Authors: David Wellington
«Bueno —pensó Caxton—, conducir no es su fuerte.» De hecho, se preguntó si Vesta Polder tendría siquiera permiso de conducir. Le hizo otro gesto y vio que la puerta del camión se abría con un chirrido. Vesta bajó al pavimento nevado. Iba vestida con el austero vestido negro que solía llevar siempre. Por algún motivo, se había recogido el pelo en un severo moño y llevaba el velo que se había puesto el día del funeral de Jameson.
Vesta la llamó, aún a diez metros de distancia, con una voz aguda y rota por la pena y el miedo.
—Laura, siento mucho acudir a ti de esta forma. Pero no tengo opción.
—No pasa nada, me alegro de que estés bien —respondió Caxton—. Acompáñame dentro, no te vayas a resfriar. Quiero saberlo todo. Cuéntame qué ha pasado con Jameson.
—Ha cambiado —dijo Vesta, caminando lentamente hacia Caxton—. El mal lo está consumiendo.
De pronto, más coches se dirigían hacia el aparcamiento. Muchos más. Avanzaban a toda velocidad, sin luces, y Caxton se dio cuenta de que iban llenos de gente. Uno de ellos se subió a la acera antes de entrar en el aparcamiento. Caxton apenas tuvo tiempo de preguntarse qué estaba sucediendo antes de que Vesta volviera a hablar.
—Ahora —prosiguió la anciana— lo ve como una oportunidad.
Entonces se levantó el velo. Debajo, tenía la piel de la cara desgarrada y macilenta, colgando en jirones que le deformaban el rostro. Se metió la mano en la manga del vestido y sacó un largo cuchillo, afilado tantas veces que la hoja había quedado un tanto retorcida.
—¡Perdóname! —gritó Vesta, al tiempo que, a su espalda, las puerta de los otros coches se abrían de golpe y una horda de siervos no muertos tomaban el aparcamiento. Había varias decenas, pero Caxton no tuvo tiempo de contarlos. Estaba demasiado ocupada esquivando el cuchillo que se le acercaba silbando a la garganta.
Vesta era alta y de gran envergadura. Para esquivar su brazo, Caxton tuvo que agacharse y echar la cabeza hacia atrás. La posición en la que quedó no era la mejor para contraatacar, pero tampoco tuvo ocasión. Su cerebro, en un acto puramente reflejo, mandó una orden a su brazo, la misma orden que había mandado mil veces antes. Las otras veces, aquella orden siempre había hecho que su mano se detuviera en un punto determinado de su cadera y que sus dedos se cerraran alrededor de la culata de la pistola.
Pero la pistola no estaba ahí. Caxton era consciente de ello, pero la parte consciente de su cerebro aún no había tenido tiempo de procesar la situación. Su mano tanteó inútilmente la zona donde debería haber estado el arma, en un gesto que le hizo perder unas valiosas milésimas de segundo.
—¡Protege a mi hija y a mi marido! ¡Por favor! —gritó Vesta al tiempo que clavaba su cuchillo en la tela del abrigo de Caxton. El filo del cuchillo le cortó la piel y Caxton notó cómo la sangre, caliente, le resbalaba por el brazo.
Detrás de Vesta, los demás siervos se dirigían en masa hacia el edificio. Todos iban armados con cuchillos y hoces. ¿Qué había hecho Jameson? Parecía que hubiera masacrado a medio estado y lo hubiera reclutado para su causa.
Caxton tenía que huir. Tenía varias armas, pero sabía que no le bastarían para contener aquella turbamulta. Sin embargo, pensó, tal vez podía utilizarlas para volver a ponerse de pie. Vesta levantó el cuchillo en alto y lo descargó con fuerza, con la clara intención de apuñalar a Caxton. Esta rodó por el suelo y se levantó como un rayo, con el brazo extendido y el spray de pimienta en la mano.
Pulsó el spray y le roció a Vesta los ojos con la espuma. La anciana se cubrió la cara con la mano con la que sujetaba el cuchillo, ni más ni menos que el gesto que Caxton había estado esperando. Era la reacción inevitable cuando a uno le echaban ese lacrimógeno en los ojos. Eso lo aprendía uno en la academia. Al parecer, ni siquiera la muerte era capaz de cambiar aquel instinto primitivo.
Caxton no perdió el tiempo propinándole la estocada final. Soltó el spray, se apoyó con las dos manos en el suelo frío, se levantó sin terminar de erguirse y así, medio agachada, echó a correr a toda velocidad hacia el edificio. No volvió la vista y atravesó las puertas de la jefatura de policía pidiendo ayuda a gritos.
«Simón», pensó entonces. Vesta había ido a por el chico, el último miembro de la familia Arkeley o, por lo menos, el único que seguía vivo. El único al que Jameson aún podía reclutar. Tenía que encontrar a Simón, sacarlo del edificio y llevarlo a lugar seguro.
—¡Socorro! —gritó Caxton—. ¡Que alguien cierre las puertas!
Pero era demasiado tarde. Los siervos ya habían entrado en el edificio.
Caxton cruzó el pasillo a todo correr, buscando ayuda, pero no encontró a nadie. La sala de oficiales estaba vacía; echó un vistazo en el interior y continuó corriendo. ¿Dónde se había metido todo el mundo? Durante un instante fatal, asfixiante, pensó que todos los agentes que solían rondar por la jefatura de policía estaban muertos. O, peor aún, que la habían traicionado y la habían abandonado a su suerte desde el momento en que Fetlock la había degradado en su presencia.
Pero no, aquello era tan sólo fruto de su paranoia. Después de reflexionar sobre la situación durante un segundo, se dio cuenta exactamente de lo que pasaba. Eran poco después de las cinco de la tarde, de modo que era hora punta. La mayoría de agentes estaba de guardia y había salido a patrullar por los alrededores de la ciudad. Tras la puesta de sol, y viendo que Raleigh no iba a despertarse, se habían marchado todos. Los únicos agentes que seguían en el edificio eran los encargados de las tareas administrativas, precisamente los que no iban armados. Vesta no habría podido planear su ataque en mejor momento. Jameson le había ordenado atacar justo cuando sabía que la jefatura de policía iba a estar más desprotegida.
Eso significaba que Vesta debía de saber todo lo que Jameson sabía sobre el edificio y su distribución. No iba a perder tiempo buscando a Simón: sabía exactamente dónde encontrarlo y cuál era la ruta más rápida para llegar a él. Si lograba pensar un momento, Caxton sabría también adonde tenía que ir.
Dobló una esquina y se apoyó contra la pared. Oía a los siervos acercarse por el pasillo, a toda velocidad. Caxton se llevó la mano al cinturón y abrió el cierre que sujetaba su porra una barra de acero de veinte centímetros pintada de negro. Presionó un botón de la base, giró la muñeca y se desplegaron los tres segmentos telescópicos, revelando la longitud completa de la porra. La parte de la punta, la más estrecha, era de acero macizo y, si la blandía correctamente, podía asestarle un golpe fenomenal a cualquiera. A diferencia de las porras de antidisturbios que llevaban la mayoría de los agentes, la porra de Caxton, si acertaba a golpear en el lugar apropiado con la fuerza necesaria, podía romper huesos.
Los siervos del vampiro estaban al otro lado del pasillo, casi los tenía encima. Los oía reír anticipándose a la masacre que se avecinaba. Caxton se obligó a esperar hasta el último momento y entonces salió disparada de detrás de la esquina blandiendo la porra con las dos manos, como si fuera un bate de béisbol.
El siervo que lideraba el grupo, una criatura asexuada con la piel de la cara en descomposición y un abrigo negro, tan sólo tuvo tiempo de abrir los ojos como platos antes de que la porra le partiera el pómulo podrido. Soltó la cuchilla de carnicero que llevaba y dio una vuelta sobre sí mismo, al tiempo que se llevaba las manos a la cara y chillaba de dolor.
Pero Caxton no tenía tiempo de sentir compasión. Blandió la porra en círculo, acompañando el gesto con el cuerpo para darle más impulso, y le partió el cráneo al siervo, que cayó desplomado al suelo.
Detrás de éste venían más engendros, muchos más. Al final del grupo Caxton vio a Vesta Polder, que no le quitaba el ojo de encima.
Caxton echó a correr. Giró sobre sus propios talones y salió disparada pasillo adelante, corriendo como alma que lleva el diablo. Pensó que Simón debía de estar en el salón de descanso, un cuarto situado en el extremo opuesto del edificio, con televisor y máquinas de refrigerios. Glauer debía de haberlo llevado allí para que esperara mientras Caxton montaba guardia junto al cuerpo de Raleigh. Era un sitio seguro, donde Simón no podía meterse en problemas. A su espalda, Caxton oyó un estruendo de pasos y un sonido desagradable, como el de un cuchillo rasgando el papel pintado de una pared, y supo que los siervos la seguían. Los estaba llevando directamente hacia Simón, pero no tenía elección.
Unos metros más adelante, el pasillo se ensanchaba y daba a otro pasillo transversal. Allí había un mostrador de recepción (los altos mandos tenían allí sus oficinas), un sofá y varias sillas. El recepcionista estaba detrás del mostrador, junto a varios tiestos con plantas. Llevaba una regadera en la mano. Observaba a los siervos que se acercaban por el pasillo petrificado por el terror.
—¡Lárguese de aquí! —le gritó Caxton. El tipo se colocó bien la corbata y Caxton se dio cuenta de que se encontraba en estado de shock. No estaba preparado para aquello, jamás debía haber imaginado que una horda de engendros sin rostro pudiera asaltar la jefatura. Pero si no se movía, iban a matarlo. Caxton se le acercó y a punto estuvo de chocar con él. Entonces lo agarró por el brazo y lo empujó con fuerza—. ¡Corra! —le gritó al oído. Finalmente, el hombre volvió en sí y salió pitando, con la regadera aún en las manos.
Aunque al recepcionista no se le hubiera ocurrido aquella eventualidad, por suerte, quienquiera que hubiera diseñado el edificio la había previsto. En un extremo del mostrador de recepción había un botón para emergencias conectado con la alarma de la sala de guardia, donde los agentes que aún esperaban que les asignaran una misión se preparaban para el turno de noche. Caxton golpeó el botón sin apenas dejar de correr. Oyó que la alarma se disparaba en un extremo del edificio, pero no tenía tiempo de prestarle demasiada atención.
Frente a ella tenía unas puertas de cristal. Allí era donde trabajaba la mayor parte del personal de la jefatura. Había algunos agentes, pero en su gran mayoría eran civiles contratados para realizar trabajos de oficina, y agentes de comunicaciones que mandaban los coches patrulla donde los necesitaban. La mayor parte de ellos estarían trabajando y ninguno iría armado. Si se les ocurría asomar la cabeza para ver qué pasaba, morirían todos. Fin de la historia.
Caxton pensó en llamar a todas las puertas y advertirlos a todos del peligro que corrían, pero sabía que para Simón cada segundo perdido podía significar la muerte... o algo peor. Así pues, con el poco aliento que le quedaba les gritó a los trabajadores que se encerraran en sus despachos y siguió corriendo.
Dejó atrás las oficinas y, al fondo del pasillo, divisó por fin la puerta del salón de descanso. Estaba abierta y, al otro lado, vio a Simón, acurrucado en el sofá. A lo mejor estaba echando una siesta, o tal vez tan sólo estaba ensimismado en sus cosas. Cruzó la puerta a toda velocidad, cerró la puerta y echó el pestillo.
—¡Coño! —exclamó Simón, abandonando su posición fetal en el sofá—. ¿Qué pasa ahora?
Caxton le pegó una patada al sofá y Simón se levantó de un salto. La miró con los ojos fuera de las cuencas, pero Caxton sacudió la cabeza. Le faltaba el aliento y no podía hablar. Agarró un extremo del sofá y le hizo un gesto a Simón para que cogiera el otro. Juntos, lo arrastraron hasta la puerta.
A Caxton sólo se le ocurrió buscar una salida alternativa después de haberse encerrado allí dentro. No había ninguna. En el extremo opuesto había varias ventanas. Pero Caxton sabía que, como el resto de las ventanas de la planta baja de la jefatura, estaban hechas con cristales antibalas de más de un centímetro de grosor. No iba a poder romper una con una silla y escapar por ahí.
Jameson le había enseñado que no debía parapetarse jamás en una sala con una única salida, pero el pánico se había apoderado de ella y lo había olvidado. Se maldijo al tiempo que los cuchillos y las hoces empezaban a golpear y deformar la puerta de madera.
—Tu padre... —jadeó Caxton, sin apartar los ojos de la puerta, que crujía y se estremecía— quiere recuperarte a toda costa.
—Pero usted no va a permitírselo, ¿verdad? —preguntó Simón.
Caxton sacudió la cabeza y respiró un momento.
—Chaval, no puedo prometerte nada, pero haré todo lo que pueda para protegerte.
Entonces se oyó un grito en el pasillo. No era el graznido agudo de un siervo. El grito se cortó de golpe y se oyeron disparos. Caxton se estremeció. Había agentes (todos buena gente) luchando ahí fuera, tal vez algunos de ellos estaban muriendo, y ella no podía hacer nada por ayudarlos. Ni siquiera tenía un arma de fuego, tan sólo una porra con pretensiones.
Los siervos, desde el pasillo, continuaban aporreando la puerta con sus armas, con sus hombros, con todo el peso de sus cuerpos. Caxton los oyó llamarse unos a otros y le pareció identificar la voz de Vesta, dando órdenes. La puerta no iba a resistir siempre.
—Ahí afuera hay agentes, pero creo que están en inferioridad numérica. No podemos contar con que vayan a rescatarnos.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Simón, que miró a Caxton con los ojos desorbitados—. Nos tenemos que largar. ¡Me va a matar! ¡Me va a matar! —Se oyeron más disparos, y Simón gritó como si lo acabaran de herir a él—. Oh, Dios mío. ¡Oh, Dios mío! ¡Voy a morir, voy a morir! ¡Voy a...!
Caxton le dio una bofetada. Era una mujer fuerte y le hizo perder el equilibrio. El chico cayó encima de una silla vieja. Entonces se llevó la mano a la cara y se la quedó mirando, mucho más calmado.
—Gracias —le dijo.
—Te estabas poniendo un poco pesado —dijo Caxton.
El martilleo al otro lado de la puerta cesó de golpe. Caxton oyó la voz sibilante de un siervo:
—Atrás, dejadla pasar.
A lo mejor Vesta Polder sabía algún hechizo para abrir puertas, pensó, aunque por lo que ella había visto, los talentos de Vesta nunca tenían aplicaciones tan prosaicas. Caxton se apartó de la puerta por si acaso, con la porra preparada.
Miró a Simón, que se colocó detrás de ella en un abrir y cerrar de ojos. El chico iba a decir algo, pero entonces la puerta reventó con un crujido espantoso. Las bisagras cedieron y, finalmente, estallaron. La puerta desapareció de golpe y el sofá que habían colocado frente a ésta salió disparado y se estrelló contra una máquina de refrescos, con tanta virulencia que ésta se agrietó y se le fundió la luz.