Un yanki en la corte del rey Arturo (23 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Sátira

BOOK: Un yanki en la corte del rey Arturo
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—¿Hotel? No recuerdo haber oído…

—¿Hablar de un hotel? Es lo que vosotros llamáis posadas. Bueno, un hombre que puede hacer este milagro bien podría encargarse de una posada. Yo puedo obrar este milagro, y voy a hacerlo. Sin embargo, no puedo negar que se trata de un milagro que requiere utilizar a fondo los poderes ocultos.

—Nadie conoce esa verdad mejor que nuestra cofradía, pues existe el testimonio de que la vez anterior fue sumamente difícil y costó un año entero. No obstante, que Dios os conceda el éxito, y a tal fin se encaminarán nuestras oraciones.

Desde el punto de vista comercial, me parecía una buena idea hacer circular el rumor de que se trataba de un asunto espinoso. Muchas cosas pequeñas han adquirido proporciones mayúsculas utilizando una publicidad adecuada. Aquel monje había quedado admirado con las dificultades que presentaba la empresa, y se encargaría de comunicar a los otros su impresión. En un par de días la curiosidad y el interés de la gente llegaría al colmo. Cuando volví a casa al mediodía me encontré con Sandy que había estado investigando a los ermitaños.

—Me gustaría hablar con ellos personalmente —le dije—. Hoy es miércoles. ¿Tienen sesión de vermut?

—¿Sesión de qué?

—De vermut. Bueno, que si están de guardia por las tardes.

—¿Quiénes?

—Los ermitaños, por supuesto.

—¿De guardia?

—Sí, de guardia. ¿Acaso no está claro? Que si bajan el telón al mediodía.

—¿Bajar el telón?

—Sí, bajar el telón. ¿Qué hay de malo en eso de bajar el telón? Nunca me había encontrado con una cabeza de chorlito semejante. ¿Es que no entiendes nada de nada? Para decirlo claramente: que si se van a los vestuarios, suena la sirena, toca el timbre…

—Vestuarios, sirena…

—Déjalo, déjalo. Me sacas de quicio. No comprendes ni las cosas más sencillas.

—Mucho me placería daros gusto señor, y es para mí motivo de aflicción y dolor fracasar en ello, aunque, dado que no soy más que una simple doncella a quien nadie ha dado instrucción, no habiendo sido desde la cuna bautizada en esas profundas aguas del conocimiento que dotan de sabiduría a quien participa de tan noble sacramento, invistiéndole de una condición de reverencia ante la mirada mental del humilde mortal que, por ausencia y obstáculo de aquella gran consagración, permanece en su propia condición de ignorancia, símbolo de esa otra índole de carencia y pérdida que divulgan los hombres ante el ojo compasivo, con cilicios por adorno, dado lo cual las cenizas de pesar se hallan pulverizadas y esparcidas, y entonces, cuando alguien de esa condición, sumido en las tinieblas de su mente, se encuentra con estas doradas frases de gran misterio, como eso de vestuarios, sirenas y timbres, sólo por la gracia divina no revienta de envidia por la mente que puede engendrar y la lengua que puede pronunciar tan inusitados y melodiosos milagros del habla, y si sobreviene confusión en la mente más humilde y fracasa al intentar adivinar el significado de esas maravillas, entonces, digo, si sucede de tal guisa, la incomprensión no es vana, sino patente y verdadera, pues debéis tener en cuenta que se trata de la sustancia misma de un caro y respetuoso homenaje y no debe ser ligeramente menospreciado, y no se debe, pues ya habéis notado el carácter de mi disposición y mente y habéis comprendido que, aunque lo quisiese no sería factible, y al no ser factible no me sería posible y, no obstante no ser factible ni posible, podría ser por ventura convertido a la deseada posibilidad, y entonces os suplico piedad por mi falta, y ruego que por vuestra bondad y caridad me perdonéis, buen amo mío y muy amado señor.

No logré descifrar su parlamento, quiero decir todos los detalles, pero sí capté la idea general, y además lo suficiente para sentirme avergonzado. No era justo soltar tecnicismos del siglo XIX a una criatura sin educación del siglo VI, y luego reñirla porque no se enterara por dónde iba el agua al molino, sobre todo cuando estaba poniendo toda la carne en el asador por conseguirlo, de modo que no tenía la culpa de no llegar al meollo de la cuestión, así que le pedí disculpas. En seguida iniciamos un agradable paseo hacia las cuevas de los ermitaños, conversando gustosamente, y más amigos que nunca.

Paulatinamente iba desarrollando una misteriosa y desconcertante reverencia por esta muchacha, pues para entonces cada vez que ponía en marcha su tren de palabras y partía de la estación con sus interminables parrafadas transcontinentales, tenía la sensación de encontrarme en la temible presencia de la Madre de la Lengua Alemana. Tanta era mi impresión con esto que algunas veces, cuando empezaba a derramar sobre mí una de sus peroratas, inconscientemente adoptaba una actitud de verdadera reverencia, sin osarme verme, por lo cual si en lugar de palabras hubiese derramado agua, este servidor hubiese perecido ahogado. Actuaba exactamente igual que los alemanes: cuando se le ocurría decir algo, fuese un simple comentario, un sermón, una enciclopedia o la crónica de una guerra, se empeñaba a toda costa en meterlo dentro de una sola oración. Basta con recordar que, cuando un escritor alemán se sumerge en una oración, no volverás a verle el pelo hasta que aparezca al otro lado de su océano verbal.

Nos pasamos toda la tarde de ermitaño en ermitaño. Era un zoológico de lo más extraño. Entre ellos parecía existir una reñida competencia para decidir cuál era el más sucio y cuál podía albergar mayor número de bichos.

Sus modales y actitudes eran un paradigma de la presunción de quienes se creen en posesión de la única verdad. El orgullo de uno de los anacoretas era acostarse desnudo en el fango y permitir que los insectos le picasen a su antojo; el otro radicaba en pasarse el día entero recostado en una roca orando, para admiración de las multitudes de peregrinos que se aglomeraban a su alrededor; un tercero se pasaba las horas gateando desnudo por todo el lugar, mientras que otro llevaba varios años arrastrando cuarenta kilos de hierro. Para otro anacoreta el motivo de orgullo residía en no acostarse cuando dormía, sino, por el contrario, permanecer de pie entre los espinos, poniéndose a roncar cuando los peregrinos se acercaban. Y había una mujer, con el cabello blanco por la edad, desnuda como un bebé, pero revestida de una costra negra que había ido adquiriendo a lo largo de cuarenta y siete años de santa abstinencia en lo que al agua se refiere. Alrededor de cada uno de estos extraños objetos se reunían grupos de peregrinos que los observaban asombrados, reverentes y envidiosos de la santidad inmaculada que estas pías austeridades les habían concedido a los ojos de un cielo tan exigente.

Finalmente llegamos hasta uno de los más eminentes y admirados de todos los anacoretas. Se trataba de una gran celebridad cuya fama se había extendido hasta todos los rincones de la cristiandad. Los nobles y los poderosos viajaban desde los puntos más recónditos del planeta para rendirle homenaje. Su tribuna se hallaba en medio de la parte más ancha del valle y se hacía necesaria toda esa extensión para acomodar a los espectadores.

Su tribuna consistía en una columna de veinte metros de altura, con una amplia plataforma en su parte superior. Llevaba veinte años sobre la columna, repitiendo incesantemente y día tras día el mismo movimiento, que consistía en inclinar el cuerpo casi hasta juntar la frente con los pies, una y otra vez, en un gesto veloz e infalible. Era su manera particular de orar. Naturalmente, estaba haciendo lo suyo cuando nosotros llegamos; saqué mi cronómetro y contabilicé que realizaba mil doscientas cuarenta y cuatro flexiones en veinticuatro minutos y cuarenta y seis segundos. Consideré que era una lástima desperdiciar toda esa potencia, pues correspondía al movimiento de pedal, uno de los más útiles que existen en mecánica. Anoté en mi agenda que algún día valdría la pena enlazarlo a un sistema de cuerdas elásticas y hacer que funcionara como una máquina de coser. Más adelante puse en práctica mi proyecto y obtuve muy buenos resultados durante los cinco años de su servicio, a saber, dieciocho mil camisas de lino de primera calidad, o sea, un promedio de diez camisas diarias, contando también los domingos, pues el ritmo de su vaivén era igual los domingos que los días de diario y, por lo tanto, no había razón para suspender el trabajo. Las camisas me salían prácticamente gratis, exceptuando una reducidísima inversión en materia prima, y que yo cubría, pues no me parecía apropiado que fuese él mismo quien pagase, y se vendían como pan caliente a los peregrinos, a un precio de un dólar y medio por unidad, lo cual equivalía al valor de cincuenta vacas o de un caballo de carreras en Arturolandia. Las camisas llegaron a ser consideradas como una protección perfecta contra el pecado, y en ese hecho se centraba la publicidad que mis caballeros realizaban en todo el reino, utilizando un bote de pintura y un estarcidor. Tanto era su empeño que en poco tiempo todos los acantilados, peñas y murallas exhibían una inscripción que se podía leer a una distancia de más de un kilómetro:

COMPRE LA INIMITABLE CAMISA SAN ESTILISTA,

LA PREFERIDA DE LA NOBLEZA.

Patente en trámite.

El negocio resultó tan redondo que no sabía qué hacer con todo el dinero que ganaba. A medida que prosperaba, lancé una línea de prendas apropiada para familias reales y que resultaba muy novedosa para duquesas y gente por el estilo, con volantes, plumones y encajes. Algo realmente primoroso.

Por aquellos días, sin embargo, noté que el surtidor de energía había adquirido la costumbre de mantenerse sobre una sola pierna y que debía tener algún problema con la otra. En ese momento comencé a vender acciones y a dividir las inversiones, cosa que llevó a la bancarrota financiera a sir Bors de Ganis y unos cuantos de sus amigos, porque antes de que pasara un año el buen santo descansó en paz y hubo que cerrar el negocio. Un descanso bastante merecido, por cierto; no se puede negar.

Volviendo a la primera vez que lo vi, hay que decir que el estado de su persona era tan lamentable que no se podría hacer aquí una descripción. Podéis leerlo en
Vidas de los santos
15
.

23. Restauración de la fuente

El sábado a mediodía regresé al pozo y estuve mirando un buen rato. Merlín seguía haciendo humaredas con polvos de su repertorio, dando pases en el aire y musitando jerigonzas extrañas, pero a pesar de su porfía me pareció que estaba un tanto desanimado, porque, naturalmente, no había, conseguido arrancarle al pozo ni una gota de sudor. Después de un rato le pregunté:

—¿Promete la cosa, colega?

—Prestad atención, porque ahora mismo voy a emplear uno de los encantamientos más poderosos con que cuentan los príncipes de las artes ocultas en tierras del Este, y si no surtiese efecto, ningún otro podrá hacerlo. Ahora guardad silencio hasta que termine.

Esta vez levantó una humareda que oscureció toda la región y que debió incomodar a los ermitaños, pues como el viento soplaba en su dirección inundó sus cuevas de una niebla densa y penetrante. Acompañó la abundante humareda con abundante palabrería, con contorsiones del cuerpo y con impresionantes gestos de manos. Al cabo de veinte minutos cayó al suelo, jadeante, prácticamente exhausto. En ese punto llegaron el abad y varios centenares de monjes y monjas, y detrás de ellos, una multitud de peregrinos y tal cantidad de niños expósitos que casi cubrían el horizonte. Todos llegaban atraídos por el prodigioso humo y se encontraban en un estado de gran agitación. El abad preguntó ansiosamente si se habían logrado resultados positivos, a lo cual respondió Merlín:

—Si estuviese al alcance de algún mortal romper el hechizo que sufren estas aguas, el encantamiento que acabo de emplear lo hubiese conseguido. Ha fracasado, y por tanto ahora sé que lo que había temido es de hecho una verdad irrefutable: el hechizo que ha caído sobre este pozo proviene del espíritu más poderoso que se conoce entre los magos del Este y cuyo nombre no se puede pronunciar sin perderla vida. No existe ni existirá mortal capaz de desvelar el secreto de ese hechizo, y sin conocer el secreto nada se puede hacer. Nunca más manará el agua, buen padre. He hecho todo lo que un hombre puede hacer. Permitid que me marche.

Por supuesto que estas declaraciones causaron en el abad una visible consternación. Se volvió hacia mí con el semblante demudado y me dijo:

—¡Habéis oído lo que ha dicho! ¿Es verdad?

—En parte.

—¡No del todo, entonces, no del todo! ¿Qué parte es verdad?

—Que el espíritu ese de nombre ruso ha hechizado el pozo.

—¡Por las heridas del Señor! Entonces estamos arruinados.

—Es posible…

—¿Pero no es seguro? ¿Queréis decir que no es seguro?

—En efecto.

—Por consiguiente, también significáis que cuando dijo que nadie podría romper el hechizo…

—Sí, al decir eso no dice necesariamente la verdad. En determinadas condiciones un esfuerzo por romperlo podría tener ciertas posibilidades de éxito, es decir, unas posibilidades pequeñas, diminutas.

—Las condiciones…

—Ah; no son nada difíciles. Únicamente éstas: que nadie se acerque al pozo o a sus alrededores en un radio de ochocientos metros, desde el atardecer hasta el alba mientras yo no retire esta orden. Y que no se le permita a nadie cruzar esa zona sin contar con mi autorización.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Y no tenéis temor de intentarlo?

—Ninguno. Puedo fracasar, naturalmente, pero también puedo tener éxito. Siempre se puede hacer un intento, y yo estoy dispuesto a correr el riesgo. ¿Se aceptan mis condiciones?

—Éstas y todas las que nombréis. Impartiré mis órdenes al respecto.

—Esperad —dijo Merlín con una sonrisa diabólica—. ¿No os parece que el que se dispone a romper el hechizo debe conocer el nombre de ese espíritu?

—Sí. Conozco su nombre.

—¿Y no os parece que conocerlo no es suficiente, sino que asimismo debe pronunciarlo? ¿Lo sabíais?

—Sí, también lo sabía.

—¡Poseéis ese conocimiento! ¿Pero estáis loco? ¿Os proponéis articular el nombre y encontrar así vuestra muerte?

—¿Articularlo? Vaya, pues claro. Lo articularía aunque fuese en galés.

—Entonces sois hombre muerto, y yo debo partir para informárselo a Arturo.

—Me parece muy bien. Coge tu mochila y ponte en marcha. Lo mejor que puedes hacer, John Merlín, es volver a casa y dedicarte a las previsiones meteorológicas.

Fue un golazo, por así decirlo, y lo hizo retroceder, porque había demostrado ser un fracaso completo como hombre del tiempo. Cada vez que hacía colocar señales de peligro a lo largo de la costa sobrevenía con toda seguridad una semana de calma chicha, y cada vez que profetizaba buen tiempo llovía a mares. A pesar de todo yo lo mantenía en el servicio de meteorología con el propósito de socavar su reputación. Mi comentario le revolvió la bilis, y en lugar de ponerse en marcha para informar sobre mi muerte dijo que se quedaría para tener el gusto de presenciarla.

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