
Capella
habría ido a parar a otro universo. O habría habido un defecto que los habría impulsado a otra galaxia (o, más probablemente, al interior de golfos entre las galaxias). La teoría que me parecía más aceptable era la de los detritus: el espacio armstrong no es un vacío perfecto y el
Capella
habría chocado con algo demasiado grande para sus defensas.

Por supuesto, no tengo más idea que otros. Pero resulta igualmente perturbador. Y es una razón más por la cual no me subo a esas malditas naves salvo que sea imprescindible.

Durante los días siguientes, la red transmisora se llenó de las habituales historias de interés humano. El hombre que se quedó dormido y perdió la nave, y por lo tanto ese vuelo, daba las gracias emocionado al Todopoderoso que, aparentemente, fue menos indulgente con los otros doscientos sesenta. El capitán realizaba su último viaje e iba a retirarse después de que la nave llegara a la Estación Saraglia, el puerto final. Una mujer de Rimway dijo haber soñado, la noche anterior al desastre, con la pérdida del
Capella.
(Ella, más tarde, rentabilizaría esa afirmación con una carrera lucrativa y llegaría a ser una de las visionarias líderes de la época.)

Y así sucesivamente. Supimos que podría hacerse una investigación, pero por supuesto era probable que no condujese a nada. Había, después de todo, poco para examinar, aparte de la lista de pasaje y carga, los cronogramas y cosas semejantes.

Los comisionados hicieron públicas nuevas estadísticas que demostraban que era más seguro ir desde Rigel hasta el sol que vagar alrededor de una ciudad de dimensiones medias.

Aproximadamente diez días después de la pérdida, recibí una transmisión de un primo de Rimway con quien no me había comunicado durante años. Decía: «En caso de que no lo sepas, Gabe estaba en el
Capella.
Lo lamento. Hazme saber si puedo hacer algo».

Esto hizo que la tragedia se convirtiese en algo personal.

Por la mañana, llegó un dispositivo electrónico que contenía dos sponders, provenientes de la firma legal Brimbury y Cía. Los introduje en el sistema, me dejé caer en una silla y conecté la banda. Se formó la imagen de una mujer de pie, aproximadamente a medio metro del piso en un ángulo de treinta grados más o menos. El tono tampoco estaba muy bien. Pude haberlo compensado con bastante facilidad, pero sabía que aquello no me iba a gustar, así que no me molesté.

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