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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (25 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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»Se ha vuelto tan diabólico que ahora no tiene nombre. No es el clan. No es vendetta. Ni siquiera puedo llamarlo "muerte". Como fantasmas, Leo y yo nos movemos en
arabesques
cada vez más estrechos, tan cerca el uno del otro que quién sabe cuál de los dos toma la iniciativa y cuál sigue.

»—Cualquier cosa sería mejor que esto —le digo.

»Cae la tarde en el mes de agosto de 1954 y Leo ha venido a mis habitaciones. Aunque lleva casi dos meses sin salir del palacio, anuncia, con despreocupación fingida, que irá con Cosimo a Enna: algún último asunto relacionado con las escrituras. Se desprende de su retraimiento y me abraza. Me aprieto contra su pecho mientras me acaricia el pelo y susurra por encima de mi cabeza; susurra tan bajo que sólo comprendo su tono. Su ternura de siempre. Su corazón es un pajarillo asustado. Habla con las palabras ligadas y dulces del dialecto.

»—Debo ir —dice, en lugar de "iré", porque en siciliano no existe el tiempo futuro—. Debo ir —repite. Suena la campana de la capilla: faltan quince minutos para las vísperas.

»—Te espero —le digo, pero ya está en la puerta. Ya se ha marchado.

»¿Por qué siguen sonando las campanas? Qué extraño. Algo les pasa a los relojes. Me siento libre. Eso es. Las campanas son campanas de libertad. Soy libre. Leo estará fuera unas horas y yo soy libre. Iré a preguntarle a la cocinera si puedo preparar una cena para subir a mis habitaciones. No, mejor la serviré en la galería. Agata y yo pondremos la mesa allá fuera. Me pondré el vestido castaño plateado. Me pondré magnolias en las trenzas, como a él le gusta. Esto es maravilloso. Incluso después de estar lejos durante un rato, Leo regresará renovado y yo estaré esperándolo renovada. Debemos comenzar a pensar sólo en nosotros por un tiempo. Al principio parecerá que estamos fingiendo, pero, si persistimos, la pretensión se volverá natural. Sí, sólo en nosotros.

»Agata y yo estamos disponiendo la mesa y hace tanto que no hacemos nada que se aparte de las rutinas más estrictas que hasta ella y yo debemos recurrir a la pretensión. Ella es cautelosa en contraste con mi cháchara; se quita la magnolia que le pongo detrás de la oreja y la pone cerca del plato de Leo. Conservo el dialecto de Leo en mis oídos y hablo en siciliano con ella, como forma de crear intimidad.

»—
Ma io non ricordo più. In dialetto, quale è la parola "piacere"?
Ya no recuerdo cómo se dice "placer" en dialecto.

»—
Non esiste
. No existe.

—He sacado una botellita de Moscato y los dos vasos que Leo guarda en la mesa junto a su cama. Un brindis de bienvenida. Lo había puesto a enfriar, pero ahora las cuentas heladas se han secado sobre la botellita ámbar. Me envuelvo en el chal para protegerme de la brisa. ¿Dónde estarán? Mimmo ya ha recogido los cubiertos de la mesa, las cazuelitas de gelatina de caldo. Aparece de vez en cuando para rogarme que entre. Al final, me trae una tisana de manzanilla.

»—Espero un poquito más, Mimmo —le digo y veo a Cosimo subiendo las escaleras de piedra—. ¿Lo ves? Ya están aquí. Estoy bien, Mimmo. Vete a descansar.

»Mimmo me parece viejo aquella noche. No recuerdo haberme fijado nunca en cómo ha envejecido. Cosimo está a mi lado y, por algún motivo, lleva en la mano la chaqueta de ante de Leo o al menos eso es lo que parece llevar agarrado, todo arrugado, en la mano izquierda. ¿En qué tontería se habrá metido Leo?

»Me pongo de pie y cojo la chaqueta de la mano de Cosimo. Escondo mi alivio ante su regreso con atolondramiento.

»—¿Desde cuándo es usted el ayuda de cámara del príncipe, don Cosimo?

»Sacudo la chaqueta y aliso las arrugas lo mejor que puedo. La vuelvo a sacudir y noto que me tiemblan las manos. Me doy cuenta de que no puedo mirar a Cosimo; me doy cuenta de que no puedo hablar.

»—Se ha ido, Tosca.

»Entonces lo miro. Sujeto la chaqueta contra mí, contra lo que sé que me está diciendo el sacerdote:

»—Nos detuvieron en la carretera de Enna. Dos automóviles se nos cruzaron en el camino. No llevaban luces y no los vimos hasta que los tuvimos encima. Bajaron dos hombres de los autos con los motores en marcha. No sé si otros hombres se quedaron en los autos, pero creo que sí. Los dos sacaron a Leo del asiento del acompañante, le vendaron los ojos, le quitaron la chaqueta y la arrojaron al suelo, lo esposaron y lo metieron de un empujón en uno de los vehículos y se marcharon. Nadie había dicho nada. Me quedé sentado en nuestro coche durante mucho tiempo.

»—Volverá. Regresará en cualquier momento. Es otra amenaza. Lo habrían cogido a usted también. Quiero decir que, si hubiesen querido hacerle daño, ¿para qué lo iban a dejar como testigo?

»—No he sido testigo de nada, más que de dos coches oscuros, dos figuras vestidas de oscuro que se movían rápidamente. No vi ningún rostro ni escuché ninguna voz. Sólo he sido testigo de la desaparición del príncipe y sé que no volverá, Tosca.

»—¿Cómo lo sabe?

»—Porque lo sé.

»—Pues yo no lo sé. Esta noche no ha sido más que la segunda parte de la tortura. ¿No se da cuenta? Estos hombres son habilísimos. Susurros y silencios. Sólo con eso han hecho el trabajo de los cuchillos y las hachas, pero Leo no se ha ido. Se lo aseguro, Cosimo: Leo no se ha ido.

»Mi voz es débil y tiene un tono casi de histeria. Yo también sé que Leo se ha ido.

»Sé que estoy aquí sentada en la galería y sé que Cosimo me sigue hablando: me dice que ya ha ido a ver a Simona. Al regresar, había entrado al palacio por el camino de atrás y había ido directamente a ver a Simona, "como correspondía", repite una y otra vez. Claro, Simona es la esposa, la viuda. Era lo que correspondía hacer. Dice que Simona está ahora con las princesas y que yo debería unirme a ellas; que velaremos todos juntos. Velas, incienso. La casa velará unida. Me dice que va a ir al
borghetto
. Dice que debo entrar, que no debo quedarme sola. ¿Acaso no sabe que, aunque entre, no estaré menos sola? He ingresado en una especie de nebulosa, en una niebla espesa y confusa que no tiene límites. Si intento andar, me desvaneceré; debo quedarme aquí. Pienso en Mafalda, que quiso quedarse en casa para poder estar allí para recibirnos cuando regresáramos. Debo quedarme aquí, donde Leo pueda verme. Me quito las magnolias del pelo. Mi corazón late sordamente en una apoyatura rápida. Uno, dos, uno, dos, uno, dos. Oigo su voz en los latidos de mi corazón. Me está llamando. Abro la boca para responderle, pero no sale ningún sonido. Vuelvo a intentarlo una y otra vez y entonces, desde muy lejos, escucho el gemido suave de una mujer. El gemido es mío. Después aúlla un chacal desde aquel mismo lugar lejano y el aullido también es mío.

—Ya es de día. Hilos de luz opalina caen desde las ventanas altas de la capilla del palacio. Los únicos sonidos son el canto de los pájaros y alguien que susurra con voz ronca al pasar las cuentas del rosario. Charlotte me da la mano, como ha hecho toda la noche. Yolande se sienta apartada de nosotras, con
mademoiselle
Clothilde. Simona está sentada, sola, en el centro del primer banco. Aunque la vigilia ha acabado al amanecer, Simona no se ha movido para marcharse. Debemos esperar a que se vaya la viuda y salir de la capilla detrás de ella. Entonces entra Mimmo, se dirige hacia Simona y le entrega el papel grueso de color vainilla sellado con lacre rojo. Aunque está de espaldas a mí, sé que ella ha abierto el sobre y sé de quién procede. La primera nota de condolencia procede del hombre llamado Mattia. Leo no va a regresar.

—Tengo la mente absolutamente en blanco. No lloro ni hablo ni siento dolor. No siento nada de nada. Escucho. Observo. Estoy sentada en el
salone
con mi libro. Empieza a llegar gente y me molestan hasta sus movimientos más sigilosos por las habitaciones. Me molesta la luz inquieta que atraviesa las cortinas corridas. Me voy a pasear por el jardín, pero veo que no tengo fuerzas para hacerlo. Me siento en una piedra y dejo que el sol me vierta su fuego en la cara. De vez en cuando, una brisa hace girar las hojas secas de los álamos y pienso en el frufrú que hacían nuestros vestidos cuando las tres niñas nos dirigíamos a cenar por el largo corredor. Los grajos cotorrean sobre mi cabeza y, en medio de su ruido, oigo las voces lejanas de las princesas. Es posible que oiga hasta la mía. Vuelvo a entrar al palacio y me siento en el mismo lugar del
salone
. Veo las cajas largas de ropa de luto que traen unos hombres de guantes blancos. Simona y Agata las abren. Un vestido negro delicado y un sombrero de ala ancha con capas y más capas de tul negro para esconder a la viuda. Para las princesas, faldas y chaquetas negras de anafalla y mantillas de encaje que les llegan hasta los tobillos. Simona se acerca a mí y deposita un vestido sobre el cojín que tengo a mi lado y un gorro de seda con un velo corto y grueso. Se agacha para darme un beso en la mejilla.

—El funeral de Leo se celebra en la capilla del
borghetto
, recién reconstruida después del incendio del día de la Ascensión. Simona lo ha dispuesto todo, pero no como ella habría querido, sino al gusto de Leo. Enterrará con gran benevolencia al príncipe con el que contrajo matrimonio. El patio está lleno de montones de flores para la ocasión. Las cabras, los pollos y unos cuantos gansos deambulan entre los ramilletes de crisantemos amarillos y los soportes de rosas rojas adornados con cintas. Los animales picotean y mordisquean las flores, pero nadie los ahuyenta. La capilla es pequeña y la multitud, interminable. Hay gente de pie en las piedras del viejo camino blanco, en el prado que conduce al palacio y a lo largo de las lindes de los trigales; bajo el sol brutal, permanecen inmóviles.

»Se amontonan sobre el altar las gavillas de trigo atadas con lianas. En la mesa sobre la cual Cosimo prepara la Sagrada Comunión se disponen las velas blancas entre ramas de olivo que conservan los frutos en pequeños brotes apretados y vástagos de las vides más antiguas, cargados de uvas abiertas al sol. No hay cuerpo. No hay ataúd. No hay cenizas. El hombre llamado Mattia está de pie entre los dolientes, junto al muro izquierdo de la capilla, como a tres metros del lugar donde estoy sentada, en el borde de mi banco. Sé que es él por la forma en que lo observa Cosimo desde el altar y por su forma de mirarme a mí, aunque lo habría reconocido de todos modos. ¿Cómo lo hizo,
signor
Mattia? ¿Le disparó usted? ¿Lo estranguló con sus propias manos y a continuación siguió haciendo lo que tenía previsto para esa noche? ¿O no se ensució las manos en absoluto? ¿Ordenó su muerte con un gesto, una mirada a través de los párpados entornados? Lo menos que podría haber hecho,
signor
Mattia es dejarnos enterrarlo.

»—¿Es cierto, príncipe Leo, que usted besa las manos de sus campesinos?

»—¿Y por qué habría de interesarles algo así?

»—Si un día nos enteramos de que ha sufrido alguna desgracia, sabremos a qué se debe. Me refiero a la falta de respeto. Pues sí, comprenderemos que se ha buscado su desgracia con un beso.

—El padre y el hijo procedentes de Enna que tocaban la gaita todos los años para la siega ceremonial esperan fuera de la capilla. Cuando Simona se levanta de su banco, seguida por las princesas y por mí y por todos los que estaban dentro, los gaiteros se ponen a tocar. También están allí los niños tamborileros del
borghetto
y son ellos los que encabezan la procesión por el camino blanco hasta el mausoleo situado al otro lado de los huertos de limoneros del palacio. Los niños tamborileros, los dolientes, los gaiteros, Simona y las princesas, cada uno coloca algo al borde del largo hueco oscuro donde habría estado el ataúd de Leo: flores, cartas, libros. Simona me deja pasar para que me acerque al lugar, pero, como no conozco este ritual, si es que es un ritual, no tengo nada que dejar. Me quito el gorro de seda con el velo corto y grueso y lo pongo dentro. Un albañil y su aprendiz se adelantan y colocan en su sitio la losa que cubre la sepultura. El aprendiz retrocede e inclina la cabeza. Sé que Cosimo está rezando, pero sólo escucho el repiqueteo del martillito del albañil.

C
APÍTULO
XVI

—Tal vez durante dos semanas o más después del funeral, Simona no salió de sus habitaciones, creo que, más que por el luto, para adaptarse a la nueva situación. Había dado licencia a
mademoiselle
Clothilde, la única profesora que seguía aún en la casa. Aunque Cosimo venía a vernos casi todos los días, se había ido a vivir a la casa parroquial que le habían proporcionado en San Rocco y volvió a las prácticas y las obediencias propias de todo cura rural. Sin el escudo de la influencia de Leo ante la curia, ya se había hablado de su traslado a lo que se denominaba "un puesto de mayor responsabilidad". Como no había nadie más viviendo en el palacio, sólo quedábamos Simona, Yolande, Charlotte y yo.

»Las princesas tomaban valeriana y se tumbaban en la cama o se reunían en algún
salottino
remoto para rasgar en sus violonchelos irritados homenajes a Bach. Cuando finalmente apareció Simona, se mostró bastante alegre y más indulgente de lo habitual con sus hijas, aunque ellas también parecían haber superado todo sufrimiento. Me habló de sus planes: planes para sí misma y para las princesas. Podrían abrir el apartamento de Ginebra. Convenía que las niñas pasaran un año o algo así en París. La pérdida de Leo la había liberado de los tributos que había tenido que rendir de vez en cuando a las restricciones de su matrimonio. Aunque lamentaba su muerte, en su fenomenal metalenguaje solía referirse a ella como "otra elección suya". Ahora que ya no tenía que desempeñar su papel minimalista en el teatro del palacio, estaba bien dispuesta a asumir el papel de viuda alegre.

»—¿Y tú, Tosca? ¿Te ha traído Cosimo todos los documentos relacionados con tu herencia? Es bastante considerable, me imagino; bastante sustanciosa.

»—Sí —es todo lo que digo.

»—No es que no quiera que te quedes con nosotras. En realidad, no hace muchos años, recuerdo que te supliqué que te quedaras, que no cometieras la estupidez de huir, pero, Tosca, ahora temo por ti. Temo que creas, como creemos todos, que podemos seguir recurriendo a nuestra reserva de tiempo como si éste no pasara. Nuestra vida nos parece infinita hasta que llega el día en que nos damos cuenta de lo poco que queda. Así es como me siento, Tosca: que queda poco. Pronto cumpliré cincuenta años. Tú no tienes ni la mitad de mi edad. Aparte de la riqueza que Leo te ha legado, también eres rica en tiempo. No consumas los próximos años viviendo aquí sólo con el espectro de tu príncipe. Él habría sido el último en quererlo para ti.

BOOK: Un verano en Sicilia
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