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Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (9 page)

BOOK: Una profesión de putas
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Me siento en la parte delantera del local; en la calle da el sol. En la acera de enfrente está la biblioteca de Islington, y hoy está abierta. Siento una gran sensación de seguridad. Aquí tengo dos sitios en los que, si quiero, puedo escribir. Llevo en mi bolsa el libro de T. H. White, además de mi cuaderno de notas, una pluma y tinta, y la irlandesa me va a traer té. Verdaderamente, es una tarde perfecta.
Aunque la tetería se viera obligada a cerrar
por algún terrible infortunio, todavía puedo cruzar al otro lado de la calle y sentarme en lo que sin duda es una biblioteca excelente y quedarme allí, un hombre plenamente satisfecho.

La irlandesa me trae el té. Es el mejor té que he bebido en mi vida. Me trae la sopa: es agua roja con dos fideos. La huelo, y huele como el rancho de la cárcel. De todas maneras, me la tomo. La tostada resulta estar caliente y lleva mantequilla, así que pido otra. Me pongo a trabajar en un poema inspirado en un sueño que tuve la noche anterior.

Se trata de un sueño que vengo teniendo toda mi vida. Estoy escalando una montaña y, según voy subiendo, la cuesta se hace cada vez más empinada. Ya no puedo dar un paso más. Tengo que subir hasta arriba, pero soy incapaz. ¿Por qué se hace cada vez más empinada la cuesta? Este es mi sueño recurrente. Lo he soñado cientos de veces. Sin embargo, anoche, por primera vez en la vida, hubo un cambio en el sueño. Me detuve a descansar a mitad de la subida, y entonces llegaron mi madrastra y una bella muchacha desnuda, que se tumbaron en la hierba y me sonrieron.

El cambio en el sueño representa para mí un gran alivio, y me paso dos horas absorto en escribir. Bebiendo té todo el rato. Cuando levanto la mirada está empezando a oscurecer en la calle y se me está haciendo tarde para mi cita.

Pago, salgo del pequeño establecimiento y echo a andar hacia el estudio de grabación.

No puedo evitar detenerme en una de las tiendas de ropa de segunda mano que hay por el camino. El tipo de detrás del mostrador admira mi chaqueta de cuero y me pregunta dónde la compré (Vanson Leathers, Quincy, Massachusetts). Me pregunta cuánto me costó y se lo digo. Echo un vistazo a sus artículos americanos, que tanto han viajado. Tiene una bonita selección de prendas salidas de la fábrica Pendleton. Estoy plenamente convencido de que no hay en el mundo nada mejor que una vieja camisa de lana Pendleton que haya sido usada y apreciada y gastada durante años. No existe nada tan confortable y tan reconfortante. Las camisas que tienen aquí son todas esas cosas, pero me están pequeñas. Además, están cortadas según un patrón extraño, nada americano. El vendedor me dice que pertenecen a una partida especial que Pendleton hizo para Alemania en los años cincuenta. No, no me convencen. Y tampoco me convencen las prendas loden. «Muchas gracias, de verdad», como dicen por aquí.

Apresuro el paso por la calle, equipado con indicaciones y un ejemplar de
Londres de la A la
Z, y encuentro el estudio de grabación, que se encuentra escondido en la parte de atrás de una vieja iglesia, en un edificio que debió ser la rectoría.

El grupo tenía que terminar de grabar a las siete. Pero como me he pasado la vida en la farándula, sé como son estas cosas. Llego a las siete y cuarto y me entretengo con mi libro hasta que terminan la sesión a medianoche. Entonces nos vamos todos a casa.

Chelsea Farmers Market/Kings Road

Hoy he quedado para comer con unos actores amigos míos. Están ensayando en Old Church Street, «al extremo del Embankment», así que voy a buscarlos a un sitio llamado Pytet House. Dentro, todo el mundo está fumando tabaco (lo cual anima mucho, ya que prácticamente todos los teatreros yanquis lo hemos dejado), y hablando de tonterías y de historia con tal de no ensayar la obra.

Pasa lo mismo en todo el mundo. Me siento como en mi casa, y me acomodo entre las sombras. En la pared hay cuadros de las casas de Old Church Street. Me fijo en que en la casa que debe estar al lado de esta Pytet House en la que me encuentro ahora vivió George Eliot.

Los actores pierden el tiempo durante casi una hora y luego salimos todos a comer. Paso por la casa en la que se supone que vivió George Eliot, pero no veo ni el número que figuraba en el cuadro ni placa alguna que conmemore su presencia aquí. Y me pregunto cómo podría saber, aun en el caso de que hubiera habido una placa, si ésta fue la casa de su desdichado matrimonio o la casa de su feliz concubinato con el señor Lewes. Pienso que me he librado de un buen patinazo emocional: imagínate que te hubieras puesto sentimental ante una vivienda en la que tu adorada señora Evans fue desgraciada. Vamos en manada al Chelsea Farmers Market, un conjunto de tiendas increíblemente pijas que hay a dos manzanas de distancia. Pasamos por una consulta quiromántica y por una perfumería, y por fin nos instalamos en un restaurante de comida sana muy bueno. Todos tomamos patatas cocidas y té, y contamos historias de teatro de los dos lados del Atlántico. Volvemos al ensayo con diez minutos de retraso. Me invitan a ver más ensayo, pero no, ya he tenido bastante Arte por hoy y me gustaría un poco de Vida. Alego que tengo una cita.

Voy corriendo al quiromántico. Me hace sentar y me cuenta la historia de mi vida.

Me dice que éstos son los mejores años de mi vida. Que estoy en proceso de cambiar todas mis creencias, que me siento frustrado, solo, asustado e inseguro, y que eso está muy bien. Explica que éste es un período maravilloso porque Dios me protege. Dios me escuda y me impide dar un paso en falso. Intento desviarme a la derecha, no me deja ir a la derecha, intento ir a la izquierda, no me deja ir a la izquierda. Dice que recordaré este año como el más afortunado de mi vida.

Absorbo esta información muy agradecido. Sigue así durante una hora. Sé que me está haciendo una típica lectura de «encrucijada», que debe decirle lo mismo a casi todo el mundo que entra en su local. Sé que la gente entra en su consulta por la única razón de que se encuentra en una encrucijada. Sé todo eso y no me importa. Lo absorbo de buena gana. Le pago, salgo del local al Chelsea Farmers Market y me siento agotado, pero satisfecho.

Bajo por Kings Road, pasando ante miles de tiendas, todas las cuales parecen vender cazadoras de cuero.

Me siento inspirado a vivir este año agradecido y, a ser posible, con gracia. Me meto a curiosear en la papelería Rylands y compro otro cuaderno con la humilde esperanza de poder escribir en él cosas que estén bien hechas.

Me encanta la papelería. Me fascina el material de oficina. Con esa única excepción, todo mi trabajo se desarrolla en mi cabeza, si es que se puede decir que hago algún trabajo. El material de oficina es mi único instrumento, y la elección de una pluma o de un cuaderno es muy importante para mí. Encuentro unos cuadernos muy bonitos de papel rayado y tamaño mediano. Reprimo el impulso de comprar muchos (si compro muchos, me sentiré obligado a llenarlos todos, y me desanimaré). Compro uno y salgo otra vez a Kings Road.

Tomo una taza de té pésimo en un antro de una cadena de
patisseries
francesas. Descubro que estoy agotado, seguramente a causa de la hora que he pasado con el quiromántico. Tomo un taxi para volver al hotel.

El azor

Esa misma noche voy al teatro. Y después del teatro, me quedo solo.

En el hotel, me quito la chaqueta y la cuelgo con cuidado en el armario.

Me siento a la mesa de mi habitación del hotel Pongo los pies encima de la mesa y me recuesto hacia atrás. Voy a terminar el libro de T. H. White.

Es uno de los mejores libros que he leído en mi vida. La prosa es clara y dura como el cristal. No tiene nada de sentimental, está escrito con sencillez, y resulta una delicia y una inspiración. Leo durante varias horas. Me levanto a abrir el ventanal que da a la calle. Son aproximadamente las dos de la madrugada. Llamo al servicio de habitaciones y pido té y una tostada quemada.

Llega el té. Estoy en mitad de la noche, leyendo cómo se amaestra a un azor. Comparto las experiencias del señor White. Estoy
deseando
capturar y amaestrar un azor. Quiero vivir una vida simple y pura. Quiero aislarme con el viento y la lluvia, y centrar toda mi experiencia en el cuerpo y la mente del azor. Sin embargo, me conformo con quedarme en esta habitación de hotel de Londres, con mi libro y mi taza de té.

La fábrica de camiones

No recuerdo el año exacto, pero fue a mitad de los sesenta. No sé si estaba en casa de vacaciones de la universidad o si sucedió el último verano antes de marcharme. Tenía un empleo en la fábrica de camiones.

Estaba viviendo con mi padre cerca del lago, y la fábrica de camiones estaba cerca de Cicero. Iba y volvía en el coche de un par de suecos. Creo que les pagaba un dólar diario, aunque puede que fuera un dólar por viaje. Fuera como fuera, el caso es que a mitad del verano decidieron subirme el precio, y recuerdo la expresión de crueldad de sus caras cuando me informaron del aumento de tarifas.

Yo empezaba mi jornada a las cinco de la mañana. Todavía no hacía un calor insoportable en la calle, y me acuerdo de que todas las mañanas me encontraba con el mismo repartidor de periódicos en Broadway, a la altura de Addison, y cuando le saludaba con la cabeza pensaba que el mundo era un sitio estupendo. En la parada de autobús de Addison me fumaba un cigarrillo mientras esperaba el autobús.

El autobús me llevaba al quinto coño y allí torcía al oeste, hasta la esquina donde tenía que esperar a que me recogiera el coche.

Los dos suecos, por pintoresco e improbable que pueda parecer, se referían siempre a mí como «El Pasajero». Yo era El Pasajero.

Y viajaba en la parte de atrás. El coche era un Chevrolet del 55 en impecables condiciones. Me recogían en Madison y rodábamos hacia el oeste, rumbo a la fábrica, a unos 45 kilómetros por hora. El trayecto me tenía completamente quemado. Si hubieran conducido a la velocidad límite, yo habría podido dormir media hora más por la mañana, llegar de regreso a casa media hora antes, y habría tenido tiempo para ducharme y tomar una cerveza. Me daba la impresión de que la lentitud del viaje era su manera de expresar el odio que sentían por el mundo.

Teníamos que fichar antes de las siete y media. No había problema, porque siempre llegábamos pronto. Otro de los grandes momentos de la jornada era el de después de fichar y antes de empezar a trabajar. Teníamos tiempo para echar otro pitillo y tomar una taza de café en un camión-bar. Todavía me siguen encantando esos camiones-bar, con su acolchado plateado en los laterales. Opino que tienen que gustarle a todo el mundo.

Yo trabajaba en la sección de mantenimiento, lo cual quiere decir que iba donde me mandaban y, una vez allí, hacía lo que me ordenaban. Mi tarea favorita aquel verano era revisar barras de transmisión. No sé muy bien para qué sirven las barras de transmisión, pero sé que aquellas barras medían unos 75 centímetros y tenían una soldadura en cada extremo, y que aquella partida estaba mal soldada. Así que me ponían en un rincón de la fábrica, con barriles llenos de barras de transmisión. Yo las iba sacando del barril una a una, colocaba primero una soldadura y luego la otra sobre un yunque, y las golpeaba con un martillo enorme, intentando separar las soldaduras. Estuve varios días haciéndolo, y había algo en el ritmo de la tarea — dar la vuelta a la barra en el aire para apoyar la otra soldadura, arrear el martillazo— que resultaba completamente satisfactorio.

Me pasé un mes a siete metros de altura, sobre un suelo de hormigón, arrancando un techo de amianto.

Estaban renovando una parte de la fábrica de camiones que parecía un hangar, y a unos cuantos de la sección de mantenimiento nos encargaron arrancar el techo. Nos pasábamos el día haciendo equilibrios en vigas de dos por seis, a siete metros de altura, como ya he dicho, arrancando el techo viejo con palanquetas. Durante muchos años he tenido los pulmones un poco flojos y la respiración algo rasposa, y me gusta atribuir esos achaques al mes que pasé con el amianto, que me parece más dramático que achacárselo a veinticinco años de tabaco.

Otro mes me lo pasé con un tanque de herbicida a la espalda. Recorría el exterior de la fábrica, rociando lo que allí llamaban hierba. Una vez perdí la boquilla del aparato, no sé cómo ni por qué, pero desde luego por negligencia mía. Recuerdo que estaba aburrido y me puse a pensar: qué cono, ya sé que debería manejar la boquilla de tal manera, y resulta igual de fácil hacerlo así que de cualquier otra manera, pero la voy a manejar de esta otra manera porque estoy aburrido y a lo mejor así fastidio a alguien.

Poco después de que me relevaran de la tarea de herbicida, tuve que comparecer ante un tribunal de superiores que me preguntaron qué había pasado con la boquilla. Como es natural, mentí y les dije que no tenía ni idea. Recuerdo que el interrogatorio se prolongó durante un tiempo interminable, hasta que uno de los jefes de la sección de mantenimiento dijo: «Bueno, yo le creo. Le creo y no hay más que hablar.» Y yo pensé: «Serás gilipollas. Pues claro que perdí la boquilla. Lo sabe todo el mundo menos tú.»

¿Por qué era tan importante para ellos aquella boquilla? No lo sé. ¿Por qué no se limitaron a descontarme el dólar o los dos dólares que podría costar y dar por zanjado el asunto? No lo sé. Recuerdo que me descontaron dinero por otras cosas. Por ejemplo, por fichar demasiado pronto, y también por fichar demasiado tarde después del almuerzo.

Teníamos veinte minutos para comer, entre toque y toque de sirena. Cuando sonaba la sirena, yo estaba empapado de sudor y agotado. Muchos días me subía a la litera de un camión y me quedaba dormido. Recuerdo aquellas siestas como los sueños más profundos de mi vida. Me encantaban aquellas cabinas con litera. Recuerdo a uno de los obreros de la fábrica señalando un par de cabezas tractoras nuevecitas y diciéndome «Hijo, dentro de un año, una de ellas habrá pagado las dos». Y cuando me dijo eso, deseé comprar los dos tractores, sacarlos a la carretera y hacer que en un año uno de ellos pagara, los dos. Deseé dormir en la parte de atrás de la cabina mientras el camión rodaba por la carretera. No puedo creer que haya alguien que no lo desee.

Un día estábamos cavando una zanja delante de la fachada del principal edificio de la fábrica, y un par de tíos (me gustaría decir que eran de la sección de mantenimiento, pero no sé si es verdad) estaban dentro de la zanja; justo antes de la hora del almuerzo, la pared de la zanja se derrumbó sobre ellos, matándolos. Creo que me enteré después de comer. Lo más probable es que estuviera echando una siesta. Más allá de la fábrica de camiones había una especie de factoría química, y cuando el viento soplaba hacia nosotros, que era casi siempre, todo olía como debe de oler el infierno: inhumano, perverso y malsano hasta decir basta.

BOOK: Una profesión de putas
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