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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (21 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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—Una tarde estoy sentada leyendo en el jardín, esperando a que Leo regrese con Cosimo de sus citas semanales en Enna, cuando escucho el delicado roce de sus zapatos sobre las piedras; alzo la mirada y veo a Simona que se dirige hacia mí; le impiden el paso las hojas exuberantes de las alcachofas y ella las patea, las golpea y refunfuña contra ellas.

»—Nunca acabaré de acostumbrarme a que las verduras invadan mis rosales.

»No dice: "ni a que tú invadas mis rosales", aunque creo que es más verdadero aún. Asiento con la cabeza y le sonrío. Su sonrisa es falsa.

»Ya se ha sentado cuando pregunta:

»—¿Puedo hacerte compañía?

»Sigo sin decir nada y sigo sonriendo. Coge mi libro y lee el título en inglés en voz alta:

»—
Great Expectations
. Apropiado —dice y su sonrisa es menos falsa—. Es tan poco frecuente que nos veamos las dos sin multitudes a nuestro alrededor —dice, como si hablara con una gran amiga.

»Por un momento, pienso que debe de estar hablando con otra persona, hasta que la oigo decir:

»—Sí, sin multitudes.

»Estoy atónita, clavada en mi silencio, pero ella no parece ni notarlo ni afligirse por ello. Como si fuera lo más natural del mundo, habla de su último viaje, de las diferencias insuperables entre la repostería siciliana y la vienesa, pellizca la tela de mi vestido amarillo de crep, dice que ha encontrado algo muy similar para ella en una tiendecita de Milán y, sin más charla, dice:

»—Y bien, ¿qué planes tienes, Tosca? Pronto cumplirás veinte años y sospecho que dentro de poco empezarás a pensar en tu matrimonio.

»Una vez más, capto lo que ella ha omitido: "Pronto empezarás a pensar en tu matrimonio, en lugar del mío", pero me equivoco. Simona prosigue:

»—Lo que quiero decir es que espero que no te precipites. El clima de posguerra en el mundo exterior es anárquico, en el mejor de los casos. Ya sé que la vida es limitada para ti aquí, pero, poco a poco, te ayudaremos a ampliar tus horizontes, por así decirlo. Grandes esperanzas. Una perspectiva magnífica.

»Mi silencio es inmutable y empiezo a dudar de mi capacidad para escuchar, para discernir sus palabras. Me ha hablado como una tía cariñosa; ha hablado de "nosotros", refiriéndose al interés conjunto, suyo y de Leo, por mí. Tiene algo más que decir:

»—Las montañas en una isla son el doble de remotas, querida, el doble de distantes, pero también el doble de predecibles. Casi todo lo que ocurre ocurre una y otra vez. Ya sabes, es posible que Leo te lo haya contado, que mi madre y mi padre vivieron de forma muy similar a como vivimos él y yo: juntos, pero no del todo. Es bastante corriente aquí, donde la conservación y la transmisión del patrimonio tiene prioridad sobre todo lo demás y sin duda sobre algo tan fugaz como el amor. Las piedras, la tierra y los edificios —alza una muñeca fina y blanca, adornada con una pulsera de zafiros, para indicar el palacio a sus espaldas— son los que duran y son ellos los que cuentan.

»Miro a Simona, que juguetea con los zafiros, con sus anillos, con su pelo. Su mirada se cruza con la mía y nos quedamos así un rato, con comodidad, creo yo, diciéndonos más en aquellos instantes con los ojos de lo que nos hemos dicho la una a la otra a lo largo de estos once años.

»—Espero que sepas, que comprendas, que no siento
rencor
hacia ti, aunque lo sentí. ¿Sería rencor o pura envidia, celos? Al principio, me pareciste adorable: un potro indómito con aquellas piernas largas y delgadas. Estábamos todos prendados de tu espíritu. En general, no eras más que otra cara en torno a la mesa, hasta que observé que otras personas se fijaban en ti; Leo, por supuesto, pero todos los demás también. Aunque no quería a Leo para mí, no quería que tú lo quisieras. Curiosamente, no lo vi, a vuestro idilio, como una traición de Leo, quien, después de todo, ya había tenido a tantas mujeres antes que a ti, sino tuya. Sentí que me habías traicionado. Es que, inconscientemente, había comenzado a pensar en ti como en una de mis hijas y en realidad era como si una de mis hijas me hubiese traicionado. Había hecho por ti todo, casi todo, lo que hacía por las princesas: elegirte la ropa, ocuparme de tu salud, comentar tu educación con los profesores. Insistí para que aprendieras el catecismo y tomaras la primera comunión con Yolande y Charlotte y que te confirmaras. Conociendo su sensibilidad y su propensión a la ternura, hice que Agata cuidara de ti. No soy demasiado maternal, Tosca, aunque lo he intentado, pero con nadie he sido tan maternal como contigo. No ha sido mucho, ¿verdad? ¿Es eso lo que piensas?

»Niego con la cabeza. Una negación precaria. Cierro los ojos y veo el rostro de mi madre y el rostro de mi hermana, tan parecido al suyo.

»—Ay, Tosca. —Suspira y pienso que es un suspiro de finalización, aunque apenas entiendo cuál fue el comienzo de su soliloquio ni por qué sigo sin poder dirigirle la palabra. Se ha quedado callada, pero no se levanta para marcharse y no sé si no se habrá despedido de mí con aquel suspiro, si soy yo la que se debe levantar para marcharse—. Evidentemente, que envidiara tu belleza era una reacción normal. Cumpliste quince el año que yo cumplí cuarenta. Tú estás comenzando y yo pasando el primer mojón del descenso. Nunca había prestado demasiada atención a los siete años de diferencia entre la edad de Leo y la mía. De pronto, mis cuarenta años en comparación con sus treinta y tres se presentaron como una brecha horrorosa que se agrandaba a una velocidad vertiginosa hasta que conjuré el tiempo, sí, hasta que contuve las aguas que corrían con todos aquellos cuerpos. Mis nuevos amigos. Los hombres y los jóvenes. Mis amados remunerados. Me cuesta recordar aquellos días, pero sí que los recuerdo. Mientras tú y Leo os ibais acercando el uno al otro… ¿Sabes que preví vuestro "acoplamiento", por llamarlo así, con toda precisión? ¿Y sabes que podía notar el cambio en ti incluso mientras sorbías el café? Mientras tú y Leo os ibais acercando el uno al otro, mi impulso fue desesperarme. Había estado bien todos aquellos años de sus escarceos en los que las mujeres eran tan insignificantes para él como lo era yo. La vida se mantenía en equilibrio, pero tú rompiste aquel equilibrio. En realidad, no estoy del todo segura de haber visto amor alguna vez, antes de ver el vuestro. Es bastante raro, ¿sabes? Estoy segura de no haberlo sentido jamás, ni siquiera he creído sentirlo, yo misma. Hasta pensar en la felicidad me aterroriza. Es tan frágil como una rosa al viento. ¿Por qué alguien querría elegir la felicidad antes que cualidades perdurables como el temor y el dolor? A menudo he sentido curiosidad por saber si el temor y el dolor morirían también, si los dejara, si dejara de ocuparme de ellos, de preocuparme por ellos. Supongo que nunca lo sabré. Nunca sabré lo que sabes tú, Tosca. He pensado mucho sobre esto estos dos o tres últimos años. Realmente espero que te vaya bien. Últimamente he notado en ti algo de nerviosismo que no había visto antes y por eso quería hablar contigo. Eres inquieta. Tal vez piensas demasiado en complicaciones. Siempre habrá complicaciones, querida. No te vayas, Tosca. Quédate aquí. Ámalo, si lo quieres, si te atreves; ámalo un poco por mí.

»Después de decir todo esto, lloró. Yo había empezado a llorar antes y, a través de las lágrimas, ella parecía un espectro diáfano, un fantasma elocuente vestido de gasa con lunares azules, y, peinado en ondas prietas su cabello cortado a lo paje y con las puntas de las mejillas enrojecidas, estaba casi guapa a aquella hora del día. Una mujer que había venido a tranquilizarme, a decirme que el laberinto es, en realidad, mi laberinto.

—A medida que la vida en el
borghetto
sigue mejorando y que Leo ve y percibe más serenidad entre los campesinos, él también se siente más tranquilo. Emprendemos una de nuestras primeras excursiones lejos del palacio. Cargamos en uno de los camiones leña y cestas de provisiones y una especie de catres del ejército y edredones de plumas y faroles y atravesamos las montañas hasta una meseta elevada donde dormimos en un campo de mejorana, hisopo y menta silvestres. Leo machaca puñados de plantas sobre una piedra, prepara una tisana con ellas en el fuego, me la sirve en una tacita de nácar y me dice que con aquel elixir reconfortaban los eleusinos a la acongojada Deméter cuando ella descansaba en sus campos.

»Vamos hacia el mar y, cuando finalmente lo veo, echo a correr desde el automóvil. Me arranco la falda y la camisa, me saco la camiseta por encima de la cabeza y me aflojo la trenza. Entro corriendo en las olas. Salpico, grito, me zambullo, trago sus jugos salobres y quedo lavada y lustrosa, como un largo pez marrón que brinca entre las olas encrespadas color azul acerado de los bordes de mi isla, pero entonces añoro las montañas. Adondequiera que Leo me lleve por la isla, encuentro belleza y siento alegría, pero siempre añoro las montañas. Añoro los caballos. Añoro mi vida cotidiana. Yolande y Charlotte son más sabias que yo.

»Como ya llevamos años haciendo, Leo y yo seguimos saliendo a caballo todas las mañanas. Ya no salimos con los invitados del palacio ni con Cosimo a trotar siguiendo las huellas convencionales del jinete social, sino que nos vamos por los senderos menos trillados de la montaña o el bosque o nos dirigimos hacia los prados abiertos de la meseta elevada, donde podemos correr, donde, podemos sentirnos libres. Aunque fácilmente podríamos organizar nuestros días y nuestras noches para que incluyeran un encuentro amoroso dentro del palacio, aquellos viajes antes del amanecer pasan a ser nuestro noviazgo. Creo que es la alegría privada de levantarse, vestirse y encontrarse en la cocina oscura, donde Leo, con los rizos rubios que el sueño le ha enmarañado pegados a las sienes, servía nuestras dos tacitas de
espresso
. Corriendo atravesamos entonces los jardines hacia los establos, como ladrones en la espesa tranquilidad de la noche. Hasta los caballos tienen un aire de complicidad y se muestran pacientes como niños sumisos mientras los ensillamos y nos preparamos, con jerséis y prendas de
tweed
que guardamos en el mismo establo. Cuando no hay luna, seguimos las sendas despejadas y, cuando la hay, recorremos caminos retorcidos, entrando y saliendo de bosques silenciosos que nos dan un poco de miedo.

»Una mañana, cuando la oscuridad se desvanece, desmontamos y conducimos los caballos hasta un claro, apretamos el paso con cautela junto a un acantilado y entramos en la nueva luz perlada. Nos quedamos quietos, acariciando el cuello de los caballos, esperando al sol. Un viento caliente y violento irrumpe entre las hojas secas amarillas de los robles que tenemos detrás, cuyo silbido suena como el llanto de una mujer. Tiritando incluso bajo el peso de la vieja chaqueta de ante de Leo, qué frío tengo mientras tiemblo y trato de oír a la mujer cuyos gritos son más suaves que el siseo estridente de las hojas. Entonces el viento refresca y la luz sube tronando detrás de las montañas, encendiendo la piedra y el cielo con llamas largas y amarillas. Cesa el silbido y caminamos, con menos cautela, diría yo, a lo largo del borde del acantilado y, cuando llegamos a la meseta y volvemos a montar, cabalgamos intensamente, cabalgamos hasta quedarnos sin aire, encontramos sombra y hacemos andar al paso a los caballos para refrescarlos y nos instalamos a descansar. A la deliciosa luz temblorosa que hay bajo las ramas de unos álamos viejos, somos amantes.

»Casi todas las mañanas vamos a caballo hasta la
locanda
medio en ruinas que hay en el pinar, el lugar donde nos detuvimos a beber vino y a andar un poco la noche de mi decimoctavo cumpleaños. Nos quedamos un rato allí, en un saloncito; la pintura verde pálido de sus paredes altas está desconchada y se sale y el suelo de baldosas rojas está tan gastado que se alabea; la piel de raso color marfil de los sillones y los sofás está hecha jirones. Al fondo de la sala hay un piano de cola Bechstein de madera oscura y de vez en cuando me pongo a tocar a Saint-Saëns. Toco
Le cygne
. Leo se queda de pie, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, escuchando. Toco apenas unos cuantos compases antes de que me interrumpa:

»—Es un cisne, Tosca. La música ha sido compuesta para dar la impresión de un cisne; no hay ningún indicio de que se aproxima un elefante.
Piano, piano, amore mio
.

»Siempre hay té, todavía tibio, en una jarra de porcelana. Pan, mermelada, alguna galleta. Un melón, cortado con arte. Unos cuantos frutos del bosque mezclados en una fuente rosa, cuyas hojas y tallos conservan todavía un poco de tierra. Hay flores con sus ramas en un bote de jengibre azul y blanco sobre la repisa ancha de piedra. No oímos ni vemos a nadie, aunque nuestros benefactores viven en un ala remota de la casa. La luz suave que se filtra entre los árboles entra a través del cristal ondulado de las ventanas largas y con muchas hojas y cae sobre nosotros, que estamos reclinados sobre una lujosa alfombra con flecos, con grandes rosas amarillas estampadas. Nos tumbamos allí sobre las rosas amarillas, delante del fuego, y simulamos que estamos en casa. Hablamos y luchamos y reímos y comemos y bebemos. Dormimos y soñamos sobre la alfombra rojo oscuro con las rosas amarillas, como si su largo y su ancho marcaran los confines del mundo. Paso los dedos por los flecos sedosos de la alfombra y escucho hablar a Leo. Con los brazos por encima de la cabeza, a veces agarro los flecos y los sujeto en los puños. Bajo la luz verde helada, la luz submarina clara y brillante de aquellas mañanas, la alfombra rojo oscuro con las rosas amarillas sí que marca los confines del mundo y cuando, al otro lado de la puerta, el reloj del vestíbulo da las ocho, lo recogemos todo para marcharnos. Debemos regresar al palacio, regresar al
borghetto
para comenzar nuestro día de trabajo.

—La carta está escrita a mano en papel grueso de color vainilla y sellada con lacre rojo a la antigua usanza. Uno de los criados se la entrega a Leo en la mesa del desayuno.

»—Un caballero está esperando en el vestíbulo, señor. Espera su respuesta —dice el criado, conteniendo con prudencia una sonrisita. Es un comportamiento tan dieciochesco que Leo se queda perplejo. Guardamos silencio mientras rompe el sello y abre la nota.

»—Espero que sea una invitación para un baile de máscaras —dice Charlotte.

»Reímos, manteniendo nuestra atención en el príncipe mientras lee.

»—Pues sí, sí, por favor, dile al caballero que acepto y dale las gracias, Mimmo —dice Leo al criado, que sale rápidamente, sacudiendo la cabeza de forma casi imperceptible.

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