»—No tienes motivo para estar enfadada conmigo. Estás enfadada contigo misma, porque soy diferente de ti. Puede que me envidies un poco, Tosca, que me envidies porque no me he vendido. La mejor forma de ayudarme habría sido compartiendo el pan y el queso conmigo y quedándote a mi lado. Estábamos bien entonces, Tosca; estábamos muy bien. No te diré que no esperara con ganas tus regalos, pero es que yo ya estaba a salvo. Aún sabía lo que solíamos saber juntas: sabía que siempre me las arreglaría; que, pasara lo que pasase, siempre encontraría alguna solución. En algún momento, supongo que eso: arreglártelas, encontrar soluciones, dejó de ser suficiente para ti, pero yo siempre me he conformado con eso y me sigo conformando, Tosca.
»Nos quedamos calladas, evaluándonos mutuamente; las dos vamos a empezar a hablar y las dos lo postergamos. Silencio, hasta que Mafalda dice:
»—Y cuando papá enfermó, ¿te enteraste siquiera de que estuvo enfermo?, me dijo que yo también tendría que ir a vivir con la familia del príncipe y yo lloré y grité y le supliqué que no me entregara a Leo y por eso hizo arreglos para enviarme con
zia
Elena. Me llevó allí, prometió volver a visitarme pronto y aquella fue la última vez que lo vi.
»Mafalda se sienta entonces en el banco; se apoya en el borde, con la cara pálida, atormentada. Le miro las manos, rojas y secas, viejas para una mujer de veintidós años, para la madona de Bellini a la que tanto se parece, como si fueran prestadas o las hubieran fijado por error en sus muñecas blancas y finas. Me siento a su lado y le cojo las manos. Me dice:
»—Al ver que papá no venía a verme, regresé a nuestra casa. Me llevó una semana, pero regresé. Demasiado tarde: se había ido, todo había desaparecido. No quise volver con la
zia
Elena. No se estaba tan bien allí. Nunca se me pasó por la cabeza ir a llamar a las grandes puertas del palacio, conque me las he arreglado sola desde unos meses antes de cumplir los doce. En general, no me costaba encontrar trabajo, porque estoy dispuesta a hacer casi de todo para ganarme la comida y un lugar donde dormir.
»—Pero ¿por qué no viniste a verme a mí? ¿Por qué no me pediste ayuda? ¿Por qué no me dejaste que te ayudara? Yo no sabía nada. ¿Cómo iba a saberlo? Durante todo este tiempo, no lo sabía.
»La he puesto de pie y ahora chillo, grito y la zarandeo; después la estrecho contra mí:
»—¿Por qué? ¿Por qué,
piccola
?
»—Porque no quería tus regalos, tu comida ni tu ropa. Te quería a ti, Tosca; quería que fuéramos una familia.
»Mafalda calla entonces. Se seca el rostro con un pañuelo limpio que ha sacado de su bolso.
»—Cogeré el próximo autobús. Tiene que pasar dentro de unos minutos. Tengo una cita y no pienso faltar a ella.
»—¿Una cita? No irás a decirme que no vendrás conmigo ahora. Podemos sentarnos en algún lugar a charlar, te puedo llevar a mi habitación. Ni siquiera sé por qué estás aquí ni dónde vives… Después de trece años no puedes coger un autobús y marcharte así como así…
»—Sigo tratando de encontrar a papá. Siempre que me ha sobrado algo de dinero, lo he gastado en buscarlo. Sé lo que es escribir una carta de súplica a un desconocido. He venido a Palermo a ver a una mujer que lo conocía. Creo que fueron amantes. Hace mucho tiempo, cuando papá y yo todavía estábamos juntos, encontré una carta, en realidad, era una nota, entre sus cosas y la guardé; no sé por qué la guardé, salvo porque era tierna y estaba escrita en un papel bonito. La firmaba "Loretta". Me gustó el nombre. Mucho después, cuando empecé a tratar de encontrarlo, la primera persona a la que escribí fue a esta Loretta, la
signora
Capella. Entonces yo vivía en Piazza Amerina. Nunca me contestó, de modo que vine y fui a la dirección del remitente. Evidentemente, ella se había mudado, al menos eso es lo que dijo la
portiniera
, y no volví a pensar más en ella. Logré descubrir otras pistas más remotas, pero creo que él ha muerto hace tiempo o al menos eso pensaba hasta hace unos días, cuando recibí una carta de esta
signora
Capella. Me había mantenido en contacto con las personas para las que trabajaba en Piazza Amerina y me reenviaron la carta. Me pedía que la llamara, lo hice y fijamos una cita para hoy. Nada, ni siquiera tú, Tosca, podría impedirme acudir a esta cita.
»—Encontrémonos después. Iré a donde tú me digas.
»—Ven conmigo, Tosca.
»—No me interesa ir contigo. Te esperaré.
»Mafalda se pone de pie y empieza a andar hacia el autobús, que acaba de avanzar pesadamente hasta el bordillo frente a nosotras; el silbido de sus puertas al abrirse amortigua su despedida.
»—Mañana —dice.
»Sube los escalones, paga el billete, se vuelve hacia mí y me saluda con la mano.
»—
Pensione
d'Aiello —le grito—.
Pensione
d'Aiello.
—Salgo temprano a la mañana siguiente, compro pan y queso en la
gastronomia
que hay calle abajo, una bolsa de peras marrones maduras y un envase de un litro de vino tinto y regreso a la
pensione
a esperar a mi hermana. Pido a la
signora
d'Aiello vasos, platos, servilletas y un cuchillo. Le digo que espero a alguien. Dice que podemos sentarnos a la mesa de la familia para comer o para cenar y se ofrece a preparar té y a mandar a buscar unas pastas; parece desilusionada cuando, respetuosamente, le digo que no. Arreglo mi habitación, que ya está muy ordenada, cojo mi libro y espero, pero no puedo leer, no puedo descansar, no puedo estarme quieta. Alterno entre pasear por la habitación y mirar por la ventana. A las cinco empiezo a reflexionar con la voz temerosa que hay en mi interior: "Pero ella no dijo una hora concreta, ¿verdad?, y, si trabaja, seguro que trabaja, tendrá que trabajar todo el día. Lo único que dijo fue 'mañana' y eso puede querer decir muchas cosas: no una visita, sino una llamada; no una llamada, sino una carta". A las diez, me como el pan, bebo algo de vino, me desvisto y me meto en la cama.
»Sigo el mismo esquema durante tres días. Al cuarto día empiezo a dudar si no me habré imaginado a Mafalda; trato de encontrar alguna prueba de nuestro encuentro, pero, claro está, no la hay. Decido coger un autobús para ir a su aldea: Piana degli Albanesi; queda a unos treinta kilómetros, puede que menos. No es un sitio tan grande como para que cueste localizarla. ¿Cuántas madonas de Bellini habrá en Piana degli Albanesi? Son las tres de la tarde del cuarto día y, con la bolsa de las compras de la mañana colgada de mi hombro, me dirijo a la estación de autobuses. ¡Ojalá tuviese un caballo! ¡Cuánto más fácil era cuando éramos pequeñas y yo conocía el camino, entonces sabía dónde encontrar a mi hermana! Se me ocurre que no ha venido a verme estos días para poder pensar en lo que nos hemos dicho la una a la otra, para que las dos pudiéramos pensar. Hago cola frente a la taquilla y procuro no parecer fuera de lugar. No he viajado en transporte público desde antes de que muriera mi madre. Mafalda me da un golpecito en el hombro.
»—¿Vas a ir a buscarme, Tosca? Lamento no haberte ido a ver antes. Papá ha muerto. La
signora
Capella no me lo quería decir por teléfono. Murió en primavera, aunque ella no se enteró hasta hace pocas semanas.
»La cojo del brazo y empezamos a andar hacia la calle.
»—No pudo decirme mucho más, aparte de que papá había estado viviendo en Calabria; había estado enfermo con distintos grados de gravedad durante mucho tiempo. Aunque se habían seguido escribiendo, ella no había ido a verlo a él, ni él a ella, en cuatro años. Cuando pasó tanto tiempo sin recibir respuesta a su última carta, ella telefoneó a la dueña de la casa donde él vivía y fue ella quien le dijo que papá había muerto y entonces ella me escribió a Piazza Amerina. Ella y yo iremos a visitar su tumba y haremos decir misas por él. Espero que nos acompañes. Ahora ya sabes todo lo que sé. Necesitaba estar sola unos días antes de venir a verte. Lo entiendes, ¿verdad?
»—Vamos a mi habitación —le digo.
—Mafalda se acuesta en mi cama y yo me siento en la silla que he puesto a su lado. Quiero que ella hable; yo sólo deseo escuchar. Parece cómoda y empieza a contarme cosas a medida que las recuerda, sin orden, sin acabar una parte antes de embarcarse en otra y volviendo a un hecho anterior y confiando en que la siga. Lo hago. Boca abajo sobre las curvas suaves de la cama de plumas, es muy guapa. Su relato no pretende despertar lástima ni asombro.
»Ha trabajado en una fábrica de conservas de pescado como ayudante de cocina a bordo de un barco pesquero de altura; ha sido
au pair
para una familia inglesa que vivía en Taormina; se ha desplazado por la isla para trabajar en la vendimia y en la recolección de la almendra y la de la aceituna con trabajadores agrícolas itinerantes. Ahora entiendo lo de sus manos. Hace casi dos años que vive en Piana degli Albanesi y cree que se quedará allí. Trabaja como costurera y como modelo en un taller exclusivo que pertenece a dos francesas. A veces les encargan un vestido de novia desde un lugar tan lejano como Roma, me dice.
»Las dos francesas han acertado —pienso para mí— al haber dado con aquella criatura encantadora para hacer justicia a sus habilidades. Ahora me habla de un hombre. Está enamorada de un hombre llamado Giorgio; de día, es funcionario en el Ayuntamiento de Piana degli Albanesi y, de noche, es violinista en una orquesta de música de cámara. Es el mayor de ocho hijos (dos varones y seis mujeres), de madre eslava y padre siciliano. Me habla de sus ojos, que son grises y muy rasgados, regalo de su madre. Dice que él va a su apartamento y cocina para ella por la tarde, cuando acaba su trabajo diurno, y le deja la cena caliente en el horno y flores en la mesa, junto a una nota, y se va a descansar y, después, a tocar el violín. Viene a quedarse con ella los fines de semana, pero sólo de vez en cuando. Tanto como le gusta estar con él, también le gusta estar sola. Además, ella tiene que estudiar, porque asiste a las clases de la escuela técnica que la preparan para obtener el título de contable. Me parece que, en cierto modo, tanto la de contable como la de modelo y la de recolectora de almendras son profesiones igual de adecuadas para aquella madona. Me dice que Giorgio le ha comprado un baúl para el ajuar y que su madre y sus hermanas se han puesto a llenarlo con ropa blanca, toallas y camisones bordados y hasta con ropa de bebé. Giorgio pide a Mafalda que se case con él todos los domingos, después de misa. Ella no sabe si algún día le dirá que sí. Ha trabajado tanto aquella hermanita mía; ha hecho lo que yo todavía no he conseguido: ha encontrado su propio camino a casa.
»Cuando es mi turno para hablar, le brindo una versión abreviada de los acontecimientos. Cuando le cuento que Leo ha muerto y a manos de quién, se echa a llorar. Me pide perdón por su sarcasmo con respecto a Leo cuando nos encontramos en la calle. Dice que jamás se le había ocurrido la posibilidad de que nos enamorásemos. La diferencia de edad. Las diferencias culturales. Su mujer y sus hijas. No le digo nada de la herencia que Leo me ha dejado, por temor a que las cuentas bancarias y los pabellones de caza y las esmeraldas provoquen un mayor distanciamiento entre nosotras, que nos separen más. Mafalda me pregunta por qué estoy en la
pensione
, que debe de costar mucho más que un apartamento modesto. Le miento: le digo que acabo de ponerme a buscar. En cuanto a encontrar trabajo, me dice que es una experta: ella me ayudará; está dispuesta a compartir sus ganancias conmigo, si lo necesito. En cambio, es reacia a prometerme que nos veremos más a menudo. Su vida ya está llena, me dice. Se incorpora; le quedan colgando a un lado de la cama las piernas delgadas de niña pequeña, los piececitos finos envueltos en los calcetines cortos y calzados con las manoletinas negras y apoya las manos relajadas en los muslos. Me mira y me dice:
»—Tosca, ahora ya es tarde para que seamos una familia, al menos en mi opinión, y, ahora que sé que papá ha muerto, creo que, en cierto modo, soy una familia de un solo miembro. He tenido una buena vida. Algún día, puede que decida compartirla con Giorgio o incluso contigo, si quieres, pero, ahora mismo, tengo muchas ganas de estar sola. He recorrido un camino desenfrenado y ávido desde el criadero de caballos hasta llegar a mi apartamentito en Piana degli Albanesi. Durante la mayor parte del camino, la marcha fue difícil, te lo aseguro, pero lo he logrado. ¡Hace tan poco que siento que ésa es mi casa! Aún hoy, al despertar, no me puedo creer que esté acostada en mi propia cama, que realmente viva en algún lugar, que ya no esté sólo de paso, que me puedo dar un baño cuando quiera, que tengo alguna ropa bonita, que tengo dos ollas y todo un juego de platos con el borde azul y plateado. No sabes cuánto me maravilla todo. En cambio tú, tu voluntad, tu personalidad, Tosca, son tan fuertes que creo que podrían desbaratar el equilibrio, el delicioso equilibrio de esta nueva vida mía. No puedo permitírtelo. No quiero correr el riesgo. No te estoy castigando por las decisiones que has tomado antes, pero tampoco puedo pasar por alto las consecuencias de aquellas decisiones; no puedo hacerlo en este momento. Hemos llevado vidas separadas y creo que nos conviene seguir así. Si me vas contando cómo te va, yo también lo haré. No volveremos a perdernos la pista la una a la otra, eso te lo puedo prometer. Te invitaré a comer el domingo, una semana de estas; puede que te presente a Giorgio. ¿Me dejas que me quede a dormir aquí esta noche? Se ha hecho tarde y estoy muy cansada.
»Se lava, no acepta que le deje un camisón, se quita la ropa exterior, coloca las manoletinas negras sobre el alféizar de la ventana, como si fueran imágenes religiosas, se arrodilla junto a la cama a rezar y a continuación se acomoda bajo las mantas.
»—¿Quieres que te cuente un cuento? —le pregunto, acercándome, agachándome hacia ella y pasándole ligeramente el dorso de la mano por la cara.
»—Te he echado de menos durante años, Tosca. ¡Cómo te he echado de menos y he llorado por ti! Recuerdo que a veces pasaba por alto a Jesús y a la Virgen y hasta a santa Rosalía y te rezaba directamente a ti. "No me dejes, Tosca; no me dejes nunca." He llorado por ti más que por mamá. A ella apenas la recuerdo. Creo que, en mi mente infantil, en realidad tú ocupaste su lugar: llegaste a ser la madre, mi madre, y después tú también te fuiste. No quiero un cuento. No podemos volver atrás, Tosca; no podemos. No se puede.
Papà
está muerto.
Mamà
está muerta. Me alegro de que existiera aquel amor maravilloso entre tú y Leo, pero él también está muerto y nosotras ya no somos aquellas niñitas que nos cogíamos de la mano por la noche. No deberías haberme dejado nunca, Tosca, por ningún motivo.