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Authors: David Wellington

Vampiro Zero (17 page)

BOOK: Vampiro Zero
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—Ésa es la razón por la que estamos aquí, para evitar que Jameson mate a más gente.

—¿En serio? —preguntó Glauer.

—¡Que sí, joder! —le respondió Caxton, frunciendo el ceño—. Sí, todo lo que he hecho, cada día de mi vida desde octubre, ha perseguido ese objetivo. Arriesgo mi vida cada noche y nunca le pido a nadie que haga algo que yo misma no haría. A veces tengo que tomar decisiones difíciles y tengo que hacerlo rápido. Y a veces me equivoco.

—Pues esta noche fue una de esas veces. Lo que quiero decir es que...

—No pienso añadir nada más. Suba al coche antes de que se me congele el culo.

—Tiene que cuidar más a la gente que tiene a su alrededor. A lo mejor no le importa que vivan o mueran, pero a sus familias...

—¡Suba al coche de una puñetera vez!

—Sí, especial —gruñó Glauer y abrió la puerta del copiloto.

—Es agente especial —replicó Caxton, que subió por su lado.

Regresaron a Harrisburg sin decir nada. Cuando llegaron a la jefatura de policía, Glauer salió del coche y se dirigió hacia el edificio sin siquiera mirarla.

Capítulo 24

Por la mañana, al despertar, Caxton se vio rodeada por la luz blanquecina que entraba por su ventana. Había caído tanta nieve durante la noche que ahora llegaba hasta el cristal. Caxton no podía ver ni siquiera el patio.

Percibió el olor a beicon y a huevos revueltos procedente de la cocina. A regañadientes, apartó la manta eléctrica y fue hasta la mesa en pijama. Clara, que estaba ante los fogones, la saludó.

—Por el aspecto que tenías cuando llegaste anoche, se me ha ocurrido que te apetecería comer caliente.

Caxton intentó devolverle la sonrisa, pero su rostro no estaba de humor. Cuando Clara le puso una taza de café delante, ella lo sorbió, agradecida pero incapaz de expresarlo. Quería contarle a Clara lo que había sucedido. Quería abrazarle las piernas. Pero no pudo hacerlo.

—He estado pensando en lo que dijiste ayer —dijo Clara cuando terminó de preparar los huevos revueltos y los dejó encima de la mesa—. Es evidente que no puedo ser tu especialista forense, pero sí podría encargarme de lo otro. Ya sabes, de coordinar a la gente. Podría ir a trabajar contigo. Si a ti te parece que puedo serte útil...

Laura puso unos ojos como platos.

—Muy útil.

Clara asintió y empezó a comer.

—Podrías invitarme a comer cada día. Si quieres.

—Sí, quiero —respondió Laura.

—¿Y adonde vamos hoy?

—Pues...

—¿Pues?

—Es que hay un problema —dijo Caxton—. Hoy voy a Allentown a hablar con la hija de Jameson, Raleigh. Y probablemente tenga que pasar la noche allí.

—Desde luego —dijo Clara y se volvió hacia la cocina, de espaldas a Laura.

—Vamos —dijo ésta, con tanta dulzura como fue capaz—, de momento lo llevas muy bien. Sé que no tengo derecho a pedirte un poco más de comprensión, pero la necesito.

—Sí —respondió Clara—. No pasa nada, por supuesto. Imagino que la chica corre un peligro de muerte.

—Su propio padre va a intentar matarla.

Clara se volvió y le dedicó una sonrisa triste.

—No puedo competir con eso. Ve, anda, y haz lo que mejor sabes hacer. Cuando vuelvas a casa, yo te estaré esperando.

Laura la besó. Luego se comió los huevos revueltos y el beicon, aunque estaba tan ensimismada que ni siquiera notó el sabor, y fue a vestirse. Al cabo de media hora estaba en la carretera, rumbo a su despacho. Tenía varias cosas que hacer allí. Para empezar, debía redactar un informe sobre el desastre de la noche anterior. Encontró su nuevo teléfono encima del escritorio, precintado aún en la caja. Fetlock debía de habérselo mandado esa misma noche. «Los federales, como las malas noticias, vuelan», pensó. Era mayor y más pesado que el antiguo, con una pantallita en blanco y negro. Con un inútil suspiro de recelo, sacó la tarjeta SIM de su teléfono viejo y la introdujo en el aparato nuevo, que se guardó en el bolsillo. Empezó a sonar casi al instante. Era Fetlock.

—¿Va a ir a ver a Raleigh? —preguntó el federal en cuanto ella descolgó—. Muy bien. No quiero retenerla. He visto que había activado el teléfono y se me ha ocurrido probar si funcionaba.

—Yo le oigo bien —dijo Caxton.

—Sí, aquí también funciona. Por cierto, le he mandado un correo electrónico... échele un vistazo. Me espero. —Caxton conectó su ordenador y el federal continuó hablando—. Puse a mis mejores hombres a trabajar en las cintas del archivo. Se me ocurrió que tal vez lograríamos cazar al intruso con las manos en la masa. Y parece que hemos conseguido algo.

Caxton abrió el correo y vio que empezaba a descargarse una fotografía.

—¿Éste es el tipo que se coló y robó todos los archivos de Jameson?

—Sí, creo que sí —confirmó Fetlock—. Las cámaras lograron capturarlo durante una fracción de segundo, pero los técnicos de análisis digital han limpiado la imagen. Pensé que querría echarle un vistazo.

La fotografía de la pantalla mostraba a un hombre vestido con un traje azul celeste cruzando el detector de metales. La imagen era cuando menos borrosa y no se le veía la cara, sólo el cogote. Podía tener el pelo castaño o negro, la imagen era demasiado oscura para saberlo a ciencia cierta.

—Utilizó la identificación de Jameson, ¿verdad? En cualquier caso no es él...

—¿No cree que podría tratarse del vampiro disfrazado? —preguntó Fetlock.

Caxton frunció el ceño.

—Supongo que es posible. A veces los vampiros alteran su aspecto: se ponen pelucas, usan maquillaje. En una ocasión conocí a uno que se recortaba las puntas de las orejas para parecer más humano. —Dio unos golpecitos en la pantalla de su ordenador—. Pero esto... es un caso distinto. Un vampiro tan sólo podría engañar a alguien si ese alguien se encontrara a gran distancia. Haría falta un maquillador de Hollywood para lograr que un vampiro tuviera un aspecto tan humano como éste. No, yo sigo pensando que es un ser humano que se hace pasar por Jameson. Logró convencer a una persona y la mandó en su lugar. Además, tiene todos los dedos. A Jameson le faltan todos los dedos de una mano.

—Podría llevar una prótesis —sugirió Fetlock.

Caxton frunció el ceño sin apartar la vista de la pantalla.

—Un tipo entra en sus oficinas con la cara maquillada, con una peluca evidente y con una mano de goma. Por muy bueno que fuera el maquillaje, ¿no cree que alguien habría sospechado algo?

—O sea, que está segura de que no fue Jameson. Pues eso aún plantea más preguntas —dedujo Fetlock.

—Pues sí. Y ahora, si le parece bien, tengo que marcharme. El tiempo no pasa en balde —cortó Caxton.

En el fondo, el robo en los archivos federales le importaba relativamente poco. Estaba mucho más preocupada ante la perspectiva de perder a otro miembro de la familia de Jameson.

Aunque, en realidad, aún no había terminado. Antes de marcharse, asomó la cabeza en la sala de reuniones, donde esperaba encontrar a Glauer. Quería pedirle perdón. La noche anterior había sido mala con todo el mundo, pero Glauer no se merecía toda la mierda que ella le había vertido encima. Lo encontró donde esperaba encontrarlo, pero estaba ocupado.

Glauer se había tomado la libertad de actualizar las pizarras. En la LÍNEA VAMPIRO N°. 2, había pegado varias fotografías de la familia Carboy debajo de las fotografías del resto de víctimas de Rexroth/Carboy. En la LÍNEA VAMPIRO N°. 1, había añadido varias fotografías de los agentes estatales y de la policía de Bellefonte que habían caído en acto de servicio en la casa de Astarte, así como del siervo anónimo del motel donde había muerto Angus. También había sendas notas en memoria del hermano de Jameson y de su viuda, marcadas con rotulador rojo. Las pizarras estaban cada vez más llenas. No quedaba mucho espacio libre para futuras víctimas.

Estaba bien que hubiera hecho todo aquello. Pero entonces Caxton vio que había hecho otra cosa y a punto estuvo de darle algo. Había cogido una de las libretas de Dylan Carboy (la que estaba pegada con sangre reseca) y había separado todas las páginas, que yacían repartidas por los pupitres como enormes cartas del tarot.

Caxton le había dado instrucciones claras de que dejara de leer los diarios, pero era evidente que Glauer había decidido que no tenía por qué obedecer sus órdenes. Sin embargo, antes de que Caxton tuviera tiempo de echarle la caballería encima, Glauer levantó las manos y dijo:

—Puedo explicarlo. Sé que usted cree que todo esto es un montón de basura, y la gran mayoría lo es. Hay páginas enteras que están llenas de las letras de sus canciones favoritas, y otras donde ha pegado páginas web impresas, algunas de ellas de forma bastante aleatoria. Parece que pasó una época obsesionado con la masacre en el instituto de Columbine. A lo mejor estaba planeando algo parecido en su instituto... Eso debió de ser por la época en que compró la pistola.

Glauer señaló uno de los pupitres.

—Pero a partir de aquí la cosa cambia. No hay ninguna entrada fechada, pero menciona un programa de televisión. Lo he buscado y el capítulo en concreto se emitió la primera semana de octubre.

—Justo después de que Jameson aceptara la maldición —apuntó Caxton.

—Sí. —Glauer cogió una de las hojas—. El programa no tiene importancia más que para establecer el marco temporal del punto de inflexión. Antes de esa fecha, la mayor parte de las entradas son largos e intrincados fragmentos sobre la sensación de que nadie lo comprende y de que está alejándose de su familia. Entonces, de pronto, encontramos ésta. Al principio me sorprendió por su brevedad: «Lo vi esta noche al otro lado de mi ventana. Está cerca, cada vez más.»

Caxton arqueó una ceja.

Glauer se abrió paso entre los pupitres, apartándolos con prisa. Las patas de las sillas chirriaban sobre el suelo de linóleo.

—¡Pero es que hay más! Éste es, seguramente, de unos días más tarde: «Me ha dicho que los fuertes se alimentan siempre de los débiles. Que es la ley de la naturaleza. Ha dicho que si eres débil, tu obligación es volverte fuerte o quitarte de en medio. No hay nadie tan fuerte como él.»

—¿Menciona en algún lugar a Jameson por su nombre? —preguntó Caxton.

Glauer agachó la cabeza.

—No. Por lo menos no en las entradas del diario, aunque hay artículos de prensa sobre vampiros repartidos por todo el diario. Y también muchos sobre lo que sucedió en Gettysburg.

Caxton se apoyó en la librería.

—Pero usted cree que cuando dice «él» se está refiriendo a Jameson. Cree que éste entró en contacto con Carboy. Aunque imagino que no lo hizo a través de su página del MySpace, ¿no?

—Sabemos que los vampiros pueden comunicarse por telepatía —aventuró Glauer.

Eso era algo que Caxton no podía negar. Fila misma había sido testigo de cómo más vampiros de los que quería recordar se apoderaban de su mente.

—Y después de la segunda semana de octubre empieza a hablar también de «ella». Aquí: «En su día había sido hermosa y puede volver a serlo. Sería un honor alimentarla para que volviera en todo su ser. Sería un acto de amor.»

—O sea, que también tuvo contacto con Malvern. Muy bien. Y este chaval parece el tipo que puede atraer el interés de un vampiro. Estaba jodido de antes, atrapado en una espiral de violencia, dispuesto a sacrificarse si con ello podía llevarse a otras personas por delante. Eso lo convertía en un candidato perfecto para aceptar la maldición.

—Pues sí —dijo Glauer.

—Pero al final no se la ofrecieron y tuvo que conformarse con fingir que era un vampiro. Sabemos que Jameson está reclutando vampiros y que Malvern lo ha hecho en el pasado, y no tengo dudas de que desea que más vampiros acudan a adorarla. Y, sin embargo, ninguno de los dos le dio a Carboy lo que éste tanto ansiaba. Yo me inclino a pensar que nunca habló con ellos cara a cara. A lo mejor tan sólo imaginó esas conversaciones. A lo mejor estaba loco.

—A lo mejor, pero yo sé que hay algo... Hay algo... Necesito leer más.

Caxton levantó los brazos.

—De acuerdo. De todos modos, en estos momentos tampoco lo necesito. Me voy a Allentown, a casa de Raleigh, donde usted dijo que no dejan entrar a hombres. O sea, que, si tan necesario le parece, pase el día haciendo esto. Un día.

Él asintió gravemente.

—Gracias. Es que me inquieta mucho. Si logro descubrir qué lo empujó a hacer lo que hizo... no sé... No sé qué nos reportará en términos concretos, pero sí sé que significa algo para mí.

—Un día —repitió ella—. Deséeme suerte.

Salió del sótano y se dirigió hacia su coche. Por fin podía marcharse a Allentown. Ya había introducido la llave en el contacto cuando se dio cuenta de que no le había pedido perdón a Glauer. Bueno, pensó, a lo mejor dejarlo hurgar en el cerebro enfermo de Carboy era una disculpa suficiente.

En cualquier caso, esperaba que así fuera.

El viaje a Allentown era largo. Caxton no se pudo quitar las gafas de sol en todo el trayecto. La nieve se amontonaba en los campos que iba cruzando, aunque el sol estaba en lo alto. Cruzó las calles residenciales de varios pueblos, embarradas con nieve fangosa. El sol se reflejaba sobre la nieve derretida en los aleros de los tejados y las alcantarillas. En la radio dijeron que por la tarde la temperatura iba a subir hasta los diez grados, pero que la nevada se intensificaría. Si había tormentas de nieve, iba a tener que pedirle a Fetlock que le proporcionara un todoterreno. El pequeño Mazda no estaba diseñado para suelos resbaladizos.

Poco a poco empezó a reconocer algunos lugares, antiguos restaurantes familiares que llevaban abiertos varias décadas, las plazas principales de pequeños pueblos que había visitado un millón de veces. La infancia de Caxton había transcurrido en varios pueblos de la zona por la que ahora viajaba, la antigua región minera de Pensilvania, unas veces en ciudades y otras en lugares formados por hileras de barracones que las empresas mineras habían construido para sus trabajadores durante el siglo anterior, lugares que ni siquiera merecían la etiqueta de «pueblo», por lo que recibían el nombre de «asentamientos». Logró avistar uno o dos desde el coche, aunque por lo común no se encontraban cerca de la carretera principal. Casi todos los viejos asentamientos terminaban olvidados cuando la mina que los había creado se secaba o simplemente se cerraba.

El mapa que se había bajado de Internet la llevó hasta el sur de Allentown cruzando el distrito municipal de Emmaus. Emmaus era conocido por ser la cuna de la Iglesia Morava de Pensilvania, una rama del protestantismo con costumbres propias, si bien no era tan severa como los amish o los menonitas. Lo que Caxton recordaba acerca de los moravos era que tenían un cementerio propio que llamaban El Campo de Dios. En lugar de enterrar a sus muertos por familias, los moravos los distribuían según la edad, sexo y estado civil. No recordaba por qué. A lo mejor querían tenerlos bien organizados cuando Dios fuera a buscarlos el Día del Juicio Final.

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