Underworld (14 page)

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Authors: Greg Cox

Tags: #Aventuras, #Fantasía

BOOK: Underworld
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Un humano ordinario hubiera quedado inconsciente por el impacto, si no muerto, pero Lucian, un licántropo de sangre pura, no era humano ni lo había sido nunca. Aunque fundamentalmente era más canino que felino, giró en el aire como una pantera y cayó a cuatro patas muchos metros por detrás del deportivo de la vampiresa. Sus ojos oscuros despidieron un fulgor de rabia a duras penas controlada mientras observaban cómo se alejaban las luces traseras del Jaguar y se perdían finalmente en la noche.

Ésa tenía que ser Selene,
supuso, recordando la formidable reputación de cierta Ejecutora. El topo que tenían en el aquelarre de los vampiros les había hablado a menudo de Selene y del intenso odio que profesaba a todo lo relacionado con los licanos. Lucian siempre había sospechado que sus caminos se cruzarían algún día pero aquel no era exactamente el desenlace que había previsto. Husmeó el aire y olió la fría sangre de la vampiresa en su hoja.

El cuchillo negro regresó al interior de su manga con un chasquido metálico. Sus puños enguantados se cerraron y apretaron, llenos de frustración. Las costillas fracturadas empezaron a curarse dolorosamente. La primera sangre había sido de Lucian y sin embargo, de alguna manera, ella había conseguido escapar con el premio.

No
por mucho tiempo,
se juró. Michael Corvin era demasiado importante para sus planes. Lucian se llevó la mano al bolsillo y descubrió con alivio que el preciado frasco de sangre había sobrevivido a su encuentro con el capó del Jaguar.
Una victoria parcial, pues,
decidió.

Tenía la sangre del humano. Eso bastaría.

Por el momento.

Capítulo 10

E
l Jaguar salió a toda velocidad del callejón y tomó la curva a más de ochenta kilómetros por hora. El espeluznante giro empujó a Michael contra el asiento. El hombro derecho, donde había recibido el mordisco del desconocido, le ardía de dolor.

A pesar de ello, Michael estaba más preocupado por el hombro de la mujer misteriosa. Su herida estaba sangrando copiosamente, mucho más que la suya. Sus años de instrucción médica se hicieron cargo de la situación y trató frenéticamente de aplicar presión ala herida del cuchillo del desconocido. Para su sorpresa, la sangre de la mujer parecía extrañamente fría en la palma de su mano.

—¡Para el coche! —le gritó. Ya era suficientemente difícil tratar de curar una herida como aquella con las manos desnudas, así que de hacerlo en un coche lanzado a toda velocidad, mejor ni hablar. Había ido en ambulancias que corrían en casos de emergencia a menos velocidad que el Jaguar—. ¡Para el coche!

La mujer se quitó de encima su mano de un manotazo enfurecido y a continuación sacó la pistola y le apuntó con ella.

—¡Aparta! —le ordenó.

Michael cogió la indirecta e hizo lo que se le pedía. Se reclinó en su asiento, con la mirada inquieta clavada en el cañón del arma. A juzgar por lo que había visto hasta el momento, no creía que se tratara de un farol.

—Está bien, está bien —le aseguró mientras levantaba las manos en un gesto conciliatorio. Lanzó una mirada momentánea por la ventanilla trasera pero no había ni rastro del loco con el cuchillo. No es que Michael esperara verlo. El Jaguar había dejado ya la escena del ataque a dos manzanas de distancia. Resultaba difícil creer que el desconocido pudiera seguir tras ellos tras haber sido atropellado de aquella manera, pero a estas alturas ya no sabía qué creer.

El Jaguar corría en dirección oeste, hacia el Danubio, pasando por las calles de adoquines y las intersecciones como si hubiera un tiranosaurio pisándoles los talones. La lluvia que estaba cayendo en el exterior reflejaba las luces de las farolas y señales de tráfico, envolviéndolas en un aura borrosa roja, verde o amarilla que volvía aún más irreal y onírica la demencial escena que estaba viviendo. El parabrisas estaba cubierto por una película de agua que dificultaba la visión pero a pesar de ello Michael divisó el imponente esqueleto de acero del puente Erzsebet, llamado así por una emperatriz del siglo XIX que fue asesinada por un anarquista.

Su mirada atribulada se vio atraída hacia la conductora herida del Jaguar. El rostro de la mujer estaba, si tal cosa era posible, más blanco que de costumbre. Tenía una mano en el volante mientras con la otra sostenía la pistola con la que apuntaba a Michael a la cara.

—Mira —dijo éste tratando de razonar con ella—. Has perdido mucha sangre. —Al recordar la frialdad de su sangre supuso que habría sufrido ya un shock—. Si no paras, vas a conseguir que nos matemos los dos.

—¿Quieres apostar algo? —dijo ella con tono desafiante mientras esbozaba una leve sonrisa a pesar del dolor. Pisó a fondo el acelerador y Michael se vio empujado una vez más contra el asiento. A cierta distancia, las colosales agujas blancas del Puente de Erzsebet se cernían sobre ellos, más altas a cada minuto que pasaba.

Michael había tratado en el pasado con pacientes reacios a cooperar, pero nunca uno tan tozudo como ella.

—¡No lo digo en broma! —gritó por encima del rugido del poderoso motor del Jaguar.

—¡Ni yo! —repuso ella. Su mirada estaba clavada a la carretera. ¿Era sólo su imaginación, o sus párpados estaban empezando a cerrarse alarmantemente?—. ¡Ahora cierra la boca y estate quieto! Estoy perfectamente.

Michael no se lo tragó. Horrorizado, se sujetó al salpicadero mientras la mujer corría por la Avenida Szabadsajto como una maníaca.
¿Quién se cree que nos está persiguiendo?,
se preguntó.
¿Todo el ejército húngaro?

Una vez más, volvió a recordar las pesadas formas que habían caído sobre el techo del apartamento, seguidas por los rugidos de unas bestias inhumanas…

La entrada al puente se encontraba justo delante de ellos. Al principio, Michael creyó que iban a cruzarlo, pero en el último momento, la chica dio un brusco volantazo, tomó la Avenida Belgrado y siguió hacia el norte paralelamente al Danubio. Las boutiques y las tiendas dejaron paso a los embarcadores y los almacenes mientras el Jaguar pasaba como un trueno por la adormecida orilla. Las enormes grúas de acero, silenciosas e inactivas, se erguían como mantis religiosas sobre los muelles ruinosos, mientras los oxidados cargueros, portadores de mercancías llegadas de las cuatro esquinas de Europa y más allá, se mecían anclados junto a la orilla, esperando a que el amanecer trajera una horda de marineros y estibadores recién levantados. Vallas metálicas protegían palés de madera en los que se apilaban hasta gran altura cajas, cajones y bolsas de diversos tamaños.

¿Dónde demonios me lleva?,
se preguntó Michael mientras miraba ansiosamente por las ventanas.
¿Tenemos alguna posibilidad de llegar con vida?

La oscuridad envolvía los muelles en una sábana negra, pero hacia el este un tenue rastro rosado coloreaba el cielo, visible sólo en las ranuras verticales que separaban los modestos rascacielos del centro de Pest. No faltaba mucho para el amanecer.

Gracias a Dios,
pensó Michael. No podía esperar a que llegara el fin de aquella noche aterradora, de una forma o de otra. Se volvió lentamente hacia la mujer y descubrió con horror que su cabeza empezaba a balancearse de un lado a otro como si se estuviera quedando dormida. Sus ojos parpadeaban. Parecía que le costaba mantenerlos abiertos. El arma de su mano se estremecía como si fuera una enferma de Parkinson.

¡Lo sabía!,
comprendió Michael, consternado. No le hacía nada feliz descubrir que estaba en lo cierto. Frente a sus ojos embargados por el pánico, la mujer herida se desplomó sobre el volante. Su cabeza cayó hacia delante y la pistola resbaló entre sus dedos y cayó sobre la consola de cuero negro que la separaba de Michael.

Sin control, el Jaguar se desvió bruscamente. Michael trató de sujetar el volante pero el coche iba demasiado deprisa y el cuerpo fláccido de la mujer estaba en medio. Los neumáticos chirriaron sobre el resbaladizo asfalto mientras el Jaguar viraba a la izquierda, atravesaba dos carriles y se dirigía peligrosamente hacia los muelles.

Paralizado por el miedo, Michael no podía apartar la mirada del parabrisas. Impotente y con el corazón latiendo como un tambor. Vio cómo atravesaba el Jaguar una valla de protección en medio de una lluvia de chispas anaranjadas. Entró dando tumbos en un dique rocoso, sin que sus amortiguadores computerizados de última tecnología hicieran gran cosa por mitigar las sacudidas que zarandeaban a su pasajero de un lado a otro. Su hombro herido de Michael chilló de agonía, al unísono con el alarido agudo que se abrió camino desde sus pulmones.

La parte delantera del Jaguar chocó contra un bloque de cemento y el coche dio una vuelta de campana y salió despedido en dirección al río. Michael se sentía como si estuviera dentro de una licuadora encendida.
Ya está,
comprendió en un arranque de aterradora claridad.
Voy a morir.

Y ni siquiera sabía por qué.

Entonces el Jaguar echó a volar y por un instante un silencio espeluznante reemplazó los chirridos y crujidos ensordecedores. Michael escuchó los latidos acelerados de su propio corazón y los jadeos entrecortados que escapaban de sus labios. Curiosamente, no escuchó ningún ruido procedente de la mujer inconsciente. Ni siquiera sabía si seguía respirando.

Por el parabrisas delantero vio cómo se les echaba encima como un maremoto la superficie iluminada por la luna del Danubio. El morro del Jaguar chocó contra el río con un estrépito tremendo. El cinturón de seguridad de Michael cedió al fin y su cabeza chocó el parabrisas como un obús y partió el cristal en mil pedazos.

Trató de mantenerse consciente a pesar de que estaba viendo las estrellas y oía un zumbido agudo en el interior de su cráneo. Si perdía ahora el conocimiento jamás despertaría. El Jaguar estaba hundiéndose ya bajo la superficie del río. Michael se dio cuenta de que sólo le separaban unos minutos de una muerte por asfixia.

Una turbulenta oscuridad se los tragó mientras el coche se hundía hacia el fondo del Danubio levantando con las ruedas, que todavía no habían dejado de girar, una oleada de burbujas y residuos. Al otro lado de la telaraña de grietas que cubría el parabrisas, no se veían más que sombras de color verde.

Trató desesperadamente de abrir la puerta del copiloto pero descubrió que su misteriosa secuestradora la había cerrado con seguro electrónico, presumiblemente para impedir que él saltara del coche en cuanto bajara de ochenta kilómetros por hora. Lanzó una mirada de consternación hacia la mujer inconsciente y entonces reparó en la pistola, que seguía tirada sobre la consola central. Se le ocurrió una idea absurda: recogió la pistola y disparó al parabrisas.

El agudo eco de la detonación resonó dolorosamente en el interior de los estrechos confines del sumergido Jaguar. El cristal se partió y el agua helada entró en tromba. El chorro le golpeó en plena cara y le empapó todo el cuerpo. Inhaló profundamente para llenar sus pulmones con el máximo oxígeno posible y de este modo tratar de alcanzar la superficie. Puede que aún tuviera la oportunidad de escapar con vida de todo aquello.

Mientras el compartimiento se inundaba, volvió la mirada hacia el cuerpo inconsciente de la mujer. A pesar de que el agua helada estaba empezando a engullirla, seguía sin hacer nada por ponerse a salvo. Michael titubeó, desgarrado entre el sentido de auto-preservación y un impulso sorprendentemente intenso que le pedía que rescatara a aquella mujer en peligro. Lo había raptado y amenazado pero, a pesar de todo, Michael sintió horror ante la posibilidad de que muriera sin haber llegado a saber cómo se llamaba.

Qué coño…
Soltó el arma dejando que se hundiera hasta el suelo del coche y cogió a la mujer entre sus brazos. Su casi olvidado entrenamiento de socorrista, que no había utilizado desde el verano en que trabajara en Coney Island, regresó a su mente en un instante mientras atravesaba con la mujer en brazos el parabrisas y se adentraba en las turbias profundidades del río.

Batió las piernas con todas sus fuerzas en dirección a la superficie, tratando de ignorar que el frío de las aguas se le colaba hasta los huesos. Octubre no era el mejor mes para nadar en el Danubio. La inconsciente mujer era un peso muerto entre sus brazos, tan lacia e inútil como un saco de patatas. La sujetaba con fuerza por debajo de las axilas, con las manos unidas delante de su pecho. Su liso cabello castaño le acariciaba la cara y las oscuras trenzas se mecían en la corriente como algas marinas.

La luz de la luna que se adentraba en las acuosas tinieblas llamaba a Michael como una baliza, indicándole en qué dirección estaba la superficie. La gravedad tiraba de sus tobillos mientras él ascendía hacia la resplandeciente y plateada luz con agonizante lentitud. Le ardían los pulmones, necesitados de aire, y tuvo que morder con fuerza para no inhalar el propio río. Era consciente de que hubiera podido nadar más deprisa con los brazos libres pero a pesar de ello se negó a soltar su preciosa carga.

Su escaso suministro de oxígeno estaba a punto de agotarse cuando finalmente su cabeza y sus hombros emergieron a la superficie del río. Tosiendo y escupiendo, inhaló el aire fresco a bocanadas mientras las olas lo mecían de un lado a otro. A escasos centímetros de su cara, la cabeza de la mujer flotaba de un lado a otro y tuvo que esforzarse para mantener su boca y su nariz encima del agua. Sus hermosos rasgos estaban tan fríos y blancos como el hueso pulido. La sangre ennegrecía las pequeñas olas que lamían su hombro herido.

¿Quién eres?,
se preguntó mientras cambiaba de posición para poder rodear con el brazo el esbelto talle de la mujer y utilizaba el otro para nadar.
¿Y por qué es tan importante para mí el saberlo?

Luchando contra la corriente, que lo estaba alejando rápidamente de la tumba del Jaguar, Michael nadó de costado hacia la orilla. La noche seguía envolviendo en sombras los muelles, a pesar de la rosada promesa del amanecer. Gritó con voz débil pidiendo ayuda pero el agotamiento le robó todas las fuerzas y después de tragar agua negra varias veces abandonó el intento y dedicó todas sus energías a alcanzar la orilla oriental del río.

Sus patéticos gritos ni siquiera despertaron a la mujer que tenía en brazos. Tenía miedo de que sufriera una hipotermia y ni siquiera sabía con certeza seguía con vida.
Voy a sentirme como un auténtico idiota,
pensó,
si me ahogo tratando de rescatar a una muerta.

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