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Authors: David Wellington

Vampiro Zero (15 page)

BOOK: Vampiro Zero
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Caxton volvió a maldecir en silencio. Cuando una víctima regresaba como siervo de entre los muertos, su personalidad se borraba y se veía reemplazada por puro odio y una insaciable sed de sangre. Sin embargo, conservaban parte de su memoria. Aquellos siervos en concreto habían sido policías, sabían registrar una habitación y evitar que un sujeto pudiera escapar. No tenía duda de que ya habrían cubierto las tres puertas que daban al vestíbulo. Le quedaba nada, apenas unos segundos, antes de verse rodeada.

Al levantarse y colocarse contra la pared del fondo de la sala, Caxton sintió un intenso dolor en los tobillos. No creía que tuviera ningún hueso roto, pero aunque así fuera tenía que moverse y rápido. Se le ocurrió que su mejor opción era correr hacia la parte trasera de la casa, por lo que empezó a seguir la pared esperando encontrar el tapiz que había visto al entrar. Ahí estaba. Su mano palpó el tejido en una de las esquinas. La puerta estaba justo al otro lado. Estiró el brazo para agarrar el pomo... y apartó la mano de inmediato al notar que la puerta se sacudía y traqueteaba como si alguien al otro lado intentara derribarla a martillazos.

—¡Está allí! —gritó uno de los siervos.

Los oyó acercarse a ella, corriendo a través de la oscuridad. Uno tropezó con una silla y cayó al suelo con un gañido patético, pero los demás seguían acercándose. Caxton ni siquiera sabía en qué dirección debía correr.

Entonces, la puerta se abrió de golpe y un poderoso haz de luz se extendió por el vestíbulo e iluminó a los dos no muertos, que portaban sendos cuchillos. El cañón de una escopeta asomó por el marco de la puerta y disparó. La atronadora detonación dejó a Caxton medio sorda y le llenó la nariz y la garganta de pólvora. Se atragantó y tosió.

Los dos siervos se desplomaron fuera del haz de luz y cayeron al suelo con un ruido seco. Ni siquiera tuvieron la oportunidad de gritar por última vez.

Glauer irrumpió a través de la puerta abierta y cargó la escopeta para volver a disparar. No vio al tercer siervo, el que había tropezado con la silla. Y éste se lanzó contra él con un atizador de chimeneas.

Caxton se estiró mucho y agarró al siervo por el brazo. Entonces se lo dobló a la espalda y el atizador cayó al suelo con un tintineo metálico. Vio que Glauer levantaba la escopeta y aún tuvo tiempo de gritar que no lo hiciera, pero ya era demasiado tarde. La pesada culata del arma golpeó al siervo entre los ojos y le aplastó el cráneo.

—¿Por qué no quería que lo hiciera? —preguntó Glauer cuando la criatura hubo caído al suelo, iluminando el rostro de Caxton con su linterna.

—Quería mantenerlo con vida para interrogarlo —respondió. Entonces le apartó la linterna, que le estaba hiriendo los ojos—. ¿Por qué ha tardado tanto?

Glauer se encogió de hombros.

—En esta casa hay por lo menos cincuenta puertas y están todas cerradas.

No importaba, ahora estaba allí. Caxton hizo un cálculo rápido.

—Originalmente eran siete, suponiendo que Jameson los llamara a todos de entre los muertos.

—¿Siete? Como los siete policías que respondieron a nuestra llamada...

Al parecer, Glauer acababa de descubrir contra quién había estado luchando. Caxton levantó una mano y le pidió un momento de silencio.

—Me he cargado a uno en el piso de arriba.

Le quitó la linterna de las manos a Glauer e iluminó a los dos del suelo, cuyos cuerpos completamente inertes habían quedado deformes por el disparo de la escopeta, y al del cráneo aplastado.

—Con ésos son cuatro.

—Y dos más que intentaron trincarme en la cocina —añadió Glauer—. Fíjese en esto —dijo, y le mostró un corte profundo que tenía en el brazo—. Me atravesó la chaqueta y la camisa. Era apenas un cuchillo de mondar patatas, pero el fulano ese me tenía ganas.

—En ese caso son seis, todos muertos. Falta uno —concluyó Caxton cuando hubo terminado de echar las cuentas, demasiado preocupada para prestar atención al brazo de Glauer. Entonces, y obedeciendo a una intuición, se dio media vuelta y apuntó hacia la puerta principal con la linterna. Estaba abierta de par en par y al otro lado los aguardaba la noche—. ¡Vamos, rápido! —exclamó, salió corriendo al porche y bajó hasta la calle.

Al principio no veía nada, sólo los coches aparcados en medio de la calzada. Creía que el siervo habría robado un coche y estaría dándose a la fuga con él, y tan sólo esperaba que el engendro no hubiera elegido el Mazda. Pero todos los vehículos estaban en su sitio.

—Allí —dijo Glauer, señalando la calle.

Una fina capa de nieve en polvo había cubierto el asfalto desde su llegada. Las huellas de unas botas en la nieve se alejaban de la casa dirección oeste, hacia la autopista. Glauer se dirigía ya hacia el asiento del acompañante del coche, pero Caxton sacudió la cabeza—. No hay tiempo para eso. Aún podemos atraparlo a pie.

Corrió calle adelante. Después de la oscuridad de la casa, las luces de la calle y su brillo sobre la nieve la deslumbraban. Aun así, no le costó seguir el rastro: las pisadas negras destacaban sobre la calle nevada y se dirigían hacia el oeste sin vacilar en ningún momento, como si el siervo no muerto no se hubiera vuelto ni una sola vez para ver si lo perseguían.

Caxton tenía el presentimiento fatal de que sabía lo que significaba aquello. A pesar de su mala leche y de su maldad, los siervos se debían a los caprichos de los vampiros. Eran tan incapaces de desobedecer una orden de sus amos como de volver completamente a la vida plena. Aquel siervo no estaba huyendo de una batalla perdida. No, se habría quedado hasta el último momento si Jameson se lo hubiera pedido. Si huía de aquella forma, era porque cumplía otra orden.

Caxton corría tan rápido como podía. No había tenido ocasión de ponerse botas y sus zapatos resbalaban una y otra vez sobre la nieve fangosa. Glauer la seguía resoplando, con paso más firme pero no tan rápido. Sin embargo, fue el primero de los dos en atisbar al siervo en la distancia.

El agente soltó un grito y señaló algo. Caxton miró hacia el lugar que indicaba su dedo y allí, a una manzana de distancia, distinguió al siervo, que avanzaba rápidamente. Cojeaba y llevaba un desgarrón en una pernera del pantalón. Tenía una herida que no sangraba en la pantorrilla, donde le faltaba parte del músculo. Caxton se dio cuenta de que debía de tratarse del que había herido al disparar a ciegas en la escalera. Aun así, por muy lisiado que estuviera, el engendro se obligaba a seguir adelante, sin detenerse.

Le había recortado ya media manzana cuando Caxton se dio cuenta de que estaban a punto de salirse de la carretera. La calzada describía una curva hacia el sur, siguiendo el río, pero el siervo no tenía intención de tomarla. Efectivamente, continuó corriendo en línea recta.

Caxton intentó esprintar y a punto estuvo de caer de bruces.

—¡Atrápelo, Glauer! —le gritó al fornido policía, que pasó junto a ella resoplando con todas sus fuerzas. Entonces se puso a correr de nuevo tras ellos y llegó a la orilla artificial del río justo a tiempo para ver cómo el siervo saltaba torpemente y se hundía en el agua como una pesada roca. Se hundió con un gañido y un borboteo, y se perdió de vista al instante.

Glauer empezó a quitarse la chaqueta, como si quisiera seguirlo, pero Caxton lo agarró por el brazo y tiró de él.

—No sea idiota —le espetó, respirando pesadamente—. ¿Quiere morir congelado en cuestión de minutos?

—¡Pero se está escapando! —respondió Glauer.

—No, no se escapa —replicó Caxton, que comprendió de pronto lo que Jameson le había ordenado a aquella criatura.

No sabía si el agua helada iba a hacerle daño, pero de lo que estaba segura era de que los siervos no respiraban. Debía de haberse hundido como el plomo. Bajo el agua, su cerebro se congelaría y ése sería el fin de su corta no vida.

—Cuando trabajábamos juntos, con Jameson, quiero decir, solíamos capturar a los siervos de los vampiros. Eran nuestra principal fuente de información. Jameson sabía que querría hablar con éste, pero se ha asegurado de que no pudiera hacerlo.

Capítulo 22

Caxton y Glauer regresaron a la casa caminando por la nieve. Desde su llegada a Bellefonte la temperatura había bajado considerablemente y el cielo había adquirido un amenazante color plomizo. La nevisca que había empezado a caer con la puesta del sol había cesado, pero parecía que las nubes aún no habían terminado de descargar por aquella noche.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Glauer, aunque el crujido de sus pasos sobre la nieve en polvo casi le silenció voz.

A Caxton aquello le sonaba a rechinar de dientes. Meneó la cabeza. Eran sólo las siete de la tarde, aunque parecía mucho más tarde.

—Precintar la escena del crimen, llamar a quien corresponda y esperar a que lleguen.

—Yo me refería a... —empezó a decir Glauer, pero se limitó a asentir.

Realizaron el resto del camino en silencio. La casa de Astarte estaba tal como la habían dejado. Los coches que había aparcados en la calle tenían una fina capa de nieve recién caída que reflejaba las luces azules y rojas de las sirenas, que en lugar de atravesar la noche resplandecían intermitentemente, primero de un color y luego de otro. Glauer quería apagar los motores de los coches, pero Caxton le dijo que no lo hiciera. Era importante mantener la integridad de la escena, hasta el último detalle.

Realizó las llamadas telefónicas de rigor. Un solitario agente del departamento de policía local acudió al momento, pero hizo poco más que precintar la zona con cinta amarilla y ni siquiera entró en la casa. Las ambulancias fueron las siguientes en llegar, pero los enfermeros tuvieron que esperar a que el juez de instrucción declarara a todos muertos. El técnico de la morgue llegó media hora más tarde. Era un médico de aspecto huraño que vestía un grueso anorak, con la capucha puesta. Entró en la casa y salió al cabo de cinco minutos. Les hizo un gesto a los enfermeros para que entraran, aunque lo cierto era que nada podían hacer ya.

Las luces se fueron encendiendo en el resto de las casas de la calle. Los vecinos, con gestos de inquietud, miraban por las ventanas, aunque ninguno salió a echar un vistazo de cerca. Glauer se ofreció para preguntar por el vecindario, ir puerta a puerta por si alguien había visto algo.

—Lo dudo mucho —dijo—, pero se sentirán mejor si pueden hablar del asunto con alguien.

A Caxton le importaba muy poco lo que pudieran pensar los vecinos de Astarte, pero así por lo menos tenía a Glauer ocupado, de modo que le dio permiso con un suspiro de alivio. El agente llevaba ya un rato paseándose por la acera, de aquí para allá, como si quisiera decir algo pero no se atreviera.

La tensión de Caxton fue creciendo hasta que su único deseo fue marcharse de allí. Era de noche (iba a ser de noche durante las siguiente doce horas) y sabía que no iba a poder relajarse hasta que amaneciera. Tenía cosas que hacer pero no podía largarse hasta que la escena del crimen no estuviera en manos de alguien capacitado para hacerse cargo de ella. Sin darse cuenta, ella misma empezó también a pasearse de un lado a otro. Por lo menos hacer ejercicio evitaba que se le congelaran las articulaciones.

Un coche sin marcas, antiguo, se acercó a la casa. Caxton entrecerró los ojos por la luz de los faros e intentó adivinar de quién se trataba. Había dos personas dentro, un hombre y una mujer. Cuando los reconoció se llevó una verdadera sorpresa: eran Fetlock y Vesta Polder.

El marshal la saludó con la cabeza y se acercó al policía local que montaba guardia delante de la casa. Vesta fue hacia Caxton y le estrechó la mano.

La anciana miró por encima del hombro hacia los árboles que había a ambos lados de la calle, como si esperara ver a un fantasma.

—Astarte ha muerto —dijo, y no era una pregunta—. Normalmente no habría venido, y mucho menos a estas horas. Ya sabes que no me gusta estar lejos de casa por la noche, pero tengo que verla.

Caxton no sabía qué hacer. Permitir la entrada de un civil en una escena del crimen que aún estaba bajo investigación iba contra las normas. En algunas ocasiones se hacían excepciones con familiares próximos, pero Vesta Polder no estaba emparentada con los Arkeley. Vesta tampoco quería explicarle por qué era tan importante que viera el cuerpo. Miró a Caxton a los ojos como si quisiera hipnotizarla.

—Acompáñame —cedió finalmente Caxton.

Hasta que se presentara algún detective del departamento de policía, ella estaba al cargo de la escena y decidía quién entraba en la casa y quién no.

La viuda yacía en la misma posición que cuando Caxton la había visto por primera vez. La sangre del suelo había empezado a secarse por el calor de la casa, pero Vesta se acercó al cuerpo caminando con mucho cuidado, procurando no mancharse las botas. Caxton conocía a Polder lo suficiente como para saber que la mujer no actuaba así porque fuera aprensiva.

Vesta se colocó a los pies de la cama y cerró los ojos. Sus labios se movieron pero Caxton no oyó lo que decía. Supuso que se trataba de una plegaria. Cuando terminó se quedó allí, con los ojos cerrados y las manos ligeramente extendidas a ambos lados.

Caxton se preguntó cuánto tiempo iba a durar todo aquello. Al cabo de uno o dos minutos carraspeó y Vesta abrió los ojos.

—A juzgar por el tamaño de la herida, no creo que le hiciera demasiado daño —dijo Caxton, señalando el brazo de Astarte—. Cuando mató a Angus, tenía prisa, pero aquí se tomó su tiempo.

Vesta asintió.

—Primero su hermano. Ahora su esposa.

—¿Sabes por qué la mató? —preguntó Vesta en un tono que parecía indicar que ella ya lo sabía, pero quería que Caxton lo dijera en voz alta.

Aquello era típico de Vesta Polder, la mujer que lo veía y lo sabía todo (o eso quería hacer creer a los demás). Caxton estaba casi segura de que generalmente hacía comedia, que se trataba de una técnica estudiada para lograr que la gente le contara lo que ella quería saber. Aquella mujer le daba un poco de miedo.

—Creo que les hizo la misma oferta a los dos. Podían elegir entre unirse a él y convertirse en vampiros o morir en el acto. Lo que aún no entiendo es por qué.

—Jameson los amaba —respondió Polder—. Los amaba pero eran humanos. Para un vampiro, la vida humana es detestable. Era incapaz de conciliar esos dos sentimientos. Para resolver esa tensión debía convertirlos en lo mismo que él, llevarlos a su mismo nivel, o acabar con ellos.

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