Read Una profesión de putas Online

Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (7 page)

BOOK: Una profesión de putas
10.26Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Estuve varios años yendo a aquel campamento. Cuando me hice demasiado mayor para volver como acampado, juré que me presentaría para el puesto de pinché de cocina, y así ascendería en el escalafón de la vida campamental.

Conseguían que pareciera tan divertido fregar las cacerolas y gastar bromas a todo el mundo —principalmente, a base de tirar agua—, sin que nadie se librara de sus jugarretas. Pero, por alguna razón que he olvidado, solicité un puesto de pinché de cocina en un campamento diferente, y me pasé el verano trabajando como un esclavo, sin descanso ni diversión ni nada que ennobleciera la experiencia, aparte de que vivía en un remolque y leí
Atlas Shrugged y El manantial
, lo cual, como las excursiones en canoa, constituía una experiencia perfecta para un muchacho preadolescente.

WFMT

Me crié escuchando la voz de la WFMT. Era una voz masculina y llena de calma, raciocinio y —lo que creo que era más importante—amor propio. La voz parecía decir: «Así es como hacemos las cosas por aquí. La música que ponemos, los programas que emitimos… nos sentimos orgullosos de ellos. Reflejan nuestra visión del mundo.»

Aquella dicción de la WFMT, que en la escuela de arte dramático llamábamos «acento del Atlántico Medio», aquellas pausas infinitas de la WFMT, eran (y siguen siendo) para mí el sonido del hogar. Podía estar de viaje, o trabajando en el Este, y ponía la radio del coche y oía «Y ahora…», y solía ser alguna emisora local de frecuencia modulada reemitiendo a la Orquesta Sinfónica de Chicago, y aquellas dos palabras me transportaban a casa.

Cuando era adolescente, el gran acontecimiento de la semana era escuchar
El Especial de Medianoche
. Iba a casa de un amigo cerca de la avenida Central de Hyde Park, y nos tragábamos desde la introducción, con Leadbelly cantando
The Midnight Special
, hasta el
Lonesome Valley
de John Jacob Niles, que en aquellos tiempos precedía a la despedida. Escuchábamos en estado de trance.

Aquel programa
era
Chicago. Era el Chicago de la cultura viva de la mente. El Chicago de Hutchins y la tradición del libre pensamiento: la tradición de Hyde Park, de Thorstein Veblen y Clarence Darrow, de Vachel Lindsay, de Dreiser.

En el ambiente flotaba la idea de que la cultura era lo que nosotros, la gente, hacíamos. La idea —que sigue vigente— de que estábamos
rodeados
de cultura. No se trataba de algo ajeno a nosotros. Era lo que la gente hacía y pensaba y cantaba y escribía. La mezcla de lo populista y lo intelectual, típica de Chicago. El modelo, el modelo de Hutchins, la versión de Chicago de un librepensador europeo, era el autodidacta; una persona, hombre o mujer, que amaba tanto el mundo que le rodeaba que se sentía impulsada a investigarlo más, bien creando obras de arte, bien apreciando dichas obras.

El mismo eclecticismo del
Special
nos resultaba instructivo: blues, música folk, canciones de variedades y sátira, como decía la presentación. ¿Qué mejor manera de pasar la noche del sábado o, puestos a ello, la vida entera?

Nuestros ídolos, los ídolos de los que crecimos oyendo el
Special
, eran gente con mucho talento, mucha audacia y nada de respeto: Shel Silverstein, Lord Buckley, Mike Nichols, Gibson y Camp, Studs Terkel…

Nos encantaba vivir en el mismo barrio en el que Sevem Darderi pronunció la primera «Breve charla sobre el Universo» del profesor Walter van der Vogelveider, en la que comunicó a un público hasta entonces ignorante que, efectivamente, los peces piensan, aunque no con bastante rapidez. En el mismo barrio donde vivían los Compass Players, a cuyos vástagos, Nichols y May, oíamos con frecuencia en el
Special
.

Jugábamos a adivinar qué canciones pondrían a continuación Ray Nordstrand o Norm Pelligrini, los directores del programa. Oh, acaba de poner
Dos mineros
de Beyond the Fringe, así que lo más probable es que ahora ponga
Oscuro como una mazmorra
de Cisco Houston, o tal vez
La vida del minero
de Pete Seeger. Jugábamos a eso todo el tiempo y, si la memoria me es fiel, solíamos acertar en nuestros vaticinios. Era nuestra cultura. Nos pasábamos toda la noche de Fin de Año oyendo el
All-Night Special
y llamando para hacer peticiones y comentarios. Era algo nuestro. Como la Sinfónica, o los leones que hay delante del Instituto de Arte, o el bajón de agosto de los Cachorros. La WFMT era Chaliapin cantando
Los bateleros del Volga
, era Ray Nordstrand diciendo «En Chicago son
(pausa)
las once
(pausa)
y cuarto
(pausa interminable)
… un poco más tarde que de costumbre», una de las declaraciones más extravagantes que jamás he oído en la radio, y sin embargo él lo decía de un modo que resultaba perfectamente comprensible.

Ahora que lo pienso, los locutores de la WFMT eran las únicas personas que he o/do en mi vida dotadas de la habilidad de leer un número de teléfono como si estuvieran exponiendo una máxima filosófica: no creo que se les pueda hacer justicia en letra impresa, pero ya saben a qué me refiero. Lo leían como si fuera un silogismo; el número es el cuatro-siete-dos («sí A es esto o lo otro»)… seis-tres («…se deduce que.,.») nueve
(breve pausa)
cuatro (por tanto, B:
Quod Erat Demostrandum
).

Una vez le pregunté a Norm Pelligrini cómo se las apañaba la emisora para formar a sus locutores, cómo les enseñaba a desarrollar aquel alto nivel de uniformidad y claridad perfectamente identificables. Me dijo que la emisora no formaba de ningún modo a los locutores, y que éstos simplemente «captaban la idea».

La WFMT significaba escuchar a Studs, con su humanismo y su entusiasmo y, por último, su maravillado deleite por todo aquel maldito asunto. En épocas posteriores de mi vida significó ir al estudio y hacer un programa con Studs, en el que él y yo leíamos fragmentos de alguna nueva obra mía, y él siempre se quedaba con el papel más lucido.

Casi todas las organizaciones artísticas decaen y acaban apestando antes de morir. Casi todas superan su vida natural, su utilidad saludable, mucho antes de verse amenazadas por un problema u otro.

Casi todas las organizaciones artísticas tienen una vida breve.

La WFMT ha vivido una larga vida, y ha prestado y sigue prestando a la comunidad un servicio fundamental. Ha persistido y ha crecido.

He vivido muchos años fuera de Chicago, y sólo puedo suponer que en ocasiones no ha debido resultar fácil ni agradable mantener la emisora como un reflejo de la visión individual y colectiva de sus directores.

A mí la emisora me suena ahora muy parecida a como me sonaba cuando era un crío: una voz que dice «La
cultura
es lo que hacemos. Ahí van unas cuantas cosas de nuestro patrimonio que nos gustan, y creemos que también les gustarán a ustedes». Era y es una voz hermosa, una voz con amor propio, la voz del hogar.

Tostada fría

Una vez se representó una obra mía en el West End de Londres. La producción, con reparto norteamericano, había vendido todas las entradas y amenazaba con permanecer mucho tiempo en cartel. Fui allá a las pocas semanas del estreno, de visita y supongo que para jactarme del éxito de la obra. En la calle me encontré con uno de los actores.

—¿A que es estupendo? —le dije—. La jodida función va a durar eternamente.

—Me vuelvo a casa la semana que viene —dijo él—. Toda la compañía se vuelve a casa la semana que viene. —¿Por qué? —pregunté. —Porque tenemos morriña.

Y efectivamente, se volvieron a casa. Y yo lo entendí perfectamente.

Yo también tiendo a sentir nostalgia del hogar cuando estoy en Londres. Porque Londres es como tu casa, pero, decididamente,
no
es tu casa. Por ejemplo, por mucho que lo intentes, jamás conseguirás aprenderte las arcanas normas de los horarios de los pubs; y creyendo que por fin lo has entendido, llegas invariablemente al pub con la esperanza de tomar un trago y que esta vez no te van a echar, sólo para encontrarte con una camarera que te mira a los ojos y declara con lo que seguramente no es, pero parece, un aire de decepción paternalista: «Son las dos diecinueve», o la hora que sea cuando tú llegas al pub y el pub acaba de cerrar; y te quedas sin trago y te sientes muy lejos de casa.

También tenemos lo de circular por el lado contrario. Vas cansado, con el trauma del cambio de horario, generalmente con indigestión a causa del efecto combinado del exceso de té, el exceso de licor y la falta de sueño, y siempre que llegas a un cruce, piensas: «Ah, sí, sólo hay que mirar hacia el lado contrario de donde
ibas
a mirar
y
…» Y en cuanto te bajas de la acera te encuentras invariablemente mirando hacia el lado que no es… lo cual, unido a la encomiable sinceridad del conductor londinense, puede convenir la vida del peatón expatriado en algo muy duro. De hecho, un colega mío estuvo a punto de morir en una calle de Londres por bajarse de la acera mirando hacia el lado equivocada ¿Y lo de la indigestión? Tienes el estómago hecho polvo por el cambio de horario y ¿qué hay para comer?

En Estados Unidos, los que tenemos un oficio peripatético nos pasamos la vida comiendo en hoteles y restaurantes. Después de unas cuantas semanas en cualquier hotel, y después de unos cuantos años en un montón de hoteles, toda la comida de los hoteles y restaurantes te sabe igual. Sabe a «comida», y la comida sabe a algo que se puede tragar y que, después de comerlo, lo mejor que uno puede decir es que estaba caliente (cuando lo está). Mi amigo Greg Mosher y yo, emigrantes de Chicago, nos pasamos años trabajando en el teatro en Nueva York. Nos encantaba la compartimentización de Nueva York: en esta ciudad, la más materialista y comercial del mundo, cuando quieres una cosa, sea la que sea, no sólo hay siempre una tienda que lo vende, sino todo un distrito con muchas tiendas del ramo. A saber: el distrito de las pieles, el de los abalorios, el de las flores, etcétera. Y Greg y yo solíamos bromear, cada vez que uno de los dos quería comprar un objeto extravagante, por ejemplo, un bastón de campo con asiento: «Tendrás que ir al distrito de los bastones con asiento.» A veces llegábamos a extremos ridículos, casi más por costumbre que por humor, como uno de nuestros favoritos que era el distrito del hilo dental. O, por ejemplo, cuando íbamos al dentista: «Te llamo desde el corazón del distrito de los conductos radiculares.» Cuando nos referíamos a Londres, lo llamábamos siempre el distrito de las tostadas frías. Y nos decíamos que en América, donde toda novedad se considera buena, y si se trata de una novedad extranjera es buena por partida doble, jamás hemos visto ni podríamos imaginar un letrero que dijera COCINA INGLESA.

Hay muchas cosas buenas en Gran Bretaña, y en Londres en particular. Pero la cocina no figura entre ellas, y creo que la mayoría de los londinenses sería incapaz de identificar una verdura aunque les apuntasen con un revólver a la cabeza.

Greg estuvo en Londres dirigiendo una de mis obras. Llevaba allí varias semanas cuando llegué yo, y desayunamos juntos. Nos encontramos en el restaurante del hotel, miré el menú, leí
TOSTADA CALIENTE CON MANTEQUILLA
, sonreí y le pasé el menú a Greg. No le hizo ninguna gracia. «Vamos a pedirla», sugerí alegremente, pero él no se rió, y siguió sin reírse cuando llegó la tostada, fría como la tierra, blanda y revenida. Los ojos de Greg me decían «Al cabo de un mes, deja de tener gracia».

Londres y Estados Unidos parecen muy similares pero no lo son. Desde luego, Inglaterra es otro mundo. Posee abundantes gentilezas y cortesías propias, pero son diferentes de las nuestras y, al cabo de algún tiempo, los americanos nos hartamos y queremos volver a casa. ¿Qué hago para sentirme cómodo cuando estoy aquí? Hago lo que veo hacer, y bebo cantidades ingentes de té. Nunca sé cuándo se puede ir a los puñeteros pubs, pero adoro el carácter acogedor y accesible de las diversas teterías, y a continuación dejo constancia de varios momentos de comodidad y relajo que pasé tomando té en Londres.

El Embankment

Voy paseando a lo largo del Embankment. He dormido hasta muy tarde, a causa del cambio de horario, y me siento algo desorientado. Tengo que estar en el teatro dentro de hora y medía, tiempo insuficiente para escribir o hacer cualquier otra cosa seria, pero suficiente, creo yo, para dar un largo paseo. Salgo del hotel y voy andando hasta Piccadilly, me meto entre las masas de turistas continentales de Piccadilly Circus, y paso por una de mis teterías favoritas, en una calle que creo que se llama Haymarket, pero a lo mejor es porque en ella hay un teatro que se llama Haymarket y estoy convirtiendo en norma general las peculiaridades de mi profesión, aunque eso lo hacemos todos.

Una vez pasé una tarde absolutamente deliciosa en esta tetería, estando terriblemente desorientado, como lo estoy ahora, y trasegando litros y litros de té más que caliente: no sólo era la bebida más caliente que pueda existir, sino la cosa más caliente del mundo entero. Aquel té no se enfriaba con el paso del tiempo, y eso que estaba sentado en la calle en una tarde londinense bastante fría, sino que seguía estando igual de caliente, algo digno de Vulcano, y hasta me atrevería a asegurar, si es que tal cosa puede ser posible, que aquel té, aun estando al aire libre, se iba poniendo cada vez más caliente. Sí, como lo oyen. Me quedé mirando a una pareja escandinava que estaba sentada en la mesa de al lado, en la calle. Eran muy atentos el uno con el otro y me cayeron muy bien.

Me parece que también escribí algo aquella tarde, y seguramente me gustó lo que escribí. Sea como sea, el caso es que me encantaba este local, mi tetería cerca del teatro Haymarket, cuando estaba desorientado y tenía frío y no conocía a nadie ni tenía ni idea de lo que significaban los matices de comportamiento en esta tierra extraña y, para todos los efectos, era como un fantasma que podía ver pero al que nadie veía porque no estaba ahí.

Sin embargo, esta vez no me paré en este establecimiento mágico, porque temía que no fuera lo mismo; y claro que no era lo mismo. ¿Por qué razón, pensé, debía someter a la pareja o parejas extranjeras que sin duda estarían allí, a la injusta comparación con mí encantadora pareja escandinava, con sus chaquetas de cuero, que sin duda había regresado al Norte para emprender allí alguna serie de actividades increíblemente románticas e importantes?

BOOK: Una profesión de putas
10.26Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mister Match (The Match Series Book 1) by Morris, Catherine Avril
Blind Spot by Maggie Kavanagh
Nick: Justice Series by Kathi S. Barton
Being Elizabeth by Barbara Taylor Bradford
Ctrl Z by Stone, Danika
Dev Dreams, Volume One by Ruth Madison
Fortunata y Jacinta by Benito Pérez Galdós