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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

Un yanki en la corte del rey Arturo (8 page)

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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Todavía en el siglo de mi nacimiento continuaba ese veneno en la sangre de la cristiandad, y los mejores de entre los plebeyos ingleses aceptaban alegremente que gentes de menor valía que ellos siguieran ocupando impunemente un gran número de posiciones, desde los señoríos hasta el trono, posiciones a las cuales no les permitían aspirar las grotescas leyes de su país. De hecho, no sólo aceptaban esta peculiar situación, sino que eran capaces de convencerse a sí mismos de que era motivo de orgullo. Lo anterior parece demostrar que puedes llegar a aceptar cualquier cosa si has nacido y crecido bajo su influjo. Por supuesto que esa inclinación, esa reverencia por títulos y rangos ha existido también en nuestra sangre americana, bien lo sé, pero cuando abandoné América había desaparecido casi por completo y sus residuos estaban restringidos a caballeretes y señoritingas. Cuando una infección se ha reducido hasta llegar a ese nivel, se puede decir con bastante tranquilidad que no ofrece ya ningún peligro.

Pero regresemos a mi posición anómala en el reino de Arturo. Heme aquí, un gigante entre pigmeos, un adulto entre mocosos, un intelecto maestro entre meros lunares de inteligencia, el único hombre verdaderamente grande desde un punto de vista racional que existía en todo el mundo británico, y no obstante allí y entonces, al igual que en la remota Inglaterra de la época de mi nacimiento, un conde con el intelecto de una mula, que reivindicase una antigua ascendencia de un allegado del rey con documentos adquiridos de segunda mano en los barrios bajos de Londres, era superior a mí. Un personaje así era adulado en el reino de Arturo y considerado con reverencia por todo el mundo, aunque sus inclinaciones fuesen tan bajas como su inteligencia, y su moralidad tan vil como su linaje. En algunas ocasiones podía sentarse en presencia del rey, cosa que yo no podía hacer.

Hubiese podido obtener un título con bastante facilidad y ello me habría elevado considerablemente ante los ojos de todos, incluso ante los ojos del rey, quien me lo habría otorgado. Pero no lo solicité y lo rechacé cuando me lo ofrecieron. Mis principios no me hubiesen permitido disfrutar de él, y de todos modos no hubiese sido apropiado, porque hasta donde llegaba mi información nuestra tribu siempre había carecido de intenciones siniestras. No me hubiese sentido verdadera y satisfactoriamente contento, orgulloso, convencido, con ningún título, excepto con cada uno que proviniese de la nación misma, la única fuente legítima. A ello había aspirado, y después de muchos años de esfuerzos honestos y honrados lo había conseguido, y desde entonces lo había llevado con alto y limpio orgullo. Este título había salido casualmente de labios de un herrero, en una aldea, un día cualquiera había sido bien recibido por sus vecinos y había comenzado a pasar de boca en boca con una sonrisa y un gesto afirmativo. En diez días se había extendido por todo el reino y se había hecho tan popular como el nombre del rey. En adelante se me llamaría siempre de ese modo, ya fuese en las conversaciones cotidianas de la gente o en los graves debates sobre asuntos de Estado en la Sala de Consejos del soberano. Este título, traducido al lenguaje moderno, correspondería a
El Jefe
. Elegido por la nación. Apropiado para mí. Y era un título bastante importante. Había muy pocas personas que pudiesen anteceder un «El» a su título, y yo era una de ellas. Si alguien decía «el duque», «el conde» o «el obispo», ¿cómo podría saberse a cuál de todos se refería?

Pero, si se decía «El Rey», o «La Reina», o «El Jefe», entonces la cosa era distinta.

Pues bien, yo apreciaba al rey y lo respetaba como rey, o sea, que respetaba el puesto, al menos hasta donde yo era capaz de respetar cualquier supremacía que no hubiese sido ganada, pero como ser humano lo despreciaba, igual que despreciaba a sus nobles, de manera muy discreta. Y tanto él como ellos me apreciaban, y respetaban mi cargo; pero me despreciaban en mi condición de animal sin pedigrí y sin títulos altisonantes, y no eran particularmente discretos al respecto. No me pedían cuentas por la opinión que me merecían, y yo no les pedía cuentas a ellos, así que estábamos en paz: el saldo cuadraba y todos tan contentos.

9. El torneo

Nada más fácil ni más rápidamente factible que el inventario de los objetos en poder de estos náufragos del aire, arrojados a una costa aparentemente deshabitada.

En Camelot celebraban constantemente grandiosos torneos que consistían en una especie de corridas de toros, pero con seres humanos, que resultaban muy animados, pintorescos y ridículos, y también agotadores para un hombre de mente práctica. Pese a ello, yo asistía casi siempre, y lo hacía por dos razones: un hombre, si aspira a gozar del aprecio de sus amigos y de la comunidad, no debe mantenerse al margen de las actividades predilectas de su gente, y menos aún en el caso de un hombre de Estado. En segundo lugar, como estadista y como hombre de negocios, quería estudiar los torneos y ver si podía incorporar algunas mejoras.

Lo cual me recuerda, por cierto, que el primer acto oficial de mi administración, y justamente el primer día en ejercicio, fue la creación de una oficina de patentes, pues sabía muy bien que un país sin una oficina de patentes y carente de leyes apropiadas en este sentido resulta igual que un cangrejo, que sólo puede moverse hacia los lados o hacia atrás.

Las cosas seguían su marcha, y casi todas las semanas teníamos un torneo. De vez en cuando los muchachos me pedían que participara —quiero decir, sir Lanzarote y los otros—, pero yo les decía que ya llegaría el momento, que no había prisa, y que estaba ocupadísimo engrasando, reparando y poniendo en funcionamiento la pesada maquinaria del gobierno.

Tuvimos un torneo que se prolongó una semana completa y en el cual participaron alrededor de quinientos caballeros. Tardaron varias semanas en reunirse, pues venían desde muy lejos, algunos desde los últimos confines del reino, o incluso desde el otro lado del océano. Muchos venían con sus damas, y todos traían escuderos y legiones de sirvientes. El conjunto resultaba de lo más brillante y abigarrado en lo que concierne a las vestimentas, y muy característico del sitio y de la época en lo tocante al entusiasmo animal, las inocentes procacidades del lenguaje y la alegre indiferencia por la moral. Peleaban o asistían a las peleas de los demás todo el día y todos los días, y cantaban, apostaban, bailaban y organizaban grandes juergas todas las noches y hasta bien entrada la noche. Se lo pasaban en grande. Lo nunca visto. Los ramilletes de hermosas damas, deslumbrantes en su bárbaro esplendor, veían cómo un caballero caía de su caballo atravesado por un asta de lanza tan gruesa como un tobillo, sangrando a borbotones, y en lugar de desmayarse aplaudían entusiasmadas y se empujaban unas a otras para tener mejor vista. Sólo de vez en cuando una de ellas se precipitaba sobre su pañuelo y se mostraba ostentosamente desconsolada, y entonces podías apostar doble contra sencillo que había por medio un escándalo amoroso y que la dama temía que el público se hubiese enterado.

En otro momento me hubiera molestado el ruido que hacían por la noche, pero en las circunstancias del momento no me importaba, pues me impedía oír a los curanderos amputando brazos y piernas a los lisiados de la jornada. Me echaron a perder una magnífica sierra dentada, así como su estuche, pero no dije nada. Y en cuanto a mi hacha, bueno, decidí de una vez por todas que la próxima vez que le prestara el hacha al cirujano elegiría un siglo diferente.

No sólo asistí al torneo todos los días, sino que además escogí a un clérigo muy listo de mi departamento de Moral Pública y Agricultura y le pedí que me presentara un informe, ya que tenía en mente fundar un periódico en cuanto la gente estuviera lo suficientemente preparada. La primera prioridad cuando te encargas de un país nuevo es abrir una oficina de patentes, luego organizar un sistema escolar y después ya estás listo para fundar un periódico. Naturalmente que un periódico tiene defectos, y muchos, pero no olvidéis nunca que es la mejor manera de conseguir que una nación muerta se levante de su tumba. Sin él es imposible resucitarla. Así que quería tantear el terreno y hacerme una idea del tipo de periodistas y reportajes que encontraría en el siglo VI.

El clérigo lo hizo bastante bien, dadas las circunstancias. Incluyó todos los detalles, algo muy conveniente cuando se trata de noticias locales. Al parecer, cuando era más joven había llevado los libros del Servicio de Pompas Fúnebres de su iglesia y en ese campo, como sabéis, los detalles representan dinero, cuanto más detalles se incluyan mayor es el botín: cargadores, plañideras, velas, oraciones, todo cuenta. Y si el deudo no compra suficientes oraciones, entonces el número de velas empleadas se anota con un lápiz de dos puntas y así se compensa el importe total. Y tenía habilidad para intercalar algún que otro comentario elogioso sobre un caballero que podría estar interesado en utilizar sus servicios de propaganda…, quiero decir, un caballero influyente.

Para terminar, tenía un talento para la exageración, ya que en cierta época había trabajado como portero para un piadoso ermitaño que vivía en una pocilga y obraba milagros.

Por supuesto que este primer reportaje se quedaba corto en fuerza, colorido y descripciones vívidas, careciendo por tanto de verdadero sabor, pero su redacción anticuada era curiosa, dulce, sencilla y plena de la fragancia y el gusto de la época, pequeños méritos que compensaban hasta cierto punto sus defectos más importantes. He aquí un extracto:

En esto, sir Brian de las Islas y Grummore Grummorsum, caballeros del castillo, se enfrentaron a sir Agloval y sir Tor, y sir Tor derribó en tierra a sir Grummore Grummorsum. Llegó entonces sir Carados de la Torre Dolorosa, y con él sir Turquin, ambos caballeros del castillo, y se enfrentaron a ellos sir Perceval de Gales y sir Lamo rak de Gales, que eran hermanos, y se acometieron sir Perceval y sir Carados, y las lanzas de ambos se quebraron en sus manos, y al punto chocaron sir Turquin y sir Lamorak, y se derribaron el uno al otro, caballo y caballero, y los de ambos bandos recuperaron sus caballos y los montaron de nuevo. Y sir Arnold y sir Gauter, caballeros del castillo, se enfrentaron a sir Brandiles y sir Kay, y estos cuatro caballeros se encontraron vigorosamente y sus lanzas se quebraron. Luego vino sir Pertolope, del castillo, y se enfrentó a él sir Lionel, y sir Pertolope, el caballero verde, derribó a sir Lionel, hermano de sir Lanzarote. Todo esto era anunciado por gentiles heraldos que pregonaban los nombres de los vencedores. Luego, sir Bleobaris quebró su lanza sobre sir Gareth, pero al dar el golpe sir Bleobaris cayó a tierra. Cuando sir Galihodin vio esto, conminó a sir Gareth a que se pusiese en guardia y sir Gareth lo derribó en tierra. Entonces sir Galihud tomó una lanza para vengar a su hermano, pero sir Gareth lo despachó de la misma guisa, y lo mismo ocurrió con sir Dinadan y su hermano, La Cote Male Tailé, y sir Sagramor el Deseoso, y sir Dodinas el Salvaje; a todos ellos los derribó con la misma lanza.

Cuando el rey Agwisance de Irlanda vio a sir Gareth actuar de ese modo se preguntó quién podría ser aquel caballero, que una vez parecía verde, y otra vez, cuando acometía de nuevo, parecía azul. Y así, cada vez que cabalgaba un trecho y regresaba cambiaba de color, de manera que ni rey ni caballeros podrían fácilmente reconocerlo. Entonces sir Agwisance, el rey de Irlanda, se enfrentó a sir Gareth y al punto sir Gareth lo derribó de su caballo, con silla de montar y todo. Y vino luego el rey Carados de Escocia y sir Gareth lo derribó, hombre y caballo. Y la misma suerte corrió el rey Uriens, de la tierra de Gore. Y luego vino sir Bagdemagus y sir Gareth lo derribó en tierra, caballo y caballero. Y el hijo de Bagdemagus, Meliganus, quebró una lanza sobre sir Gareth poderosa y caballerescamente. Y entonces sir Galahaut, el príncipe noble, gritó a voz en cuello: «Caballero de los muchos colores, bien habéis justado; preparaos ahora, pues justaré yo con vos». Sir Gareth lo escuchó y tomó una gran lanza, y entonces se enfrentaron, y el príncipe quebró su lanza, pero sir Gareth lo golpeó en el costado izquierdo del yelmo, de manera que se tambaleó una y otra vez, y hubiera caído de no haberlo sostenido sus hombres. «Verdaderamente —dijo el rey Arturo— ese caballero de los muchos colores es un buen caballero.» En esto el rey hizo llamar a Lanzarote y le rogó que se enfrentara a aquel caballero. «Señor —dijo Lanzarote—, debo encontrar en mi corazón la fuerza para abstenerme de hacerlo, pues hoy ya ha tenido trabajo suficiente y, cuando un buen caballero se porta tan bien durante el día, no es de buenos caballeros privarle de su honra, esto es, después de haberlo visto hacer tan gran labor, pues por ventura —dijo sir Lanzarote— es el favorito de esta dama, de todos los que están aquí, pues bien veo que se esforzó y se esmeró por hacer grandes proezas, y así, en lo que me concierne, hoy el honor ha de ser suyo, y aunque estuviese en mi poder privarle de ello no lo haría.»

Ese día se produjo un pequeño incidente que por razones de Estado taché del informe del clérigo. Habréis notado que Garry lo estaba haciendo muy bien en el torneo. Cuando digo Garry me refiero a sir Gareth. Garry era el apodo personal que yo le había dado. Indica que me merecía un especial afecto. Pero se trataba de un apodo privado que nunca repetía en voz alta, y mucho menos en presencia suya. Siendo como era un noble, no hubiese aceptado que yo lo tratase con tanta familiaridad. Bueno, sigamos. Yo estaba sentado en el palco privado que se me había asignado como ministro del rey. Mientras sir Dinadan esperaba su turno para entrar en combate, llegó hasta allí, se sentó y comenzó a hablar. Siempre buscaba la ocasión para hablar conmigo porque yo era un forastero y a él le gustaba tener nuevas audiencias para sus chistes, pues los demás oyentes se encontraban ya en tal estado de cansancio que el mismo sir Dinadan tenía que reírse de sus propios chistes, mientras los oyentes escuchaban con expresión de desconsuelo. Yo correspondía siempre a sus esfuerzos tan bien como me era posible, y sentía por él una simpatía muy sincera y profunda por el hecho de que, si bien conocía cierta anécdota que yo había oído miles de veces y que había odiado y despreciado a lo largo de toda mi vida bien por voluntad, bien por casualidad, nunca la había relatado en mi presencia. Se trataba de una anécdota atribuida a todos los humoristas que habían puesto pie en suelo americano, desde Colón hasta Artemus Ward. Era la historia de un humorista que durante una hora entera bombardeaba a una audiencia ignorante con los chistes más graciosos de su repertorio sin conseguir arrancarle una sola risa, y luego, cuando se disponía a marcharse, se le acercaban unos tontorrones, le estrechaban agradecidamente la mano y le aseguraban que era lo más gracioso que jamás habían oído en el pueblo, y que habían tenido que hacer los mayores esfuerzos para no echarse a reír en medio de la reunión.

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