Authors: David Wellington
—Y siempre les he dicho que no. —La espiración de la anciana estuvo a punto de ahogar sus palabras, que había hablado sin alterarse y que miraba a Caxton con recelo, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados—. Un día ese fuego se apagará y entonces, si quieren llegar al carbón que quede ahí abajo, tendrán que venir a verme a mí. Poseo los derechos minerales de la mitad de este pueblo y no pienso renunciar a ellos.
Un canario pió junto al hombro de Caxton. Los pajarillos estaban por todas partes, decenas, tal vez incluso un centenar, encerrados en pequeñas jaulas de alambre con el suelo cubierto con viejas páginas de periódico. Había jaulas colgando del techo de todas las habitaciones y también encima de las mesas. Incluso había algunas en el suelo.
Era posible que a la anciana le gustaran los animales, pero Caxton sabía que no eran animales de compañía.
—Los tiene para comprobar los niveles de monóxido de carbono, ¿verdad? —le preguntó Caxton.
Los gases salían de la mina formando delgadas columnas de humo. Se acumulaban en los sótanos y ante las ventanas, como si unos tentáculos incorpóreos llamaran para que alguien les abriera. El monóxido de carbono era tóxico incluso en concentraciones mínimas, de un cinco por millón, y un escape repentino podía asfixiar a la anciana mientras dormía. Los canarios eran famosos por su sensibilidad al monóxido de carbono y otros gases venenosos. Si de pronto empezaban a desplomarse, la anciana tenía unos segundos para colocarse la mascarilla de oxígeno y evitar respirar el gas mortal. En la casa, las máscaras de oxígeno eran tan omnipresentes como los canarios: había por lo menos una en cada habitación.
—Los trato bien, les doy de comer dos veces al día y los mantengo limpios —insistió la anciana—. ¿Es usted de la protectora?
—A lo mejor no he usado el término apropiado —dijo Caxton—. A lo mejor debería haber dicho que los utiliza para protegerse del gas blanco.
Los mineros tenían varias formas de referirse a los escapes de gas tóxico: el gas blanco, el gas de fuego, el gas asfixiante y el gas fétido. El más frecuente y el más mortal era el gas blanco, pero cualquiera de los otros podía matarte también antes de que tuvieras tiempo de olerlo.
La anciana se irguió y se rascó la muñeca. Fue como si Caxton hubiera dicho una palabra clave que la mujer había estado esperando oír. Pero ni eso borró la desconfianza de sus ojos.
—Usted no es minera, señora —le dijo.
Caxton sonrió.
—No, pero crecí cerca de las minas. Nací en Iselin y fui al colegio cerca de Whiskey Run. No quiero echarla de sus tierras, señora. Sólo quiero saber si hay alguna mina clandestina cerca de aquí.
—Si es quien dice ser, sabrá que las minas clandestinas han pasado a la historia —dijo la anciana, sacudiendo la cabeza—. No hay nadie capaz de extraer el carbón suficiente para sobrevivir con sus propias manos.
No era la primera vez que Caxton oía eso. Era el equivalente a cuando un italoamericano aseguraba que la Mafia no existía.
—Pero podría sacar lo suficiente para calentar la casa en invierno y reducir los costes de calefacción —aventuró Caxton, que hizo rodar la taza entre sus manos. Empezaba a cansarse y se preguntó si no habría una forma más rápida de lograr la información que necesitaba. Imaginó que siempre podía amenazar a la vieja con la pistola... aunque eso sobrepasaba incluso su nivel de desesperación—. En cualquier caso, la mina que ando buscando no está en uso actualmente. Por lo menos no por seres vivos.
La anciana se inclinó hacia delante en su sillón.
—No estoy segura de haberla oído bien —dijo.
Caxton soltó un suspiro y miró el techo.
—Ando tras los pasos de un vampiro. Y sé que se esconde en la mina, pero no sé por dónde entra y sale. Por eso se me ha ocurrido que...
La anciana levantó las manos.
—Eso es lo que me había parecido oír —dijo. Le dio un golpecito a una jaula que había encima del televisor y el pájaro que había dentro empezó a revolotear y a piar. Entonces la anciana la cogió por el asa y se dirigió a la puerta principal—. Será mejor que me acompañe.
Caxton se levantó y cogió la mochila, pues no quería olvidársela. Salieron a la oscura y fría noche, aunque la anciana ni siquiera se tomó la molestia de abrigarse. No tuvieron que andar demasiado. Caxton la siguió por un camino cubierto de maleza que desembocaba en las ruinas de una casa. Había una pila de trapos y de bolsas de plástico en un rincón. Parecía tan sólo un montón de basura, pero la anciana soltó la jaula y apartó la basura, que dejó a la vista una trampilla de madera.
—Su tipo llegó hace unos dos meses. Lo vimos todos a través de la ventana... aunque tampoco es que él se escondiera. ¿Para qué iba a hacerlo? Somos nosotros quienes nos escondemos de él. Cada vez que aparece nos ponemos a cubierto.
—Y aun así no llamaron a la policía —comentó Caxton.
—Sabíamos lo que nos pasaría si lo hacíamos. Quedamos ya muy pocos en Centralia y, si queremos conservar lo que nos pertenece, no podemos permitir que esto se llene de gente haciendo preguntas. Nadie quiere a la policía en el pueblo, buscando pruebas e inmiscuyéndose en nuestros asuntos. Los de su especie no son bienvenidos aquí.
Caxton soltó un suspiro.
—Yo no soy policía. Ya no.
Había alguien detrás de ella.
Caxton se volvió a toda velocidad, desenfundó la pistola y apuntó antes de saber siquiera a qué apuntaba. El visor láser iluminó el pecho de un corpulento joven con una cazadora a cuadros rojos. El tipo levantó los brazos lentamente mientras miraba alternativamente a Caxton y a la anciana.
—¿Qué pasa aquí, Maisie? —preguntó—. Te he visto salir de casa y me ha parecido que venías hacia aquí.
—Ése es mi primo Wally. No le dispare —le pidió la anciana.
—¿Por qué no se apartan los dos? —dijo Caxton con tono de policía.
—No se meta ahí —dijo Wally—. Hay algo ahí abajo que no le gustaría ver.
—Eso lo decidiré yo misma —respondió Caxton, enfundando la pistola—. En todo caso, no tengo intención de entrar hasta más tarde. Sólo son las once y media. Voy a esperar a que amanezca —les explicó. El único momento sensato para entrar en la guarida de un vampiro era cuando uno contaba con varias horas de sol por delante—. Ya sé que creen que el vampiro los atacará si me ve por aquí, pero tienen que confiar en mí. Mañana bajaré a la mina y acabaré con él, y ya no tendrán que preocuparse más por él.
—Vale —dijo Wally—. Pero ¿qué pasa con ella?
Caxton se volvió de nuevo, pero fue demasiado lenta. La trampilla se había abierto ligeramente y una sombra blanca salió de la mina, directa hacia ella. Las manos de Raleigh la amarraron por las muñecas como dos tornos y la arrastraron hacia la oscuridad sin darle tiempo ni a gritar.
Mientras la arrastraban hacia las profundidades vio el rostro de la anciana, que se iba empequeñeciendo.
—Como ya le he dicho —le espetó la anciana—, no es usted bienvenida aquí.
La cara de Caxton chocó contra una pared de roca y la visión se le llenó de manchas blancas. Entonces, la oscuridad lo engulló todo. Caxton pensó que a lo mejor había sufrido una conmoción cerebral, o que estaba muerta, pero pronto comprendió que lo que había sucedido era que la trampilla se había cerrado, y que se encontraba ante la oscuridad más impenetrable que jamás hubiera presenciado: medianoche en una mina de carbón.
Una mano huesuda la agarró por un tobillo y empezó a arrastrarla por el suelo de piedra, que aún guardaba las marcas donde un viejo minero había abierto un pasadizo con un pico, una pala y tal vez unos cuantos cartuchos de dinamita robada. Para entrar a la guarida había que cruzar una mina clandestina, un estrecho corredor excavado de noche para llegar a una veta de carbón que no pertenecía al dueño de la mina. A lo mejor había sido obra de un solo hombre, o a lo mejor una familia entera había trabajado durante años, perforando el suelo en busca del negro brillo del carbón. Caxton sabía que el techo estaría apuntalado tan sólo por unas pocas vigas carcomidas. El corredor sería apenas lo bastante ancho como para que pudiera pasar un hombre. Extendió los brazos e intentó agarrarse a las paredes, pero ahora Raleigh era mucho más fuerte que ella y Caxton ni siquiera logró hacerla frenar un poco.
Durante un buen rato, Raleigh continuó arrastrándola de aquella forma. La cara le rebotaba contra el suelo y el tobillo le dolía horrores allí donde Raleigh la agarraba. Entonces, de repente, dejaron de avanzar y la vampira le soltó la pierna. Caxton continuaba sin ver nada, aunque sabía que Raleigh la veía perfectamente o, por lo menos, veía la sangre de Caxton, sus arterias, venas y capilares, reluciendo en la oscuridad como un laberinto interno de tubos de neón.
Caxton se dijo que iba a morir en aquella oscuridad, incapaz de prever el momento en que la vampira se le echaría encima para desgarrarle la garganta. Tal vez tendría una fracción de segundo para prepararse, si antes del mordisco lograba percibir el aura fría y antinatural que desprendía el cuerpo de Raleigh. O tal vez no.
Entonces se oyó un clic y las luces se encendieron a su alrededor, revelando un techo mucho más alto de lo que había esperado. Caxton rodó hasta colocarse boca arriba, notó la incómoda mochila a su espalda e intentó incorporarse, pero una mano pálida la agarró por el cuello y la obligó a permanecer en el suelo. No tenía opción, Raleigh era mucho más fuerte que ella y resistirse no tenía ningún sentido.
Caxton aún llevaba el arma en la pistolera del cinturón. Movió la mano tan rápido como pudo e intentó cogerla, pero Raleigh también estaba preparada para eso. La vampira llegó en primer lugar a la pistola, la desenfundó delicadamente y la hizo girar en su dedo índice.
Raleigh aún iba vestida con la sábana hecha jirones y atada con cinta adhesiva. Encima llevaba un chaleco antibalas modelo IIIA, naturalmente, con una placa metálica encima del corazón.
—Esto —dijo, sopesando la pistola— no sirve para nada. ¿Cuántas veces disparaste a papá? Y ni siquiera lo notó...
Raleigh arrojó la pistola al otro extremo del espacio. Caxton volvió la cabeza, intentando ver dónde caía, y eso le permitió darse cuenta de dónde estaba: se trataba de una cámara de unos dos metros cuadrados. Aquel espacio no formaba parte de la mina robada, sino que pertenecía a la empresa minera original y contenía los suministros que habían quedado abandonados al cerrar la mina. Había cajas que podían contener dinamita y detonadores, y también maquinaria, perforadoras neumáticas, barrenadotas. En un rincón, apoyados contra la pared, descansaban dos taladros manuales de dos metros de largo que habrían hecho maravillas perforando la placa metálica del chaleco y atravesando el corazón de Raleigh, si hubiera habido algún lugar donde enchufarlos. Toda esa maquinaria estaba que se caía a trozos, entre oxidada y podrida. Debía de llevar varias décadas ahí abajo, desde el cierre de la mina. Si esas cajas contenían aún dinamita, lo más probable era que ésta hubiera dejado de estar operativa incluso antes de que Raleigh naciera.
La vampira siguió su mirada.
—No es un lujo, pero es nuestro hogar —dijo.
Caxton tenía una sola oportunidad. Raleigh no sabía que había cambiado de arma y que ahora llevaba balas de teflón que a lo mejor (sólo a lo mejor) lograrían atravesar la placa metálica. Si Caxton podía acercarse a la pistola, si lograba alcanzarla...
La agente empezó a arrastrarse hacia el arma a cámara lenta, utilizando las manos y las piernas para reptar por el suelo.
Raleigh cogió la radio que llevaba colgando del cinturón y se la llevó a la boca.
—Papá, está aquí. Ha venido, tal como dijiste —informó la vampira, que miró a Caxton con una sonrisa de desdén—. La he hecho entrar sin problemas y la he desarmado, como querías.
La radio crepitó por culpa de las interferencias, pero Caxton oyó perfectamente la voz de Jameson, que hablaba desde algún lugar de la mina.
—No corras ningún riesgo. Vacía la pistola y tráeme a Laura. —Hubo una pausa— Habrá quince balas en el cargador y tal vez una más en la recámara. Dispáralas todas.
Raleigh cruzó la sala de dos largas zancadas y recuperó el arma. Caxton se detuvo.
La vampira estudió la pistola y le dio varias vueltas. Finalmente encontró el seguro y lo quitó. Entonces, con los brazos extendidos, acercó el cañón a la cabeza de Caxton. Aunque su posición de disparo era pésima, a aquella distancia no importaría.
—Pum pum —dijo Raleigh y soltó una carcajada.
—Podrías haberme matado antes —dijo Caxton, intentando no fijarse en el cañón que tenía ante los ojos—. Me has perdonado la vida por algún motivo.
—Por Simón. Cuando acepte la maldición y se convierta en uno de los nuestros, serás su primera víctima. Papá y yo ya hemos comido.
Raleigh levantó la pistola unos centímetros y disparó un tiro que pasó rozando la cabeza de Caxton. El sonido del disparo hizo que ambas se encogieran y resonó en la cámara, amplificado por las paredes de piedra. Raeigh hizo una mueca que dejó ver su perversa dentadura, pero entonces volvió a disparar, una y otra vez. Las valiosísimas balas pasaban a pocos centímetros del cuerpo de Caxton y rebotaban escandalosamente por toda la habitación, pero por desgracia ninguna de ellas se desvió tanto como para impactar en Raleigh. Una, en cambio, le agujereó la manga a Caxton. Esta no se atrevió a mirar, pero le pareció que no le había rasgado la piel por poco. Pegó los brazos al cuerpo e intentó no estremecerse demasiado.
Raleigh continuó disparando y contando en voz alta, aunque sus palabras eran inaudibles hasta que dejó de disparar.
—Dieciséis.
A Caxton aún le pitaban los oídos cuando la vampira sopló el cañón de la pistola y, sin volver a poner el seguro, se la guardó en una de las correas del chaleco.
—Bueno, andando.
Caxton iba delante. Raleigh le iba dando empujones. Avanzaban por un pasillo iluminado por luz eléctrica. Jameson debía de haber realizado la instalación, pues generalmente las minas estaban a oscuras a excepción de las luces de los cascos de los mineros y de sus equipos de iluminación. De vez en cuando, una galería se alejaba del corredor principal, pero éstas estaban a oscuras. Eran pasillos silenciosos y desiertos abiertos en la roca, donde tan sólo se oía el ruido del polvo al caer y las rocas al encajar. En su día, esas galerías retumbaban mientras los mineros horadaban la roca para extraer el carbón a toneladas. Ahorra era un lugar tan silencioso como la tumba en que se había convertido.