—Kraven, esto es serio —le dijo—. Creo que el enemigo lo estaba siguiendo.
Kraven se detuvo en la puerta y se volvió hacia ella con una expresión de desconcierto en el rostro, como si Selene acabara de hacer un chiste malo y él no terminara de cogerlo.
—Eso es absurdo —dijo—. Si no es por la carne, ¿para qué iban a seguir los licanos a un simple humano?
G
emidos y sollozos ahogados escapaban de las bocas amordazadas de los dos cautivos humanos. Maniatados como pedazos de carne y desnudos hasta la cintura, los hombres colgaban de una barra de metal que discurría a todo lo largo del techo de la abandonada estación de metro. Les habían tapado la boca con mordazas de nylon y su carne mortal estaba llena de golpes y moratones.
Singe no prestaba la menor atención a los incoherentes gemidos de los hombres. Después de todo no eran más que cobayas de laboratorio.
A
él le interesaba la química de su sangre, no su conversación.
La derruida estación de metro había sido transformada en un improvisado laboratorio y enfermería. Había tubos de ensayo, jarras, redomas y materiales de laboratorio dispuestos en toscos bancos hechos de madera contrachapada y restos de metal reciclado. Del techo colgaban mugrientas láminas de plástico transparente que dividían la cámara fin compartimientos separados. Los improvisados fluorescentes proporcionaban la iluminación justa para que Singe pudiera llevar a cabo su trabajo. El oscuro y sucio local no estaba ni mucho menos esterilizado y el científico licano lo sabía perfectamente pero, ¿qué podía hacer? Esconderse bajo tierra tenía sus desventajas.
Fotos, mapas y notas garabateadas cubrían la práctica totalidad de las baldosas agrietadas de las paredes. Había cuadernos con canutillo que incluían larguísimas listas de nombres meticulosamente tachados. En el centro de aquel collage de papeles había un elaborado árbol genealógico presidido por un solitario nombre escrito en grandes letras negras: «CORVINUS».
Puede que hubiese interesado a los dos humanos maniatados el saber que sus nombres y sus rostros se encontraban entre los que podían verse en las abarrotadas paredes o puede que no. En las presentes circunstancias, Singe dudaba sinceramente que los dos desgraciados especímenes sintieran demasiado interés por los elementos más destacables de su árbol genealógico.
Qué pena,
pensó.
Es una historia fascinante.
Singe, un licano de rostro ajado vestido con una manchada bata de laboratorio de color marrón, tenía el cabello escaso, la frente arrugada y una expresión maliciosa que recordaba a un zorro. Con toda meticulosidad, colocó una aguja hipodérmica de calibre treinta y tres en una jeringuilla vacía y a continuación se aproximó al mortal al que había denominado Sujeto B. Los ojos del humano se abrieron de alarma al ver la enorme jeringuilla y sus apagados gritos cobraron un tono más agudo. Forcejeó en vano contra sus ataduras, incapaz de liberarse.
Singe se colocó detrás del aterrado espécimen y esperó en silencio a que el humano cejara en sus fútiles esfuerzos. Al cabo de unos momentos, el exhausto mortal dejó de debatirse y se dejó caer contra sus ataduras, resignado aparentemente a lo inevitable. Singe levantó la jeringuilla y, con total falta de entusiasmo, se la clavó al espécimen en la yugular.
El Sujeto B se retorció de agonía. Un chillido apagado atravesó su mordaza y sus venas torturadas se hincharon como las ramas de una planta trepadora.
—Vamos, deja de lloriquear —dijo Singe con impaciencia. No era famoso por su capacidad de inspirar consuelo. Su acento austriaco revelaba su nacionalidad—. No puede ser tan malo.
Abrió el émbolo y la jeringuilla se fue llenando de oscura sangre venosa. Esperó hasta tener varios centímetros cúbicos del viscoso líquido y entonces sacó abruptamente la aguja del cuello del espécimen. Siguió saliendo sangre de la punción, así que Singe se apresuró a taparla con un vendaje por si acaso necesitaba mantener al espécimen con vida.
Un vendaje idéntico a éste recubría ya la garganta del otro espécimen, alias Sujeto A.
Dejando atrás al tembloroso humano, atravesó la enfermería hasta un mostrador toscamente cortado, donde había una redoma de cristal marcada con la etiqueta «B», donde vertió con frialdad y eficiencia el contenido de la jeringuilla. Sus cansados ojos castaños examinaron la redoma, ansiosos por ver cómo reaccionaba la sangre del sujeto al catalizador. Un cronómetro electrónico desgranó los segundos.
Es
una lástima que no pueda publicar mis descubrimientos en ninguna de las revistas médicas establecidas,
pensó. Singe había sido un prominente bioquímico en su Austria natal antes de ser reclutado para la camada por el mismísimo Lucian, quien le había ofrecido al moribundo científico la inmortalidad a cambio de su lealtad y su genio.
Pero supongo que en tiempos de guerra es necesario un cierto secreto.
Una puerta situada en la parte trasera del laboratorio se abrió de par en par y Lucian entró, acompañado por una palpable aura de fuerza y autoridad. Su lustroso abrigo marrón barrió el suelo.
No perdió el tiempo con preámbulos.
—¿Algún progreso? —preguntó.
Singe inclinó la cabeza como gesto de deferencia frente al líder de su manada. Abrió la boca para contestar pero se vio interrumpido por el agudo zumbido de otro cronómetro electrónico.
¡Ah, perfecta sincronización!,
pensó con una sonrisa en los labios.
—Vamos a averiguarlo.
Volvió su mirada hacia otra redoma, ésta marcada como
«A».
Le dio una suave sacudida para asegurarse de que sus componentes se mezclaban bien y a continuación su expresión se pintó de decepción al ver que la solución carmesí se volvía completamente negra.
—Negativa —anunció con tristeza.
De nuevo.
Lucian frunció el ceño, evidentemente contrariado por los resultados del experimento. Singe, sin embargo, era consciente de que la ciencia avanzaba a base de prueba y error.
Más tarde o más temprano, tendremos que localizar al espécimen correcto.
Temblaba de placer con sólo pensar en el día glorioso en el que por fin dieran con el medio de acabar con sus primos vampiros de una vez y para siempre.
Pero aún no había llegado, por lo que parecía.
Una expresión filosófica se aposentó en sus rasgos lupinos mientras se acercaba a una de las voluminosas listas de nombres que llenaban las paredes. Con un suspiro de resignación, tachó el nombre del Sujeto A: «JAMES T. CORVIN».
• • •
Michael Corvin estaba leyendo el texto impreso y medio borrado de la puerta de su taquilla en el Hospital Karolyi. Un montón arrugado de papeles de color verde vómito quedaron dentro de la taquilla cuando Michael cerró la puerta con un chirrido metálico. Bostezando, se puso una camiseta negra y se dispuso a volver a casa.
Eran las cinco y media de la mañana. Habían pasado casi nueve horas desde el tiroteo en la estación de metro y la sangre de su ropa se había secado del todo pero Michael se sentía aún aterrado y conmocionado.
—¿Vas a casa?
Michael se volvió y se encontró con su colega, Adam Lockwood. El otro residente americano del hospital, un hombre larguirucho de cabello corto y negro, estaba a mediados de la treintena pero el agotamiento acumulado le hacía parecer mucho mayor. Sus gafas de montura de cuerno no lograban disimular los oscuros e hinchados círculos que rodeaban sus ojos. Llevaba un estetoscopio colgado del cuello y un par de hemostatos de metal asomaban por las solapas de su gastada bata blanca de laboratorio. Estaba tomándose la que debía de ser su novena o décima taza de café.
—Sí —respondió Michael—. Nicholas me ha dado unas horas libres.
Adam asintió con el aire de alguien que se estuviera solidarizando con él y Michael se preguntó si parecería la mitad de cansado de lo que se sentía.
Probablemente,
pensó.
—Por cierto —añadió Adam—, me ha dicho que ayer hiciste un trabajo magnífico con aquella chica.
Michael logró esbozar una sonrisa sombría antes de coger su gabardina y dirigirse a la salida arrastrando los pies. Estaba impaciente por regresar a su apartamento. Con suerte, estaría en la cama antes de que saliera el sol. Pero antes tenía que visitar a alguien.
Momentos después se encontraba en la Unidad de Cuidados Intensivos, mirando desde el otro lado de un gran ventanal de cristal a la chica herida del metro. La adolescente húngara acababa de salir del quirófano, y estaba inconsciente y conectada a un equipo de soporte vital. Michael sintió un arrebato momentáneo de furia. La pobre chica no había hecho nada para merecer aquello. Sólo había estado en el peor momento en el sitio menos indicado.
Igual que Samantha,
pensó, desolado.
Miró a la muchacha. Un monitor electrónico que mostraba formas de onda verdes e iluminadas, controlaba su presión sanguínea, temperatura corporal y pulso. Fluía sangre desde unas bolsas de plástico para reemplazar la que había perdido bajo la Plaza Ferenciek.
Al menos los cirujanos habían conseguido estabilizar su condición. Con un poco de suerte, lo conseguiría.
Está ciudad está yéndose directamente al infierno,
pensó.
• • •
El Infierno se encontraba, en efecto, varios metros por debajo de Budapest, en un sistema de búnkeres subterráneos construido durante la II Guerra Mundial. La cavernosa excavación había sido utilizada en el pasado como almacén pero había caído en el olvido hacía mucho tiempo y eso había provocado que fuera sumiéndose en un estado de penoso abandono. Los suelos del bunker estaban llenos de escombros, entre charcos de agua estancada y apestosa. Colgaban cadenas oxidadas del techo abovedado que se extendía a gran altura y sus extremos rozaban contra los restos enmarañados de pasarelas metálicas en ruinas. Arañas, cucarachas y otras alimañas infestaban hasta el último rincón del olvidado santuario y se extendían por sus paredes, pero curiosamente, en el recinto del tamaño de un hangar no podía encontrarse una sola rata o ratón. Ni siquiera los más famélicos roedores eran tan estúpidos como para aventurarse en aquel purgatorio creado por el hombre.
Empleados ahora como rudimentarias chozas y barracones, los ruinosos refugios eran un hervidero de vida predatoria. Brillaban luces parpadeantes por las ventanas agrietadas y cubiertas de hollín. Los licanos humanos iban de acá para allá, dedicados a sus propios asuntos mientras que otros miembros de la manada, los que preferían la forma canina, vagueaban entre los escombros y los restos como perros de basurero. Entre las sombras brillaban bestiales ojos de color azul.
El húmedo techo goteaba agua y el eco de los constantes y diminutos chapoteos resonaba en las paredes desmoronadas y mohosas. Reinaba en el aire fétido el denso olor de los cuerpos sin lavar, tanto humanos como lupinos, pero a pesar de la numerosa población que habitaba el abandonado bunker, no había una sola fogata encendida. Caminaran a dos o a cuatro patas, los licanos preferían la carne cruda y sangrante.
Más allá de la enorme cámara central se extendía por todas las ruinas del viejo sistema de fortificaciones un oscuro y retorcido laberinto de pasillos medio derruidos por efecto de la guerra, estancias siniestras, ventanas cegadas y baldosas de porcelana hechas añicos, como un manicomio diseñado, construido y decorado de manera expresionista por los propios pacientes.
Desnudo y cubierto de sangre, Raze llegó tambaleándose por uno de aquellos corredores tenebrosos. Caminaba encorvado por el peso del cuerpo lleno de balas de Trix y encogido de dolor por las brillantes estrellas de plata que tenía clavadas en el pecho. A cada agónico paso que daba maldecía a los Ejecutores en general y a la zorra que le había arrojado las estrellas en particular.
Se acerca su hora,
recordó y sacó fuerzas de las espantosas imágenes concebidas por sus deseos sobre la carnicería que se avecinaba.
¡Sólo dos noches más y esos apestosos vampiros tendrán por fin lo que se merecen! Lucian lo tiene todo planeado…
Al fin, después de lo que se le había antojado una caminata interminable por el inframundo, logró llegar hasta la tosca enfermería, donde encontró a Lucian y a Singe. Un par de humanos muertos, con las gargantas cortadas limpiamente, colgaban aún de los techos manchados de hollín de la estación. Al ver sus miradas sin vida, Raze supuso que aquellos sujetos experimentales debían de haber resultado tan poco satisfactorios como los anteriores, lo que contribuyó a que se sintiera aún más enfurecido y avergonzado por haber dejado que el estudiante de medicina norteamericano se le escapara.
¡Malditos sangrientos!,
volvió a pensar.
¡Todo ha sido por su culpa!
Depositó el cuerpo ensangrentado de Trix sobre una mesa de examen vacía y a continuación miró a Lucian y Singe. En su rostro podían leerse las huellas del dolor y el agotamiento pero sabía que Lucian querría que le diera su informe antes de pensar siquiera en descansar o recibir asistencia médica.
—Nos tendieron una emboscada —dijo con voz tensa mientras se apoyaba en la mesa de metal. Su profunda voz resonaba como un tambor hueco—. Ejecutores, tres en total. Matamos a dos pero uno de ellos logró escapar. Una hembra.
Lucian recibió la noticia con una expresión severa e inescrutable.
—¿Y el candidato?
Raze bajó la cabeza. De haber tenido una cola, la hubiera escondido entre las piernas.
—No conseguimos atraparlo —admitió.
Lucian dejó escapar un largo suspiro de exasperación. Mientras apretaba los puños a ambos lados del cuerpo se volvió lentamente hacia la ventana manchada de grasa y dejó que su mirada se perdiera al otro lado.
—¿Es que tengo que hacerlo yo todo personalmente? —musitó entre dientes.
Raze estuvo a punto de replicar algo pero en el último momento cambió de idea.
Mejor que me redima con actos, no con palabras,
decidió mientras se juraba que no permitiría que Michael Corvin —u otro candidato cualquiera— se le escapara de nuevo.
¡Y que el cielo se apiade de cualquier vampiro que se interponga en mi camino!
El cuerpo que había quedado sobre la mesa de examen atrajo la atención de Singe.
—Mira qué estropicio —dijo mientras contemplaba con aire circunspecto los agujeros sanguinolentos del pecho de Trix.
—Munición argéntea. De alto contenido —le informó Raze—. Le impidió transformarse.