Un yanki en la corte del rey Arturo (17 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Bueno, dejé todo arreglado e hice que mandaran al hombre de regreso a su hogar. Sentía un gran deseo de poner al verdugo en el potro de tortura, no porque se tratase de un funcionario que llevara a cabo su tarea con desgana y con negligencia —porque no se podría negar que cumplía sus funciones cabalmente—, sino para hacerle pagar las brutales bofetadas y las vejaciones que había hecho sufrir a la joven. Los curas me lo contaron, y se veían fervorosamente encendidos con la idea que el verdugo fuese castigado. De vez en cuando aparecían algunos desagradables exponentes de esta clase. Me refiero a episodios que demostraban que no todos los curas eran farsantes, egoístas y avariciosos, y que muchos, incluso la mayoría, de aquellos que se encontraban mezclados con la gente común eran hombres sinceros y de buen corazón, dedicados a aliviar las penurias y sufrimientos humanos. Bueno, el hecho de que existiesen estas excepciones era algo inevitable, así que rara vez le daba vueltas al asunto y, cuando por casualidad lo hacía, las vueltas que le daba no eran muy numerosas.

Nunca me he distinguido por preocuparme demasiado por cosas que no tienen solución. Pero, de todos modos, no me gustaba el asunto, pues era justamente el tipo de cosas que sirven para mantener conforme a la gente con una Iglesia oficial. Todos debemos tener una religión, sobra decirlo, pero mi idea era despedazarla en cuarenta y tres sectas diferentes, para que se vigilasen entre sí, como ocurría en Estados Unidos en mis tiempos. La concentración de poder en una maquinaria política es nociva, y una Iglesia oficial no es más que una maquinaria política. Para ello fue inventada; para ello ha sido cuidada, acunada y preservada. Es un obstáculo para la libertad humana, y tiene las mismas ventajas que si se encontrara dividida y dispersa. Lo que estoy afirmando no es una ley, no forma parte de un evangelio; no, es sólo una opinión…, mi opinión, y yo soy solamente un hombre, un individuo, así que mi opinión no tenía más valor que la del papa…, y tampoco menos.

En fin, no podía poner al verdugo en el potro de torturas, y tampoco podía pasar por alto las justas protestas de los curas. El hombre debía ser castigado de un modo u otro, así que lo destituí de su cargo y lo nombré director de la banda de música, de la nueva banda que iba a ser formada. Me suplicó que no lo castigase de ese modo, diciendo que no sabía tocar, una excusa plausible, pero insuficiente; no había en el país un solo músico que supiera tocar.

La reina montó en cólera cuando se enteró a la mañana siguiente de que no podría disponer de la vida de Hugo ni de sus propiedades. Le expliqué que debía soportar esa cruz, que aunque la ley y la costumbre le conferían todo el derecho sobre la vida y la hacienda del hombre, existían en este caso circunstancias atenuantes, y por ello le había concedido el perdón en nombre del rey Arturo. El venado de marras estaba asolando los campos de Hugo, y él lo había matado en un arrebato de pasión, y no para obtener ganancia, y luego lo había cargado hasta el bosque real, con la esperanza de que esta acción hiciera imposible que diesen con el culpable. ¡Maldita sea!, no conseguía hacerla ver que un arrebato de pasión es una circunstancia atenuante en el asesinato de un venado, o de una persona, así que me di por vencido, y la dejé que se desahogara. Había pensado que podría hacérselo entender recordándole que su propio arrebato de pasión cambiaba la gravedad del crimen en el caso del paje.

—¡Crimen! —exclamó—. ¡Pero cómo os atrevéis a hablar así! ¡Crimen! ¡Diantre! ¡Hombre, si voy a pagar por él!

Ah; de nada servía utilizar argumentos con esa mujer. El aprendizaje de una persona… lo es todo. Una persona es su aprendizaje. Hablamos de la naturaleza humana; es un disparate. No existe la naturaleza. Lo que llamamos con ese nombre engañoso no es más que herencia y aprendizaje. No tenemos opiniones ni pensamientos propios; nos han sido transmitidos, inculcados. Todo lo que existe de original en nosotros y, por lo tanto, de honroso o deshonroso, puede ser recubierto y escondido en el ojo de una aguja de batista; el resto proviene de los átomos que hemos heredado de una procesión de antepasados que se remonta mil millones de años hasta la primera pareja, o el primer saltamontes, o el primer mono, a partir del cual ha ido evolucionando nuestra raza humana, tan tediosa, ostentosa e improductivamente. En cuanto a mí, lo que yo pienso de esta triste y fatigosa peregrinación, de este patético recorrido a la deriva entre dos eternidades, es que hay que estar atento y vivir con humildad una vida pura, elevada e intachable, y preservar ese átomo microscópico en mi interior, que verdaderamente soy yo, el resto bien puede irse al cuerno, y quedarse allí.

No; maldita sea; tenía una inteligencia normal, tenía suficiente materia gris, pero su aprendizaje la había convertido en un asno…, quiero decir, desde un punto de vista que tardaría varios siglos en aparecer. Matar al paje no era un crimen, era su derecho, y en su derecho se apoyaba, con toda tranquilidad, inconsciente de haber cometido un delito. Ella era el resultado de varias generaciones educadas en la creencia incuestionada e inexpugnable de que la ley que le permitía asesinar a un súbdito cuando así se le antojase era una ley perfectamente adecuada y justa.

Bueno, al César lo que es del César y a Satanás lo que es de Satanás. Una de sus acciones merecía ser elogiada, y yo intentaba encontrar un elogio apropiado, pero las palabras se me atrancaban en la garganta. Tenía derecho a matar al paje, pero de ninguna manera estaba obligada a pagar por él. Otra persona hubiese tenido que hacerlo, pero ella no. La reina sabía de sobra que realizaba una acción magnánima al pagar por aquel chico, y que en toda justicia yo debería reconocerlo con un comentario favorable, pero no me era posible…, mis labios se negaban. No podía apartar de mi imaginación la figura de la anciana y desdichada abuela con el corazón desgarrado, y la de aquel gentil y atractivo muchacho tirado en el suelo, muerto, los adornos y encajes de seda manchados por su propia sangre. ¡Cómo podría pagar por él! ¡Y a quién podría pagarle! Sabía muy bien que esta mujer, con un aprendizaje como el que había recibido, merecía un elogio por lo que se proponía hacer, incluso merecía adulación y, sin embargo, yo, con un aprendizaje como el mío, era incapaz de hacerlo. Me limité a repetir un cumplido que había escuchado en boca de alguien, a propósito de alguna otra cosa, y lo más triste es que a final de cuentas resultaba ser cierto.

—Madame: vuestra gente os adorará por esto.

Muy cierto, pero me propuse que si vivía lo suficiente la mandaría ahorcar por este crimen. Algunas de las leyes en este país eran pésimas, realmente pésimas. Un amo podía matar a su esclavo por cualquier nimiedad: por un simple rencor, por una sospecha o para divertirse… y, como ya hemos visto, quien ostentaba una corona podía proceder del mismo modo con uno de sus esclavos, es decir, con cualquiera de sus súbditos. Una persona de alcurnia podía matar a un plebeyo, y pagar por él con dinero en efectivo o con productos de su huerta. Un noble podía matar a otro noble sin incurrir en ningún gasto, al menos la ley no lo estipulaba, aunque se esperaba una compensación en especies. Cualquier persona podía matar a otra persona, excepto el plebeyo y el esclavo, que no tenían ningún privilegio. Si ellos mataban, entonces se trataba de un asesinato, y la ley no estaba dispuesta a permitir los asesinatos. Despachaba en un periquete a quien se atreviera a hacerlo, junto con su familia, si el muerto era alguien que pertenecía a las altas clases ornamentales. Si un plebeyo causaba a un noble un rasguño desafortunado, que no lo dejaba herido de muerte, que ni siquiera lo dejaba herido, era castigado de todos modos con una muerte desafortunada: lo condenaban a ser arrastrado por cuatro caballos, que lo dejarían reducido a un guiñapo de carne y huesos, en presencia de una multitud de espectadores que se partirían de risa haciendo chistes, y algunos de los comentarios de los asistentes más dilectos eran tan groseros y tan impropios de ser impresos como cualquiera de los que publicó el gentil Casanova en su capítulo sobre el descuartizamiento de un pobre y desgarbado enemigo de Luis XV.

Ya estaba bastante harto de aquel sitio repugnante y quería marcharme, pero no podía hacerlo; había un asunto que me seguía martilleando la conciencia, impidiéndome que consiguiera olvidarlo. Si me fuese concedido hacer de nuevo al hombre, no lo dotaría de conciencia. Es una de las características más desagradables en el ser humano, y aunque ciertamente hace muchas cosas buenas, no se puede decir que a fin de cuentas logre compensar las desventajas. Sería preferible hacer menos cosas buenas y poder vivir con más comodidad. De cualquier manera, se trata sólo de mi opinión, y yo no soy más que un individuo. Es posible que otros individuos, con menos experiencia que yo, piensen de manera diferente. Y tienen perfecto derecho a su punto de vista. Yo sólo sostengo lo siguiente: he estado observando a mi conciencia durante muchos años, y estoy convencido de que me ha causado más problemas y molestias que cualquiera de las otras propiedades con las que nací. Supongo que al principio le daba mucho valor, ya que le damos valor a todo lo que nos pertenece, y, sin embargo, ¡qué tonto he sido al pensarlo así! Si contemplamos la cuestión desde otro ángulo nos damos cuenta de lo absurdo que resulta. Si me encontrase atado a un yunque, ¿le concedería valor? Por supuesto que no. Y, no obstante, si lo piensas bien, te das cuenta de que realmente no hay ninguna diferencia entre una conciencia y un yunque… en lo que se refiere a la comodidad. Lo he observado un millar de veces. Y a un yunque lo puedes deshacer con ácidos cuando ya no lo soportas más; pero no hay ningún modo de deshacerse de una conciencia para siempre. Por lo menos, yo no conozco ninguno.

Había algo que quería hacer antes de marcharme, pero se trataba de algo desagradable y no me resolví a afrontarlo. Pues bien, estuve dándole vueltas al asunto toda la mañana. Se lo habría podido mencionar al anciano rey, pero ¿de qué hubiese servido? Si él no era más que un volcán extinguido. En sus tiempos había estado en actividad pero su fuego se había apagado hacía ya mucho, y ahora se hallaba reducido a un majestuoso cúmulo de cenizas. Era gentil, y tendría la suficiente amabilidad para escucharme, pero de nada serviría. El tal rey era poca cosa, no era nada; quien detentaba todo el poder era la reina. Y ella sí que era un Vesubio. Es posible que por hacerte un favor consintiera en dejar calentarse a una bandada de gorriones, pero aprovechando la oportunidad bien podía perder los estribos y quemar la ciudad entera. Empero, trataba de animarme pensando que cuando esperas lo peor con frecuencia sucede algo que, bien mirado, no es tan malo.

Así, pues, hice acopio de todo mi coraje y presenté mi caso ante su Alteza real. Le dije que en Camelot y en los castillos vecinos habíamos puesto en libertad a unos cuantos presos y que con su permiso me gustaría examinar su colección, su surtido de chucherías, es decir, sus cautivos. En un principio se negó, como yo había anticipado. Finalmente, consintió, cosa que también había anticipado, aunque no pensé que lo hiciera tan pronto. Sentí un alivio inmenso. Mandó que llamasen a su escolta y trajesen antorchas, y comenzamos el descenso hacia las mazmorras. Se encontraban debajo de los cimientos del castillo y eran, en su mayoría, pequeñas celdas excavadas en la roca viva. Algunas no tenían ni una rendija que dejara pasar la luz. En una de ellas había una mujer agazapada cubierta por andrajos malolientes. No decía una palabra ni respondía a nuestras preguntas, pero una o dos veces miró hacia nosotros, por entre una maraña de pelo enredado, como si quisiera saber qué era aquello que venía a interrumpir con sonidos y con luces el pesado e incomprensible sueño al cual se hallaba reducida su vida. Luego se sentó, inclinada, con sus dedos recubiertos de lodo descuidadamente entrelazados sobre el regazo, y no dio más señales de vida. Aquel desdichado conjunto de huesos era aparentemente una mujer de mediana edad, pero sólo aparentemente; llevaba nueve años encerrada allí y tenía dieciocho cuando entró. Pertenecía a la clase de los plebeyos, y había sido encarcelada en su noche de bodas por orden de sir Breuse Sance Pité, un señor feudal de la vecindad de quien su padre era vasallo, y a quien la joven había rehusado lo que ha recibido el nombre de
le droit du seigneur
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; más aún, había respondido con violencia a la violencia y había derramado unas gotas de la sacrosanta sangre del noble. En ese punto había interferido el joven esposo, juzgando que se encontraba en peligro la vida de la novia, lanzando a sir Breuse en medio del salón donde se encontraban los humildes y temblorosos invitados y dejando al caballero tendido en el suelo, él, atónito ante tan extraño proceder, e implacablemente enfurecido con el novio y la novia. Como las mazmorras de sir Breuse se encontraban repletas, había pedido a la reina que confinara a sus dos criminales, y se encontraba desde entonces allí, en aquella Bastilla de la reina… Para ser más exactos, antes de que se cumpliera una hora de haber cometido el crimen ya estaban encerrados. Nunca se habían visto a partir de entonces. Así que allí estaban encerrados como sapos en una misma roca, inmersos durante nueve años en aquella profunda oscuridad, a menos de veinte metros de distancia y sin saber si vivía el otro. Los primeros años era la única pregunta que hacían, con lágrimas en los ojos y con voces suplicantes, que con el paso del tiempo hubiesen podido conmover una piedra, tal vez, pero los corazones no son de piedra: «¿Está vivo él?». «¿Está viva ella?» Pero nunca habían recibido respuesta, y al final habían dejado de hacer esa pregunta, o cualquier otra.

Después de enterarme de todo esto quise ver al hombre. Tenía treinta y cuatro años, pero aparentaba sesenta.

Estaba sentado sobre un bloque cuadrado de piedra, la cabeza gacha, los codos apoyados en las rodillas, el pelo largo disperso sobre la cara, musitando para sus adentros. Levantó el mentón y nos contempló lentamente, con una mirada torpe, apagada, parpadeando por la molestia que le causaba la antorcha, y luego dejó caer la cabeza, siguió murmurando y se olvidó de nosotros. Había algunos testigos mudos, pero patéticamente reveladores: viejas cicatrices en sus muñecas y tobillos y, sujeta a la piedra donde se sentaba, una cadena con manillas y grilletes… abandonada en el suelo y con una gruesa costra de moho. Cuando un prisionero ha perdido el espíritu, las cadenas dejan de ser necesarias.

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