No tengo el poder para cambiar mi esencia.
em>Yo sí, murmuró la voz entre las visiones de su mente.
Tienes la fuerza para ser dragón cuando hayas aceptado esa forma. La sentí en ti cuando luchamos. Estaba furioso entonces porque me vencía un ser humano. Pero tú puedes ser más que humana.
Ella meneó la cabeza mientras miraba hacia arriba al esplendor oscuro de la forma angulosa del dragón.
No me pondré así en tu poder, Morkeleb. No puedo dejar mi forma sin tu ayuda ni podría después volver a ella. No me tientes.
¿Tentarte?,
dijo la voz de Morkeleb.
No hay tentación que venga de fuera del corazón. Y en cuanto a volver…, ¿qué eres como humana, Jenny Waynest? Despreciable, quejosa, como todos los tuyos una esclava del tiempo que pudre al cuerpo antes de que la mente haya podido ver otra cosa que una sola flor de todas las colinas del Cosmos. Para ser maga debes ser maga y veo en tu mente que luchas por el tiempo para hacer aunque sea eso. Para ser dragón…
—Para ser dragón —dijo ella en voz alta, para obligar a su mente a escuchar—, sólo tengo que darte el control a ti. No me perderé de esa forma en la mente de un dragón y la magia de un dragón. No conseguirás que te deje ir de ese modo.
Sintió que la fuerza presionaba contra las puertas cerradas de su mente, luego se aflojó y oyó el crujido acerado de las escamas del dragón cuando su larga cola golpeó el pasto seco con rabia. Los bosques oscuros volvieron otra vez a sus ojos; las visiones extrañas se alejaron como la niebla que se afina ante el sol. La luz se iba con rapidez alrededor de los dos, todos los colores sangraban desde los helechos y los brezos dispersos. Y como si su negrura tomara los matices más suaves de la noche, el dragón era casi invisible ahora, su forma fundida en los hilos lechosos de niebla que habían empezado a velar los bosques y en las líneas negras, abruptas de las ramas muertas y los troncos quemados. En algún lugar del risco, sobre ella, Jenny oyó a Gareth que la llamaba.
Descubrió que estaba temblando, no sólo por el cansancio o por el frío penetrante que la envolvía. La necesidad en ella era terrible…, ser lo que siempre había querido ser, tener lo que siempre había querido desde que tenía catorce años, fea y maldita con su terrible necesidad. Había probado la fuerza del fuego del dragón y el gusto se dejaba ir, dulce, en su boca.
Puedo darte eso,
dijo la voz en su mente.
Ella meneó la cabeza, esa vez con más violencia.
No. No traicionaré a mis amigos.
¿Amigos? ¿Los que te atan a la pequeñez por su propia conveniencia de mortales? ¿El hombre que te saca la esencia de tu alma porque quiere su cena? ¿Te aferras a esas pequeñas alegrías porque tienes miedo de probar las grandes, Jenny Waynest?
El dragón tenía razón cuando decía que no hay tentación que no venga del corazón. Ella sacudió el cabello sobre sus hombros y conjuró toda la fuerza que le quedaba contra la oscuridad salpicada de estrellas que parecía llamarla desde la médula de sus propios huesos.
Apártate de mí,
le dijo al dragón.
Vete y vuelve a las islas del norte que son tu hogar. Canta tus canciones a la roca de oro y a las ballenas y deja tranquilos para siempre a los hijos de los hombres y a los gnomos.
Como si hubiera golpeado un tronco negro que, al romperse, revelara el fuego vivo que guardaba dentro, volvió a sentir la onda de la rabia del dragón. El retrocedió, el cuerpo arqueado contra el cielo que se desvanecía. El alambre y la seda oscura de sus alas temblaron cuando dijo:
Así sea entonces, mujer maga. Te dejo el oro de la Gruta…, toma lo que quieras. Mi canción está allí. Cuando llegue la vejez, la vejez cuyo hielo mortal ya has empezado a sentir en tus huesos, aprieta ese oro contra tu corazón y recuerda la oportunidad que perdiste.
Se alzó sobre su anca, la forma compacta de serpiente elevándose sobre ella mientras reunía a su alrededor el brillo de la magia en el aire. Alas negras se abrieron contra el cielo, amenazantes, y ella vio el brillo de obsidiana de sus costados, la suavidad de piel de bebé del vientre de terciopelo, todavía marcada por las bocas feas, arrugadas de las heridas del arpón. Luego se alejó hacia el cielo. El gran golpe de sus alas lo levantó. Ella sintió la magia que giraba a su alrededor, un remolino de hechizos, el rastro estrellado de un cometa invisible. Los últimos rayos de la luz del día tocaron sus alas cuando se elevó por encima de la sombra azul del acantilado. Luego, desapareció.
Jenny lo vio partir con el corazón desolado. Todo el bosque parecía cargado con el olor de la madera húmeda y quemada y el olor terrenal y sombrío del humo muerto. Se dio cuenta lentamente de que el borde de su falda estaba mojado. Había estado arrodillada sobre el sendero húmedo. Tenía las botas mojadas y los pies fríos. Un cansancio sin límites la arrastraba desde abajo por el esfuerzo que habían hecho sus músculos para detener los hechizos de Zyerne y también por las palabras que le había dicho el dragón después de que ella rechazara su oferta.
Como dragón, ya no habría podido dominarlo ni le habría interesado apartarlo de la Gruta. ¿Era por eso que le había ofrecido la libertad espléndida y aterrorizante de esa forma bella? Decían que los dragones no atrapaban con mentiras sino con la verdad y ella sabía que él había leído bien los deseos de su alma de maga.
—¿Jenny? —Un Gareth sucio, tiznado, llegó corriendo hasta ella por el sendero. A los oídos de Jenny, acostumbrados a la voz del dragón, la del muchacho sonaba metálica y falsa—. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado? Vi al dragón… —Se había sacado los anteojos y buscaba un lugar limpio en su camisa agujereada, gastada, para frotarlos; sin mucho éxito, claro. Contra la suciedad de su cara, los lentes habían dejado dos círculos blancos, como una máscara, en los cuales parpadeaban desnudos sus ojos grises.
Jenny meneó la cabeza. Se sentía cansada hasta las lágrimas, casi incapaz de hablar. Se puso a su lado cuando ella empezó a subir lentamente por el sendero de la Ladera.
—¿Zyerne ha escapado?
Ella lo miró, asustada. Después de lo que había pasado entre ella y Morkeleb, casi había olvidado a Zyerne.
—Se…, se fue. La eché. —Parecía haber sucedido hacía días.
—¿La echasteis? —jadeó Gareth, confundido.
Jenny asintió, demasiado cansada para explicar. Al pensar en eso de nuevo frunció el ceño mientras algo se movía en su mente. Pero sólo preguntó:
—¿Y tú?
Él apartó la vista y enrojeció de vergüenza. Parte de Jenny suspiró exasperada ante su estupidez, tan pequeña después de la fuerza de la seducción mayor del dragón; pero parte de ella recordó lo que era tener dieciocho años y ser presa de los deseos incontrolables del cuerpo. Tocó el brazo huesudo bajo la tela arrugada de la manga para consolarlo.
—Es un hechizo —dijo—. Nada más. Todos nos tentamos… —Apartó de ella el eco del recuerdo de las palabras del dragón—. Y lo que está enterrado muy abajo en nuestros corazones no es lo que debe usarse para juzgarnos, sino lo que hacemos con eso. Ella usa hechizos para atraerte, para dominarte como hace con tu padre.
—Lo sé. —Gareth suspiró y levantó el balde del suelo embarrado para hundirlo otra vez en el pozo. Se movía con dificultad, por la tensión en los músculos y por el esfuerzo, pero no se quejó como hubiera hecho hacía tiempo. Buscó la taza de lata en el borde del pozo y la hundió en el agua del balde para dársela a Jenny; percibió la humedad, como de hielo entre sus dedos.
Ella se dio cuenta con sorpresa de que no había comido ni bebido nada desde el desayuno. No había tenido tiempo y se sentía vieja y agotada cuando tomó la taza de manos de Gareth.
—¿La echasteis y nada más? —preguntó Gareth de nuevo—. ¿Y se fue? ¿No se convirtió en un halcón…?
—No. —Jenny levantó la vista mientras se daba cuenta de lo que le molestaba sobre los hechos de la tarde—. Morkeleb… —Se detuvo; no quería hablar de lo que le había ofrecido Morkeleb.
Pero aún así, pensó, no podría haber tomado la forma del dragón sin su ayuda. Los poderes de él habían entrado en los de ella, pero de todos modos seguía siendo una maga primitiva y pequeña. Y Zyerne…
—La vencí —dijo con lentitud—. Pero si puede cambiar de forma como tú dices…, si tiene ese tipo de fuerza…, no podría haberlo hecho, aunque mis poderes han crecido.
Estuvo a punto de decir: «aún con los poderes del dragón en mí», pero las palabras se trabaron en sus labios. Sentía los poderes moviéndose dentro de ella como un niño ajeno en el vientre del destino y trató de dejar de lado la idea de esos poderes y de lo que podían significar. Se llevó la taza a los labios pero se detuvo sin tomar el agua y miró de nuevo a Gareth.
—¿Has bebido algo de agua del pozo? —preguntó.
La miró, sorprendido.
—Todos estamos bebiendo de ella hace días —dijo.
—Esta noche, quiero decir.
Él miró a su alrededor en el claro y a sus propias mangas mojadas.
—He estado muy ocupado tirando agua. No he bebido —dijo—. ¿Por qué?
Ella pasó la mano por la boca de la taza. De la misma forma en que las cosas son visibles para un mago en la oscuridad, vio el brillo viscoso y verde en el agua.
—¿Está mala? —preguntó él preocupado—. ¿Cómo podéis daros cuenta?
Ella volcó la taza y el agua cayó al suelo.
—¿Dónde estaba Zyerne cuando llegaste al claro?
Él meneó la cabeza, sin entender.
—No me acuerdo. Fue como un sueño… —Miró a su alrededor, aunque Jenny sabía que el claro, empapado y pisoteado en la penumbra triste, parecía muy diferente del lugar suave de dulzura encantada que había hacía una hora. Finalmente dijo—: Creo que estaba sentada donde estáis vos ahora, sobre el borde del pozo.
Morkeleb había dicho:
Creen que no puedo ver la muerte que mancha la carne.
¿Y era Dromar el que había dicho que era imposible envenenar a los dragones?
Jenny torció el cuerpo y movió las manos sobre la superficie del balde que había sacado Gareth. El hedor de la muerte subió hacia su rostro y ella retrocedió horrorizada, asqueada, como si el agua se hubiera convertido en sangre entre sus dedos.
—¿Pero por qué? —En cuclillas frente al fuego, Gareth se volvió para mirar a John, que yacía en su nido de mantas, pieles de oso y capas andrajosas—. Por lo que ella sabía, habíais matado a su dragón. —Gareth desenvolvió el papel en el que había traído el café desde Bel, decidió que no valía la pena preocuparse por medir y lo arrojó en la vasija de agua que hervía sobre el fuego—. No sabía que Jenny era una amenaza para ella. ¿Por qué envenenarnos?
—Adivinemos —dijo John, apoyándose con mucho cuidado sobre un codo y poniéndose los anteojos sobre la cara sucia, sin afeitar—. Para impedirnos volver a Bel con la noticia de que el dragón estaba muerto antes de que ella pudiera hacer que tu padre acabara con los gnomos con alguna acusación inventada. Por lo que ella sabe, el dragón está muerto…, quiero decir, no puede haberlo visto en un cristal o un cuenco de agua, pero nos vio vivos y alegres y la deducción es más bien obvia.
—Supongo que sí. —Gareth se desenrolló las mangas recogidas y se colgó otra vez la capa sobre los hombros. La mañana era fría y neblinosa y el sudor que lo cubría después del esfuerzo de limpiar la casa del pozo cerca del campamento en las curtidurías en ruinas se estaba secando.
—Dudo que hubiera querido envenenarte a ti —siguió John—. Si te hubiera querido muerto, nunca te habría esperado.
Gareth se sonrojó.
—A ella no sólo no le conviene que mueras: si mueres, lo pierde todo.
El muchacho frunció el ceño.
—¿Por qué? Quiero decir, entiendo que quiera tenerme bajo su poder para que no la amenace, del mismo modo que quiso sacar a Policarpio de escena. Y si os matara a vosotros dos, me necesitaría como testigo de su cuento de que el dragón todavía está en la Gruta, al menos hasta que se sacara de encima a los gnomos. —Respiró con amargura y extendió las manos lastimadas hacia el fuego—. Probablemente nos usaría a mí y a Servio como testigos para decir que en realidad
ella
mató al dragón. Eso justificaría que mi padre le diera la Gruta. —Suspiró, la boca tensa de desilusión—. Y pensé que Policarpio extendiendo un alambre sobre una valla sonaba como lo peor de la perfidia. —Acomodó la sartén sobre el fuego, la cara flaca parecía mucho más vieja de lo que había sido en la palidez de junco de las llamas del día.
—Bueno —dijo John, con amabilidad—, no es sólo eso, Gar. —Miró a Jenny, sentada en las sombras del umbral limpio de la casa del pozo, pero ella no dijo nada. John volvió a mirar a Gareth—. ¿Cuánto crees que va a durar tu padre con Zyerne viva? No sé lo que le están haciendo esos hechizos pero reconozco a un moribundo cuando lo veo. Tal como están las cosas, a pesar de todo su poder, es sólo una amante. Necesita la Gruta como base para su poder y como fortaleza que la independice del rey y necesita el oro de la Gruta.
—Mi padre se lo daría —dijo Gareth con suavidad—. Y supongo que yo soy el plan de contingencias en caso…, en caso de que él muera, ¿verdad? —Jugó con las tortas que se freían suavemente en la sartén—. Entonces tenía que destruir a Policarpio, independientemente del hecho de que él tratara de advertirme contra ella. La ciudadela es el camino trasero a la Gruta.
—Bueno, ni siquiera por eso. —John volvió a recostarse y cruzó sus manos sobre el pecho—. Quería librarse de Policarpio porque él es el heredero alternativo.
—¿Heredero alternativo de quién? —preguntó Gareth, intrigado—. ¿De mí?
John meneó la cabeza.
—Del hijo de Zyerne.
El horror que cruzó la cara del muchacho fue más profundo que el miedo a la muerte, más profundo, pensó Jenny con la falta de pasión que había sentido esa mañana y la noche anterior, que el miedo de que lo subyugaran los hechizos de la maga. Parecía descompuesto con esa idea, como si fuera la violación de un oscuro tabú. Pasó un largo rato antes de que pudiera contestar.
—¿Queréis decir…, un hijo de mi padre?
—O tuyo. No importaría mucho de quién, siempre que se pareciera a la familia. —Con las manos vendadas y una encima de la otra, John miró sin ver al muchacho mientras Gareth, confuso, distante, sacaba la comida del fuego con movimientos automáticos. Todavía con esa voz amable, normal, como si hablara del tiempo, siguió diciendo—: Pero ya ves, después de todo este tiempo bajo los hechizos de Zyerne, tu padre tal vez no pueda concebir un niño. Y Zyerne necesita uno si va a seguir rigiendo el reino.