Authors: David Wellington
—No, tenía razón en lo que dijo. Metí la pata y eso me ha valido un ascenso.
Él le devolvió el abrazo, tan fuerte que Caxton tuvo la sensación de que los globos oculares iban a salírsele de las cuencas, pero al poco la soltó.
—Escuche —siguió diciendo Glauer—, es probable que al comisionado esto no le guste nada y que vuelva a destinarla a la patrulla de tráfico. Si hay algo aquí que vaya a necesitar, cójalo ahora y escóndalo en lugar seguro.
Ella asintió con la cabeza y le dio las gracias. Entonces se inclinó sobre los restos de su teléfono móvil y sacó la tarjeta SIM. Antes de salir de la sala de reuniones, echó un vistazo a la pizarra. Dylan Carboy, Jameson Arkeley y Justinia Malvern le devolvieron la mirada.
—Buena suerte —le deseó a Glauer, y a continuación se dirigió hacia su despacho.
Allí copió el contenido de su correo electrónico en su dirección particular y recogió los pocos efectos personales que había colgado en la pared: una foto de Clara en el Salón del Automóvil; una foto de Wilbur, uno de los perros que había rescatado, y sus diplomas de la academia. Lo metió todo dentro de un sobre y se lo puso debajo del brazo. Recuperó su viejo teléfono móvil de un cajón del escritorio, volvió a insertar la tarjeta SIM y se lo guardó en el bolsillo. No tenía ninguna duda de que Fetlock sabría lo que había hecho, pero no le importaba.
Salió del despacho y se dirigió hacia una máquina de coca colas. La humillación sufrida y la reprimenda pública le habían dado sed, pero no llegó hasta la máquina. En el pasillo, Suzie Jesuroga, la capitana del equipo de emergencias local, le bloqueó el paso. La capitana Suzie, tal como Caxton la conocía, llevaba armadura de asalto completa, con casco y un enorme rifle de asalto semiautomático.
—Hola —dijo Caxton. Conocía a la capitana Suzie bastante bien, pues habían trabajado juntas alguna vez, pero no tenía ni idea de qué hacía allí—. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Yo diría que es al revés —respondió la capitana—. Acompáñeme, el tal Fetlock me ha pedido que viniera a buscarla.
—Joder, ¿qué hora es? —preguntó Caxton.
Echó un vistazo a su reloj: eran las cuatro y cuarto. Se dio la vuelta rápidamente para mirar por la ventana y vio que el sol era apenas una mancha naranja encima del horizonte. Iba a ponerse en cuestión de minutos.
Habían elegido una habitación con una ventana que daba al oeste para poder ver el declinar del sol, que ahora teñía el rostro de Fetlock con una luz rojiza que le hacía brillar los ojos. El federal estaba muy quieto delante de un escritorio de madera donde habían depositado el cuerpo de Raleigh, envuelto aún en la sábana.
Detrás de Fetlock, apoyados en la pared, los miembros del equipo de emergencias de la capitana Suzie montaban guardia con los rifles de asalto preparados. Si Raleigh regresaba de entre los muertos al ponerse sol, le dispararían al instante.
Aquello colmaba con creces las esperanzas de Caxton. En realidad, era más de lo que ésta se había atrevido a esperar. A lo mejor iba a ser suficiente. Caxton se detuvo en el umbral y apoyó la mano en el marco. Fetlock la oyó llegar y volvió la cabeza de forma casi imperceptible. El federal la saludó con una leve inclinación de cabeza y Caxton hizo otro tanto. Independientemente de lo que hubiera sucedido entre ellos, o de la suerte que fuera a correr Caxton, en aquel momento estaban del mismo lado. Y no iban a permitir que Raleigh regresara de entre los muertos.
El sol se aplastó contra el horizonte y perdió su forma. La nieve amontonada en el exterior tenía un color rojo sangre y, en el cielo, las nubes se tiñeron de un tono violeta y anaranjado. Eran las 16:29 y la puesta de sol iba a tener lugar exactamente a las 16:31.
Caxton prestaba mucha atención a ese detalle. Cada día debía saber a qué hora empezaba la noche.
La habitación pronto se llenó de los gases que desprendía la gasolina que la sábana de Raleigh había absorbido. El líquido se acumulaba encima del escritorio y caía, gota a gota, al suelo. Caxton se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y se obligó a espirar. Entonces inhaló aire y su nariz se llenó del olor acre del combustible.
El sol palpitaba encima de las colinas. Caxton sacó su arma, su vieja Beretta 92, y la sostuvo contra el muslo. Estaba preparada para disparar al menor movimiento. ¿Cómo iba a suceder?, se preguntó. ¿Un espasmo debajo de la sábana, en el centro, donde debían de estar las manos de Raleigh? ¿Abriría Raleigh la boca, sorprendida por su nueva dentadura, de tal forma que la sábana se deformaría en la parte que le cubría la cara? A lo mejor se incorporaría lentamente. O a lo mejor, al verse atrapada dentro de aquella apestosa mortaja, soltaría un gruñido.
El reloj digital de Fetlock emitió un solo pitido y todos los presentes se movieron, inquietos, o incluso dieron un respingo. Aquel pitido indicaba tan sólo que eran las 16:30 en punto. Era la señal que marcaba la media. Uno de los miembros del equipo de emergencias local soltó una carcajada seca, que se quedó tan sólo en eso.
A Caxton le costó una barbaridad no levantar el arma y empezar a disparar a lo loco contra el cadáver cubierto con la sábana. Hizo un esfuerzo por relajarse o, por lo menos, para dejar de sujetar la pistola con tanta fuerza. Intentó respirar profundamente, con calma. En el exterior, el sol estaba ya reducido a la mínima expresión y pudo mirarlo fijamente sin que le dolieran los ojos. «Respira —se dijo—. Espira. Inspira. Espira.»
Fetlock hizo un gesto con una mano, pero Caxton no entendió qué quería decir. ¿Había visto algo? ¿Les estaba indicando que podían descansar? Caxton dio un paso hacia donde estaba el cuerpo, pero en aquel preciso instante la capitana Suzie dio media vuelta y se acercó hacia ella. Caxton echó un vistazo al rostro de la otra mujer: tenía una expresión tranquila, impasible. Con gesto firme, la capitana Suzie acercó el brazo hacia el cuerpo de Caxton... y encendió las luces de la sala.
El súbito cambio de iluminación hizo que las sombras bailaran encima de la sábana y casi pareció como si ésta se hubiera movido. Pero no, había permanecido inmóvil: todas las arrugas seguían estando en el mismo sitio.
El sol se había puesto y un crepúsculo verdoso teñía el cielo. Eran las 16:31.
El cuerpo no se había movido.
—Pues ya está —dijo Fetlock—. ¿Satisfecha?
—Espere —dijo Caxton, que se dio cuenta de que no había visto nunca a un vampiro regresar de entre los muertos y que, por lo tanto, no sabía si eran activos durante el anochecer—. Aún queda mucha noche.
No tenía ni idea de cuál era la secuencia temporal por la que se regían los vampiros. ¿Necesitaban la oscuridad absoluta para despertar, o bastaba con que el sol se hubiera puesto? En los lugares montañosos, el sol se ponía antes que en las llanuras. Las nubes también podían alterar el momento en que oscurecía. Había demasiadas variables.
—Si hemos esperado hasta ahora, unos minutos más no harán ningún daño.
Uno de los detectives del equipo de emergencias (a lo mejor el mismo que antes se había reído) suspiró. Caxton frunció el ceño pero prefirió ignorarlo.
—Esto es importante —insistió—. Es una cuestión de vida o muerte.
Fetlock se encogió de hombros, pero no dijo nada. Caxton se acercó al cadáver, con la pistola a punto. Entonces levantó la mano libre y la colocó encima de la sábana, intentando detectar el frío revelador que desprendía el cuerpo de los vampiros. Pero Fetlock consideró que ya había tenido suficiente, se le acercó por detrás y la apartó con delicadeza.
—Hablaré con Simón Arkeley y le preguntaré si autoriza la incineración de todos modos —dijo Fetlock—. Pero en serio, agente...
—Un minuto más, por favor. Sólo un minuto, ¿vale?
—Profanar un cuerpo es ilegal, ¿sabe? Podría hacer que la arrestaran ahora mismo —la advirtió Fetlock—. Estoy cansado de todo esto. ¿Alguien sabe si en este edificio hay una sala refrigerada o algo así? Necesitamos un lugar donde guardar el cuerpo hasta que llegue el coche fúnebre.
La capitana Suzie dio un paso al frente para responder.
—Sí, señor. Aunque cueste creerlo, tenemos una morgue de verdad. Es donde almacenamos a las víctimas de accidentes de tráfico si creemos que los cuerpos pueden servir como prueba.
Fetlock puso los ojos en blanco.
—Bueno, supongo que eso será suficiente. Usted, agente, vaya a la enfermería y dígales que nos manden una camilla. La trasladaremos a la morgue ahora mismo.
—¡Un momento! —gritó Caxton—. Por el amor de Dios, ¿es que soy la única que sabe que con los vampiros no se pueden correr riesgos? Fetlock, Jameson Arkeley me enseñó que nunca hay que subestimar a un vampiro. Déle unos minutos más, se lo ruego.
—Estoy seguro de que Jameson le enseñó también muchos malos hábitos —replicó Fetlock.
Caxton soltó un gruñido de frustración.
—Me enseñó a luchar contra los monstruos. El no habría permitido que le arrebatara el cuerpo, lo habría incinerado en el aparcamiento y si usted hubiera aparecido y le hubiera dicho que se detuviera, lo habría ignorado y habría seguido a lo suyo. Le habría podido disparar por la espalda y ni eso lo habría detenido. A él le daba igual que la gente creyera que tenía comportamientos irregulares, sólo se preocupaba por hacer lo que creía correcto.
—Y ya ve cómo ha terminado —replicó Fetlock con una sonrisa—. Su lealtad sería digna de alabanza, si no fuera para con un vampiro. Vamos, ustedes dos, cójanlo uno por los pies y el otro, por la cabeza.
—¡No! —gritó Caxton—. ¡Aún no!
—Agente —dijo Fetlock—. Mire —añadió, señalando la ventana. Incluso Caxton tenía que admitir que la noche había caído ya del todo. El hueco de la ventana estaba completamente oscuro, y Caxton veía su tensa expresión delirante reflejada en el cristal—. Es de noche. Si hubiera tenido que despertar, lo habría hecho ya.
Caxton dejó caer la cabeza. Empezó a pensar que quizá Fetlock tenía razón. A lo mejor había cruzado la raya que separa la cordura de la locura. ¿Y si había dejado que los trucos de Jameson y sus propios quebraderos de cabeza distorsionaran sus facultades?
Dio media vuelta, dispuesta a abandonar la habitación. Y aun así, incluso en aquel momento esperaba que Raleigh se levantara y silbara entre dientes, sedienta de sangre. No había dado ni un paso cuando Caxton oyó toser a Fetlock. El federal estiró el brazo, con la palma hacia arriba. Ya le había hecho devolver la estrella. Ahora quería su pistola.
—Ni lo sueñe —protestó Caxton.
—No quiero que le haga daño a nadie. Insisto en que se vaya a su casa y descanse un poco. Mientras tanto, me quedaré con su arma.
Caxton sacudió la cabeza y montó un pequeño numerito. Al final fingió rendirse y le entregó la pistola. No tenía importancia: eso era exactamente lo que había esperado que sucediera. Tenía su pistola nueva cargada con balas de teflón en el coche. Fetlock podía apartarla del caso si quería, pero Caxton aún tenía cuentas pendientes con Jameson.
Al salir de la habitación, se dirigió hacia el aparcamiento. A medio camino empezó a sonarle el teléfono, su viejo móvil con el politono de Pat Benatar. A lo mejor era Clara. ¡Clara! ¿Cómo iba a contarle todo lo que había pasado? Pero cuando sacó el móvil y miró la pantalla, vio que quien llamaba era Vesta Polder.
—Vesta —dijo—. No me llamas en muy buen momento. ¿Qué sucede?
—Es Jameson —dijo la anciana. Su voz sonaba rara, como si la conexión fuera mala o la mujer hubiera estado llorando—. Ha venido a por mí.
«¡Mierda, mierda, mierda, mierda!», pensó Caxton, que se apretó las sienes con la mano que le quedaba libre. Al ver que Jameson no atacaba en Syracuse, Caxton había creído que intentaba no llamar la atención. O eso, o que esperaba a que ella cometiera un error: que se llevara a Raleigh y a Simón a algún lugar desprotegido, donde pudiera arrebatárselos fácilmente. Ni siquiera se le había ocurrido que pudiera tener otros planes.
—No lo entiendo. ¿Para qué ha acudido a ti? ¿Te ha ofrecido la maldición? Pero eso no tiene sentido, tú no formas parte de su familia.
—¿Tiene una que apellidarse Arkeley para ser parte de esa estirpe? —preguntó Polder—. Acude a todas las personas a las que ama, Laura. A todo aquel que amó alguna vez.
Por supuesto.
Vesta le había contado a Caxton que ella y Jameson habían tenido una aventura. Era evidente que la anciana aún significaba algo para él, por muy profundamente que hubiera caído en el lado oscuro.
—Oye —dijo Caxton—. ¿Está aún en tu casa?
—No, ya se ha ido. Supongo que debería haber intentado enfrentarme a él, o por lo menos seguirle la pista cuando se marcho, pero estaba demasiado asustada. Sé que me entiendes.
Así era.
—Me ha puesto el mismo plazo que a todos los demás: veinticuatro horas para considerar su oferta. Rechazarla es poco menos que una sentencia de muerte. ¡Tienes que encontrarlo antes de que mañana se ponga el sol!
—Lo haré —le prometió Caxton, aunque no tenía ni idea de cómo iba a hacerlo—. Oye, voy a ir a verte. Quédate donde estás y yo iré tan rápido como pueda.
—No hace falta. Estoy en el coche, dirigiéndome hacia la jefatura de policía. De hecho, la estoy viendo en estos momentos. Reúnete conmigo en el aparcamiento.
Polder colgó. Caxton se mordió el labio y se preguntó qué iba a hacer. Ya no tenía la autoridad necesaria para poner a Vesta bajo custodia. Iba a tener que mandarla a Fetlock y pedirle ayuda, aunque se preguntó si la anciana querría eso. Vesta era prácticamente agorafóbica: casi nunca salía más que unas pocas horas y jamás pasaba la noche fuera de casa. Excepto, naturalmente, cuando había tenido que prestarle su último servicio a Astarte. Conducir hasta Harrisburg de noche debía de haber sido un suplicio para Vesta.
«Haré lo que pueda por ella —pensó Caxton—. Se lo debo.» Por sus consejos a lo largo de los años y por el amuleto que aún llevaba colgado del cuello y que era su única protección contra los poderes vampiricos. Se dirigió hacia la puerta de entrada de la jefatura, salió al aparcamiento y vio dos faros de coche que se le acercaban. Eran las luces de una vieja furgoneta con la caja abierta como las que se veían en las granjas de la Pensilvania profunda, un trasto oxidado que se mantenía de una pieza a base de cinta adhesiva y desesperación. No recordaba que los Polder tuvieran un vehículo como ése. A lo mejor Vesta había tenido que pedirles a los vecinos que le prestaran un medio de transporte, lo que fuera. Caxton le hizo un gesto a la furgoneta para que aparcara en una plaza vacía cerca de la puerta, pero Vesta detuvo el vehículo en medio del aparcamiento, bloqueando parcialmente la salida, y apagó las luces.