El dragón no se movió. La Sala del Mercado yacía frente a ella, azul negra y marfil con la luz débil de las estrellas que parecía tan brillante después de la noche total bajo la tierra. Aunque la luna se había puesto, cada vasija, cada lámpara colgante parecía llena de brillo a los ojos de Jenny, cada sombra como tinta derramada. La sangre se secaba aunque el lugar todavía estaba impregnado de ese olor. Osprey todavía estaba tendido en un charco manchado de oscuridad, rodeado de arpones brillantes. La noche parecía muy vieja. Una ráfaga leve de viento le trajo el olor del humo de madera desde el fuego en la Ladera de los Curtidores.
Como un fantasma, Jenny cruzó la sala, temblando en el frío muerto. Sólo cuando llegó a la noche abierta de los escalones, empezó a correr.
Al amanecer, sintió que la mano de John se curvaba un poco, apretando la suya.
Hacía dos noches había formado los hechizos de muerte, tejiendo un aura de veneno y ruinas y los círculos de esos hechizos todavía yacían en la tierra en el extremo de la Ladera. No había dormido más que una hora la noche anterior a ésa, en algún lugar del camino a Bel, acurrucada entre los brazos de John. Ahora, el humo vagabundo del fuego no muy vivo era una mancha de seda gris en el aire pálido de la mañana y ella se sentía helada y extraña, como si le hubieran lijado la piel hasta dejar todos los nervios expuestos. Y sin embargo, estaba extrañamente tranquila.
Había hecho todo lo que podía, lenta, meticulosamente, paso por paso, siguiendo las instrucciones que recordaba de la señora Mab como si el cuerpo que conocía tan bien fuera el de un desconocido. Le había dado los filtros y las drogas como hacían los gnomos, mediante una aguja hueca clavada en las venas y había puesto cataplasmas en las heridas para sacar de ellas el veneno de la sangre del dragón. Había trazado las runas de curación donde las marcas de las heridas cortaban los senderos de la vida en el cuerpo de John, tocándolas con el nombre interior, el secreto de la esencia de su hombre entretejido en los hechizos. Lo había llamado con paciencia, muchas veces, con el nombre que conocía el alma de él, manteniendo su espíritu en su cuerpo con toda la fuerza de la magia que ella podía reunir, hasta que las drogas hicieran efecto.
No había esperado tener éxito. Cuando lo hizo, estaba tan exhausta que ya no sentía ni dolor ni alegría: era incapaz de pensar en nada que no friera el movimiento leve de la caja de esas costillas y esos ojos ennegrecidos que seguían las imágenes de los sueños de John.
Gareth dijo con suavidad:
—¿Se curará?
Y ella asintió. Miró al joven príncipe flaco que se agachaba a su lado, junto al fuego y le impresionó su silencio. Tal vez la cercanía de la muerte y el cansancio infinito de la noche lo habían puesto serio. Había pasado las horas de la noche calentando pacientemente piedras y poniéndolas alrededor del cuerpo de John como Jenny le había pedido que hiciera mientras ella recorría la Gruta…, una tarea aburrida y necesaria, a la que, ella estaba segura, debía el hecho de que John estuviera vivo cuando ella volvió del nido del dragón.
Lentamente, con los huesos lastimados y doloridos, Jenny se sacó el peso escarlata de la capa de John. Se sentía acabada y llena de dolor y sólo quería dormir. Pero se puso de pie; sabía que había algo más que debía hacer, mucho peor que todo lo que había hecho antes. Fue, tropezando, hasta su bolso de drogas y sacó las hojas castañas de tabat que siempre llevaba consigo, hojas secadas al sol para que tomaran la consistencia del cuero. Cortó dos en pedazos, se las puso en la boca y masticó.
La amargura retorcida de las hojas era suficiente en sí misma para despertarla, sin hablar de las otras propiedades. Ya las había masticado antes esa noche, contra el cansancio que había tratado de dominarla mientras trabajaba. Gareth la miró con miedo, la cara larga floja, débil, dentro del marco disperso de su cabello de puntas verdes y Jenny pensó que debía de estar tan cansado como ella. Líneas que antes habían existido sólo como trazos breves de expresiones pasajeras estaban ahora bien marcadas en su rostro, desde la nariz hasta los extremos de la boca y alrededor de los ojos cuando se sacó los anteojos rotos para frotarse los párpados…, líneas que se profundizarían y se fijarían en su madurez y su vejez. Jenny se pasó las manos por la nube suelta del cabello y se preguntó qué aspecto tenía su propia cara ahora y qué aspecto tendría después de que hiciera lo que sabía que debía hacer.
Empezó a poner las drogas dentro de la bolsa.
—¿Adonde vais?
Encontró una de las capas de John y la envolvió alrededor de su cuerpo, con los movimientos lentos por el cansancio. Sentía los tejidos agotados, usados, como un pedazo de tela gastado, pero la fuerza inquieta de las hojas de tabat ya corría por sus venas. Sabía que tendría que tener cuidado, porque el tabat era como un usurero; prestaba, pero tenía la costumbre de pedir devolución con intereses justo en el momento en que uno no podía darse el lujo de pagarle. El aire húmedo parecía frío en sus pulmones; tenía el alma aterida y confusa.
—A cumplir una promesa —dijo.
El muchacho la miró con recelo en sus ojos ansiosos grises mientras ella se ponía en el hombro el bolso una vez más y partía a través del silencio de la niebla de la ciudad ruinosa hacia las Puertas de la Gruta.
—¿Morkeleb?
La voz de Jenny se disipó como un hilo de bruma en la quietud de la Sala del Mercado. Afuera, el vapor y la sombra azul de la mañana cubrían el valle y la luz allí adentro era gris y enfermiza. Frente a ella, el dragón parecía un vestido de seda negra abandonado y su forma seguía siendo la misma sólo por los huesos. Un ala extendida, donde había caído después de las convulsiones la noche anterior; las largas antenas, flojas entre las cintas de la melena. En el aire todavía había un canto leve, un canto que llamaba al corazón de Jenny.
Le había dado el camino a través de la Gruta, pensó; lo que le debía era la vida de John. Trató de decirse que ésa era la única razón por la que ella no quería que esa belleza terrible muriera.
Su voz resonó entre las torres de marfil suspendido del techo.
—¡Morkeleb!
El murmullo cambió en la mente de Jenny, y supo que él la había oído. Una antena delicada, como de cangrejo, se movió de pronto. Los párpados de los ojos de plata se abrieron unos centímetros. Por primera vez, Jenny vio la delicadeza de esos párpados, manchados con suaves tintes de verde y violeta dentro de la negrura. Miró en las profundidades blancas que escondían en parte y tuvo miedo, pero no miedo por su cuerpo; sintió otra vez los vientos cruzados del presente
debería
y el futuro
si acaso,
levantándose a través de los abismos de la duda. Jenny llamó a la calma en ella, como llamaba a las nubes o los pájaros de los espinos y se sintió bastante sorprendida ante la firmeza de su propia voz.
—Dame tu nombre.
La vida se movió en él de nuevo, un calor de oro que Jenny sintió a través del canto en el aire. Furia y resistencia; resistencia amarga hasta el final.
—No puedo salvarte sin saber tu nombre —dijo ella—. Si te vas de los límites de tu carne, necesito algo para llamarte de nuevo. La rabia fundida surgió todavía a través de la debilidad y el dolor. Ella recordó a Caerdinn que le decía:
—Salva a un dragón, hazlo tu esclavo.
En aquel entonces, ella no conocía nadie que pudiera desear salvar la vida de una criatura como ésa ni la razón por la cual hacerlo pondría algo tan grande dentro del alcance del poder del salvador.
Serpiente por la cabeza; por el cuello, caballo…
—¡Morkeleb! —Ella se adelantó, olvidando el miedo que le tenía, tal vez por la rabia y el miedo de que muriera, tal vez sólo por las hojas de tabat, y puso las manos pequeñas sobre la piel suave alrededor de los ojos. Las escamas allí eran más pequeñas que la punta de una aguja. La piel parecía seda seca bajo su mano, palpitante de vida cálida. Sintió otra vez esa sensación, mitad miedo, mitad respeto, la sensación que se siente al dar un paso por un camino que no debe transitarse, y se preguntó si no sería mejor y más sabio dar media vuelta y dejarlo morir. Sabía lo que era el dragón. Pero ahora que lo había tocado, ahora que había mirado en esos ojos de diamante, le hubiera resultado más fácil dejar su propia vida.
En el fulgor del canto dentro de su mente, una tonada sola pareció desprenderse del resto, como si el hilo que unía los nudos complejos de las muchas armonías hubiera tomado de pronto otro color. Ella lo reconoció enseguida en su totalidad, a partir de los pocos fragmentos truncados que Caerdinn había silbado para ella en un jardín un día de verano. La música misma era el nombre del dragón.
Se le escapaba entre los dedos, suave como cintas de seda; la cogió y empezó a trenzarla en sus hechizos, tejiéndola como una soga de cristal alrededor del alma moribunda del dragón. A través de las vueltas de la música, Jenny vio la entrada a las masas estrelladas, profundas de la mente interna del animal y de su corazón y bajo la luz temblorosa que había allí, le pareció ver los senderos que debía tomar para curar ese cuerpo.
Había traído con ella las drogas de la Gruta pero ahora se dio cuenta de que eran inútiles. Los dragones se curaban a sí mismos y uno a otro sólo a través de la mente. A veces, en las horas que siguieron, se sintió aterrorizada por esa curación; otras, sólo exhausta, agotada más allá de todo lo que hubiera experimentado o imaginado antes, hasta en la larga noche anterior. Su cansancio creció, inundó su cuerpo y su cerebro en una agonía cada vez mayor, mientras ella peleaba para arrastrar al otro lado de una barrera, la fuerza vasta, nebulosa que tiraba de ella hacia la otra fuerza por encima de esa misma frontera. No era lo que ella había pensado hacer, porque no tenía nada que ver con curar seres humanos o animales. Jenny conjuró las últimas reservas de su poder, cavando en busca de fuerzas olvidadas en la médula de los huesos para pelear por la vida del dragón y por la propia. Aferrarse a las cuerdas de esa vida enorme le robó toda su fortaleza y aún más; y en una especie de delirio, comprendió que si él moría, ella moriría con él, tan enredada estaba su esencia en las madejas estrelladas del alma del dragón. Alcanzó a ver algo del futuro, pequeño y claro como una imagen en su cristal redondo: si ella moría, John moriría el mismo día y Gareth duraría un poco menos de siete años, como un tronco seco ahuecado lentamente por los poderes pervertidos de Zyerne. Jenny volvió la vista y se aferró a la fuerza pequeña (pero firme como una roca) de lo que sabía: los hechizos del viejo Caerdinn y su propia meditación larga en la soledad de las piedras de Colina Helada.
Dos veces llamó a Morkeleb por su nombre, atando su música a los hechizos que había aprendido tan laboriosamente, runa por runa, esforzándose por quedar atada a su vida con el recuerdo de las cosas familiares: las formas de las hojas de las plantas, la genciana y la uña de perro, las huellas de la liebre sobre la nieve y las tonadas salvajes, vagabundas tocadas con la flauta de John en las noches de verano. Sintió la fuerza del dragón que se movía y el eco de su nombre que regresaba a ella.
No recordaba haber dormido después. Pero se despertó con el calor de la luz del sol sobre el cabello. A través de las puertas abiertas de la Gruta, veía la cara amenazante de los acantilados manchados de oro y cinabrio por la luz inclinada de la tarde. Volvió la cabeza y vio que el dragón se había movido y dormía también, las grandes alas plegadas otra vez y el mentón sobre las patas delanteras, como un perro. En las sombras, era casi invisible. Ella no veía si respiraba o no, pero se preguntó si alguna vez lo había hecho. ¿Respiraban los dragones?
La inundó una quietud especial que la tapó como arena fina como la seda. Lo último que quedaba de las hojas de tabat se había quemado en sus venas y ese cansancio se agregaba al resto. Limada, seca, consumida, sólo quería dormir otra vez, hora tras hora, días si era posible.
Pero sabía que no podía hacerlo. Había salvado a Morkeleb, pero no se engañaba creyendo que eso le permitiría dormir a salvo en su presencia, una vez que él hubiera recuperado algo de su fuerza. Rió con un hilo distante de humor ante sí misma; Ian y Adric, pensó, se jactarían ante todos los niños de la aldea diciendo que su madre podía dormir en el nido de un dragón…, eso, si es que alguna vez regresaba para contárselo. Los huesos le dolían con el más mínimo movimiento. El peso de la ropa y el cabello colgaban de ella como una cota de malla cuando se puso de pie.
Se tambaleó hasta las Puertas y se quedó allí de pie, un instante, recostada contra el granito cortado y primitivo del vasto pilar; la libertad del aire seco, vivo, le tocó la cara. Volvió la cabeza, miró de nuevo sobre su hombro y encontró los ojos abiertos del dragón. Esas profundidades miraron las suyas un segundo, flores cristalinas de blanco y plata, como pozos brillantes de rabia y odio. Luego, se cerraron de nuevo. Ella salió de las sombras hacia el fulgor de la tarde.
Tenía el cuerpo y la mente entumecidas mientras caminaba de vuelta a través de Grutas. Todo parecía extraño y cambiado; la sombra de cada piedra y cada maleza, una cosa de significado nuevo y desconocido para ella, como si durante años hubiera caminado casi a ciegas y sólo ahora se diera cuenta. Al norte de la ciudad, trepó por las rocas hasta los tanques de agua, lagunas profundas y negras cortadas sobre los huesos de la montaña, con el sol brillante sobre sus superficies opacas. Se desnudó y nadó aunque el agua estaba muy fría. Después se quedó tendida largo rato sobre su ropa extendida, soñando quién sabe qué. El viento rozó su espalda y sus piernas desnudas como pequeñas huellas de pasos y el baile del sol cambió en la laguna cuando las sombras se arrastraron sobre el agua negra. Jenny sintió que le hubiera gustado llorar pero estaba demasiado cansada para eso.
Al cabo de un rato, se levantó, se vistió de nuevo y volvió al campamento. Gareth estaba dormido, sentado con las rodillas recogidas y la cara apoyada sobre los brazos cruzados, cerca de las cenizas brillantes del fuego.
Se arrodilló junto a John y le tocó las manos y la cara. Parecían más tibios aunque no detectaba nada de sangre superficial bajo la piel leve, rubia. Sin embargo, las cejas y el montón rojizo de la barba ya no parecían tan oscuros. Se tendió a su lado, el cuerpo contra el del hombre debajo de las mantas y se durmió.