Un yanki en la corte del rey Arturo (20 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—Mala bestia sin misericordia alguna en las vísceras, ¿por qué me dejas el hijo si me robas los medios para alimentarlo? Curiosamente, lo mismo había ocurrido en el país de Gales en mis tiempos, bajo la misma Iglesia oficial, que, según muchos, había cambiado de naturaleza cuando cambió de disfraz.

Despedí a los tres hombres y, mientras abría la puerta del corral, le hice señas a Sandy de que se acercara…, y así lo hizo; pero no exactamente de forma pausada, sino más bien con la velocidad de un incendio de pradera. Y cuando se precipitó sobre los puercos, con lágrimas de gozo rodando por sus mejillas, apretándolos contra su corazón, besándolos, acariciándolos, dirigiéndose a ellos con altisonantes y principescos nombres, sentí vergüenza de ella y sentí vergüenza del género humano.

Teníamos que llevar los cerdos a casa, a unos quince kilómetros, y debo decir que nunca he conducido damas más caprichosas y obstinadas. Se negaban a seguir cualquier camino o sendero, se desbandaban a cada momento, escapando en todas las direcciones, perdiéndose entre las rocas, subiendo por las colinas más empinadas o buscando los terrenos más escabrosos. Y no me era permitido golpearlas ni abordarlas bruscamente. Sandy no permitiría que utilizase modales que no fuesen dignos de sus altos rangos. Hasta la más vieja y fastidiosa de las cerdas tenía que ser llamada mi lady o Alteza, como todas las demás. Resulta difícil y fatigoso tratar de reunir a un grupo de cerdos traviesos cuando vas recubierto por una armadura. Había una condesa con un anillo de hierro en el hocico y muy poco pelo en el lomo que daba mucha guerra. Tuve que perseguirla durante una hora por todo tipo de terreno, y al final nos encontramos en el mismo sitio donde habíamos empezado, sin haber progresado un solo pelo. La agarré por el rabo y así la llevé un buen trecho, a pesar de sus agudos chillidos. Cuando Sandy se dio cuenta se mostró horrorizada y me dijo que era una indelicadeza de la más baja estofa arrastrar a una condesa por sus trenzas.

Llegamos con los cerdos a casa justo al oscurecer… con la mayoría de ellos, quiero decir. Habíamos perdido a la princesa Nerovens de Morganore y a dos de sus damas de compañía, a saber, la señorita Angela Bohun y la doncella Elaine Courtemains, la primera de ellas una joven cerda de color negro con una estrella blanca en la frente, y la segunda, una puerca de color marrón de patas flacas y una leve cojera en el pernil delantero del lado de estribor. Tengo que decir que eran dos de las cerdas más insoportables que he conocido en toda mi vida.

También había entre las desaparecidas unas cuantas baronesas…, y por mí hubiesen podido seguir desaparecidas; pero no, había que encontrar todo ese tocino de modo que mandamos a varios sirvientes provistos de antorchas a buscarlas por los montes y colinas.

Por supuesto que toda la piara fue alojada en la casa y, ¡por mis pistolas!, jamás había visto nada semejante. Ni había tenido que oír nada semejante. Y tampoco había olido nada semejante. Parecía una insurrección en una fábrica de gases.

21. Los peregrinos

Cuando, por fin, me fui a la cama estaba increíblemente cansado. ¡Qué lujo, qué placer estirar y relajar los músculos en tensión durante tanto tiempo! Pero, por el momento, no podía aspirar a más; dormir sería imposible. El alboroto que hacía la nobleza retozando, corriendo y chillando por los pasillos y salones de la casa semejaba un verdadero pandemónium y no me permitió pegar ojo. Al estar en vela, mi mollera se puso naturalmente en funcionamiento, y la mayoría de los pensamientos giraban alrededor del curioso espejismo que sufría Sandy. He ahí una mujer sana, tan sana como cualquier persona que aquel reino podía producir, y pese a ello, desde mi punto de vista, estaba actuando como una loca. ¡Caray! ¡Lo que hace el aprendizaje, la influencia de otros, la educación! Hace posible que una persona llegue a creer en cualquier cosa. Tenía que ponerme en el lugar de Sandy para intentar comprender que no era una lunática. Sí, y ponerla a ella en mi lugar para demostrarle lo fácil que resulta parecer lunático a los ojos de una persona que ha recibido una educación distinta a la propia. Si le hubiese dicho a Sandy que había visto un carromato que, sin encontrarse bajo el influjo de un encantamiento, era capaz de circular a ochenta kilómetros por hora; que había visto a un hombre, desprovisto de poderes mágicos, meterse en una cesta y elevarse hasta desaparecer entre las nubes, y que había escuchado, sin la ayuda de un nigromante, la voz de una persona que se hallaba a cientos de kilómetros de distancia, Sandy no sólo hubiera pensado que yo estaba loco: hubiera creído estar segura. Toda la gente que ella conocía creía en encantamientos; nadie albergaba ninguna duda. Dudar que un castillo pudiese ser convertido en una pocilga y todos sus ocupantes en cerdos equivaldría a poner en duda entre los habitantes de Connecticut la existencia del teléfono y sus portentos. En ambos casos las dudas se habrían considerado pruebas irrefutables de una mente enferma y una razón desequilibrada. Sí, Sandy estaba cuerda; me veía en la obligación de admitirlo. Y si yo quería conservar mi cordura a ojos de Sandy debía ocultarle mis supersticiones sobre locomotoras, dirigibles y teléfonos que ni estaban encantados ni son milagrosos. Además, yo tenía la creencia de que el mundo no era plano, que no estaba sostenido por columnas y que no estaba cubierto por un toldo para contener un universo de agua que ocupaba todo el espacio superior. Pero como era yo en todo el reino la única persona contaminada por estas opiniones impías y criminales, decidí que sería prudente guardar silencio también sobre este asunto, si no quería verme bruscamente apartado y proscrito de todos en razón de mi locura.

A la mañana siguiente, Sandy reunió los cerdos en el comedor para darles el desayuno, que ella les sirvió personalmente, haciendo gala en todo momento de la profunda reverencia que los habitantes de su isla, ancianos y jóvenes, han sentido siempre por el rango, sea cual sea su envoltura externa y el contenido mental y moral de sus poseedores. Se me hubiese permitido comer con los marranos si mi alcurnia correspondiese a la importancia de mi cargo oficial, pero no era así, de modo que tuve que aceptar sin quejarme el inevitable desaire. Sandy y yo tomamos el desayuno en la segunda mesa. La familia no estaba en casa. Pregunté:

—¿Cuántos son en tu familia, Sandy, y dónde están?

—¿Familia?

—Sí.

—¿Qué familia, buen señor mío?

—¡Vaya! Pues esta familia, tu familia.

—A decir verdad, no os comprendo. No tengo familia.

—¿Que no tienes familia? Caramba, Sandy, ¿pero no es éste tu hogar?

—¿Cómo podría serlo? No tengo hogar.

—Bueno, pero entonces, ¿de quién es esta casa?

—Ah, podéis tener la seguridad de que os lo diría si lo supiese.

—¿Así que ni siquiera conoces a esta gente? ¿Entonces quién nos invitó?

—Nadie nos invitó. Vinimos aquí, eso es todo.

—¡Santo cielo, mujer, esto es algo exorbitante! ¡Una desfachatez inimaginable! Nos dejamos caer alegre y despreocupadamente en la casa de un hombre y la ocupamos de cabo a rabo con la única nobleza de alguna utilidad que se ha visto sobre la faz de la tierra, y resulta que ni siquiera sabemos cómo se llama ese hombre.

¿Cómo has podido tomarte esa libertad desmesurada? Yo había supuesto, naturalmente, que estábamos en tu casa. ¿Qué va a decir el dueño?

—¿Qué va a decir? ¿Qué otra cosa podría decir además de darnos las gracias?

—¿Gracias de qué?

En su rostro apareció una expresión de extrema sorpresa. —En verdad, dificultáis mi comprensión con palabras extrañas. ¿Acaso es posible concebir que alguien de su condición reciba otra vez en toda su vida el honor y la gracia de acoger en su hogar una visita como la nuestra?

—Bueno, no. Si lo miras de ese modo, pues no. Hasta se podría apostar que es la primera vez que recibe una visita como la nuestra.

—Entonces permitidle que manifieste su gratitud y que lo demuestre con palabras lisonjeras y con la debida humildad. Si no lo hiciese así, sería un perro, y perros serían sus descendientes y sus antepasados.

A mi entender, la situación, bastante incómoda ya, podría tornarse aún más incómoda. Quizá no sería mala idea reunir a los cerdos y continuar camino, así que dije:

—Se está haciendo tarde, Sandy. Me parece que ya va siendo hora de juntar a toda la nobleza y ponernos en marcha.

—¿Hacia dónde, gentil señor?

—Debemos llevar a cada dama a su sitio de origen, ¿no es así?

—¡Ja, escuchadle! ¡Pero si provienen de todas partes de la tierra! Si tuviésemos que acompañar a cada una a su hogar no tendríamos tiempo para realizar todos estos viajes en una vida tan breve como la que nos ha asignado Aquel que creó la vida y después creó también la muerte con la ayuda de Adán, quien pecó al acceder a las persuasiones de su compañera, embaucada y traicionada por las argucias del gran enemigo del Hombre, la serpiente poderosa, y desde tiempos pretéritos ha sido consagrada y elegida para llevar a cabo ese pérfido trabajo en razón de su desmesurada malevolencia y de la envidia engendrada en su corazón por las bajas ambiciones que enmohecieron y marchitaron una naturaleza antaño tan blanca y tan pura en aquellos tiempos lejanos en que surcaba el hermoso cielo en compañía de sus hermanos de nacimiento, a la sombra y cobijo de aquellas alturas, de cuyo rico estado y condición son moradores, y…

—¡Zambomba!

—¿Milord?

—Bueno, sabes que no tenemos tiempo para este tipo de cosas. ¿No te das cuenta? Podríamos llegar con esta gente hasta todos los rincones de la tierra en menos tiempo del que te llevaría explicar que no podemos hacerlo.

Ahora no es el momento de hablar, sino de actuar. Debes tener mucho cuidado, no puedes permitir que de nuevo se ponga en funcionamiento tu molino en un momento como éste. Manos a la obra, y deprisa. ¿Quién va a llevar a casa a la aristocracia?

—Sus propios amigos. Vendrán a buscarlos desde todos los puntos de la tierra.

Esto era tan inesperado como un relámpago en un cielo despejado, y sentí tanto alivio como si me acabasen de perdonar una condena. Por supuesto que ella se quedaría para hacer entrega de la mercancía.

—Bueno, Sandy, ya que hemos llevado a fin nuestra empresa de una manera tan alegre y exitosa, regresaré a la corte para dar cuenta, y si alguna vez nos volvemos a…

—Yo también estoy lista; iré con vuestra merced. Anulado el perdón.

—¿Qué? ¿Qué vienes conmigo? ¿Y por qué?

—¿Podríais pensar acaso que soy capaz de traicionar a mi caballero? Gran deshonra sería. No me separaré de vuestra merced hasta que en un caballeresco encuentro en el campo de batalla algún caballero más poderoso os derrote y consiga así el derecho a mí. Y que Dios me confunda si pensara que eso podría acaecer alguna vez.

«Elegido para un largo período —suspiré para mis adentros—. Ya que no hay remedio, habré de sacar el mayor partido posible.»

Entonces dije:

—Está bien, en marcha.

Mientras Sandy se despedía llorosamente de los puercos, cedí a los sirvientes toda aquella aristocracia. Y les recomendé que utilizaran un buen plumero para limpiar los rincones donde la nobleza se había alojado y los sitios por donde se había paseado, pero les pareció que realmente no valdría la pena, y además sería una grave desviación de las costumbres, que posiblemente daría que hablar. ¡Una desviación de las costumbres! No había más que hablar; era ésta una nación capaz de cometer cualquier crimen menos ése. Los sirvientes dijeron que observarían las usanzas, unas usanzas que se habían hecho sagradas a causa de una obediencia inmemorial. Se limitarían a colocar unos cuantos juncos en todos los aposentos y salones para que la aristocrática visita resultara un poco menos evidente. Se trataba de una especie de sátira de la naturaleza: depositaba la historia familiar en un estratificado registro, de modo que un arqueólogo de futuros siglos, valiéndose de los restos de cada período, podría discernir los cambios de la dieta familiar introducidos durante un siglo.

Lo primero que encontramos en el camino aquel día fue una procesión de peregrinos. No iba en la misma dirección que nosotros, pero de cualquier manera nos unirmos a ella, porque cada hora que pasaba me daba cuenta con mayor claridad de que si pretendía gobernar el país sabiamente debía estar al tanto de los detalles de su existencia, y no con información de segunda mano, sino por la observación y el escrutinio personales.

El grupo de peregrinos recordaba a los de Chaucer en lo siguiente: que tenía un representante de casi todas las profesiones y ocupaciones superiores que se ejercían en el país, con la correspondiente variedad en el vestuario.

En el grupo iban jóvenes y viejos, hombres y mujeres, gente grave y gente vivaz. Cabalgaban sobre mulas y caballos y no se veía ninguna silla de montar al estilo jineta, ya que esta especialidad no se conocería en Inglaterra antes de que pasaran otros novecientos años.

Resultaba una manada agradable, amistosa, sociable, eran piadosos, alegres y llenos de brusquedades inconscientes e indecencias inocentes. Lo que ellos consideraban meramente chistes
pícantes
circulaba de boca en boca con el mismo desparpajo con el que se podría contar entre la mejor sociedad inglesa doce siglos más tarde. Bromas que serían dignas de los ingenios más destacados en la distante Inglaterra del siglo XIX aparecían aquí, allá y acullá a lo largo de la fila, provocando enardecidos aplausos, y a veces, cuando se hacía un comentario chistoso en un extremo de la procesión y comenzaba a avanzar hacia el otro, era posible observar su progreso, como si de una ola se tratara por la destellante espuma de risas que surgía a medida que se iba abriendo paso, y asimismo, por el rubor que causaba en las mulas.

Sandy conocía el propósito de la peregrinación y me lo dijo:

—Viajan al valle de la Santidad para recibir las bendiciones de los santos ermitaños y beber las aguas milagrosas que limpian de pecado.

—¿Y dónde está ese balneario?

—Hállase a dos días de aquí, en las fronteras del país denominado el Reino del Aire.

—Háblame de él. ¿Es un sitio célebre?

—Ah, en verdad que lo es. No hay otro que lo sea en mayor medida. En tiempos remotos vivía allí un abad con sus monjes. No debían de existir otros más santos que ellos en el mundo, pues se entregaban por completo al estudio de libros piadosos y no se hablaban unos a otros, más aún: no hablaban con nadie, comían hierbas rancias y nada más, dormían malamente y oraban mucho, y no se lavaban nunca; además, llevaban la misma vestidura hasta que se desprendía de sus cuerpos a causa de los muchos años y la podredumbre. Con justicia llegaron a ser conocidos en todo el mundo por razón de estas santas austeridades y visitados por ricos y pobres, y muy reverenciados.

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