Vencer al Dragón (3 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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—John nunca habría atacado al dragón, Gareth, si el animal no lo hubiera forzado a hacerlo. Pero como barón de Alyn, como señor de Wyr, es el único hombre en las Tierras de Invierno entrenado para las artes de la guerra. Por eso es el señor. Peleó contra el dragón como hubiera peleado contra un lobo, peleó contra una plaga que estaba haciendo daño a su gente. No tenía alternativa.

—¡Pero un dragón no es plaga! —protestó Gareth—. Es el desafío más honorable y más grande a la valentía de un verdadero caballero. ¡Seguramente estáis equivocada! No puede haber peleado sólo por deber. ¡No es posible!

En su voz había tanto deseo de creer que Jenny lo miró por encima del hombro, curiosa.

—No —aceptó—. Un dragón no es una plaga. Y ése era verdaderamente hermoso. —La voz se le ablandó con el recuerdo, a pesar de la neblina horrenda de muerte y miedo de su esplendor anguloso, extraño—. No era dorado, como lo llama vuestra canción, sino de un color casi ámbar, que iba hacia el castaño a lo largo de su lomo y hacia el marfil en su vientre. Los dibujos de las escamas sobre sus costados eran como el bordado de lentejuelas de un par de sandalias; como un arco iris tejido, todo en sombras de púrpura y azul. La cabeza era como una flor; los ojos y las fauces rodeados de escamas como cintas de colores y con antenas como las de un cangrejo, adornadas con borlas de gemas. Matarlo fue una carnicería.

Rodearon el hombro de un peñasco. Abajo, como una ruptura en el paisaje frío de granito, se extendía una línea quebrada de campos castaños donde las nieblas yacían como travesaños de lana sucia sobre el rastrojo de la cosecha. Un poco más alejado había un caserío, desordenado y sucio bajo el manto azulado del humo de madera y el olor del lugar vagaba sobre los vientos congelados: el perfume a jabón hirviendo; un hedor casi invisible a desperdicios humanos y animales; la dulzura podrida, nauseabunda de la cerveza que fermenta. El ladrido de los perros salió a recibirlos como tañidos de campanas en el aire. En medio de todo había una torre gruesa, obviamente resto de una fortificación mayor.

—No —dijo Jenny con suavidad—, el dragón era una criatura hermosa, Gareth. Pero también lo era la niña que se llevó a su nido y que mató. Tenía quince años…, John no quiso que sus padres vieran los restos.

Taconeó los costados de Luna y empezó a bajar por el camino de arcilla húmeda.

—¿Ésta es la aldea donde vos vivís? —preguntó Gareth cuando se acercaron a los muros.

Jenny negó con la cabeza mientras trataba de sacar de su mente la maraña amarga y confusa de los recuerdos de la muerte del dragón.

—Mi casa está a unos nueve kilómetros de aquí, en Colina Helada. Vivo sola. Mi magia no es grande; necesito silencio y soledad para estudiarla. —Y agregó con dolor—: Aunque no tengo ninguno de los dos. Soy comadrona y curadora de todas las tierras de lord Aversin.

—¿Llegaremos pronto a sus tierras?

El muchacho tenía la voz insegura y Jenny lo miró preocupada y vio lo pálido que parecía y cómo el sudor corría por las mejillas hundidas levemente doradas a pesar del frío.

—Éstas son las tierras de lord Aversin.

Levantó la cabeza para mirarla, asustado.


¿Éstas?
—Miró a su alrededor los campos fangosos los campesinos que se gritaban unos a otros mientras recogían la última cosecha de grano, las aguas tachonadas de hielo del foso que rodeaba el terraplén de escombros y las manchas de las piedras de la pared medio derruida—. Entonces, ¿ésta es una de las aldeas de lord Aversin?

—Esto —dijo Jenny con tranquilidad mientras los cascos de los caballos retumbaban en el vacío de la madera del puente levadizo— es Alyn.

La ciudad que bullía dentro de la cortina del muro… —un muro construido por el abuelo del señor de ese momento, el viejo James Cabeza de Hierro, como medida temporal de seguridad— era de una pobreza infinita. A través del arco que quedaba bajo la cuadrada casa de guardia se veían casas amontonadas en desorden alrededor del muro del fuerte mismo, como si ese edificio mayor las hubiera sembrado. El fuerte estaba construido con piedras y escombros sobre los cimientos del muro exterior bajo, techado con paja de los juncos del río y decaído por la edad. Desde la ventanita de la torre de la puerta, la vieja Peg, la guardiana, sacó la cabeza y sus largas trenzas castañas manchadas de gris colgaron como fragmentos de una soga a medio trenzar y se dirigió a Jenny:

—Tienes suerte —dijo en el tono profundo y bajo del habla del norte—. Mi señor volvió anoche de recorrer los lindes. Está por aquí.

—¿No estaba…, no estaba hablando de lord Aversin? —murmuró Gareth, escandalizado.

Las cejas de media luna de Jenny se curvaron hacia arriba.

—Es el único señor que tenemos.

—Ah. —Él parpadeó, tratando de hacer otro ajuste mental—. ¿Recorriendo los lindes?

—Los lindes de sus tierras. Hace patrullas casi todos los días, él y hombres voluntarios de las milicias. —Jenny vio cómo la cara de Gareth se derrumbaba y agregó con amabilidad—: En eso consiste ser un señor.

—No es verdad —dijo Gareth—. Ser un señor es caballerosidad y honor y… —Pero ella ya había cabalgado adelante, fuera de la oscuridad negra del pasaje de la puerta y hacia la luz fría del sol en la plaza.

A pesar del ruido y los chismes, a Jenny siempre le había gustado la aldea de Alyn. Había sido su hogar de infancia; la casita de piedra en la que había nacido y donde todavía vivían su hermana y su cuñado —aunque el esposo de su hermana no quería que le recordaran que eran parientes— todavía estaba al fondo de la calle, contra el muro. Tal vez esa gente trabajadora, con sus pequeñas vidas limitadas por el ritmo de las estaciones, la miraba con temor, pero ella conocía sus vidas sólo un poco menos íntimamente de lo que conocía la suya propia. No había una sola casa en la aldea en la que no hubiera asistido a una mujer en un parto o atendido a un enfermo o peleado contra la muerte en una de las mil formas que tomaba en las Tierras de Invierno; los conocía, a todos ellos y a las formas largas e intrincadas de sus dolores y alegrías. Mientras los caballos chapoteaban por el barro y por el agua estancada hacia el centro de la plaza, vio cómo Gareth miraba a su alrededor con desaliento mal disimulado, a los cerdos y gallinas que compartían de forma amistosa el lugar maloliente con bandadas de niños gritones. Una ráfaga de viento sacudió el humo de la fragua sobre sus cabezas, y con él llegó una onda leve de calor y un fragmento de la canción obscena de Muffle, el herrero; en un terreno cercano la ropa colgada se balanceó con ruido, y en otro, Deshy Werville, cuyo bebé de tres meses había venido al mundo a manos de Jenny, ordeñaba una de sus amadas vacas, metida a medias en la puerta de su choza. Jenny vio cómo la mirada disgustada de Gareth se detenía en el templo medio derruido, con sus imágenes primitivas y torpes de los Doce Dioses, casi indistinguibles uno de otro en la penumbra, y luego pasaba a la cruz redonda de la Tierra y el Cielo tallada en las piedras de tantas chimeneas de aldea. La espalda del muchacho se tensó un poco ante esa evidencia de paganismo, y su labio superior pareció alargarse al ver el chiquero construido junto a uno de los muros del templo y el par de porquerizos vestidos de cuero y tela a cuadros que se recostaban contra los maderos de la cerca, charlando y pasándose chismes.

—Claro que los cerdos ven el clima —decía uno de ellos, mientras estiraba un palo a través de la empalizada baja para rascarle el lomo a una enorme cerda negra que reposaba dentro—. Está en
Sobre la granja
de Clivy, pero además los vi hacerlo. Y son muy, pero muy inteligentes, más que los perros. Mi tía Mary, ¿recuerdas a Mary?, solía entrenarlos desde que eran chiquitos y tenía uno, blanco, que le buscaba los zapatos.

—¿Ah, sí? —dijo el segundo porquerizo, mientras se rascaba la cabeza. Jenny se detuvo a su lado; Gareth esperaba impaciente junto a ella.

—Sí. —El hombre más alto lanzó besos a la puerca que levantó la cabeza para contestarle con un gruñido profundo de afecto infinito-—. Dice en las
Selecciones
de Polyborus que los Viejos Cultos adoraban al cerdo y no como un demonio, como querría el padre Hiero, sino como a la Diosa Luna. —Empujó los anteojos de armazón de acero un poco más arriba en el puente de su larga nariz, un gesto curiosamente profesional para un hombre hundido hasta las rodillas en la suciedad de una porqueriza.

—¿En serio? —preguntó el otro con interés—. Ahora que me lo dices, esta buena pieza, cuando era joven y briosa, claro, había descubierto cómo abrir la puerta y salía a buscar… ¡Ah! —Hizo una reverencia rápida al ver a Jenny y al furioso Gareth sentados en silencio sobre sus monturas.

El más alto se dio la vuelta. Cuando los ojos castaños que había detrás de los lentes se encontraron con los de Jenny, perdieron su habitual expresión de retracción y timidez y se fundieron de pronto en un brillo travieso. Mediano de altura, poco atractivo, peludo y sin afeitar, enfundado en su zaparrastrosa ropa de cuero oscuro, con el viejo jubón de piel de lobo sostenido por pedazos de metal y tiras de cadena para proteger las junturas…, después de diez años, se preguntó Jenny, ¿qué había en él que todavía la llenaba de una alegría tan absurda?

—Jen. —Sonrió y le tendió las manos.

Ella las tomó y se deslizó desde la montura de la yegua blanca hacia sus brazos, mientras Gareth miraba con desaprobación, impaciente por continuar con su búsqueda.

—John —dijo ella y se volvió hacia el muchacho—, Gareth de Magloshaldon…, te presento al lord John Aversin, el Vencedor de Dragones de Alyn.

Por un instante, Gareth se quedó absolutamente mudo. Permaneció sentado durante un momento, mirando, atónito y confundido como si lo hubieran golpeado en la cabeza; luego desmontó con tanto apuro que tuvo que aferrarse el brazo lastimado con un gemido. Era como si en todas sus fantasías alimentadas por las baladas, en todos sus sueños de conocer al Vencedor de Dragones, nunca se le hubiera ocurrido que su héroe estaría de pie, para no decir hundido hasta los tobillos en el barro, junto al chiquero del pueblo. Su rostro era prueba evidente de que, aunque medía más de un metro ochenta y debía de ser más alto que cualquiera que conociera, nunca había conectado eso con el hecho de que, a menos que su héroe fuera un gigante, seguramente era más bajo que él. Y las baladas, pensó Jenny, tampoco mencionaban los lentes.

Gareth seguía sin hablar. Aversin, que interpretaba su silencio y la mirada que había en su rostro con su exactitud diabólica de siempre, le dijo:

—Te mostraría mis heridas de la lucha con el dragón para demostrarte que soy Aversin, pero están en un lugar que no se puede exhibir en público.

La cortesía de Gareth debía de valer un imperio —y también el estoicismo especial de los hombres de la corte, suponía Jenny— para que incluso bajo la impresión más fuerte de su vida y el dolor del brazo herido, pudiera hacer una reverencia muy creíble como saludo. Cuando se enderezó de nuevo, se ajustó la capa con una especie de orgullo lastimado, empujó los anteojos torcidos un poco más sobre el puente de su nariz y dijo en una voz que temblaba pero tenía una firmeza interior innegable:

—Lord Aversin, Vencedor de Dragones, he cabalgado hasta aquí desde el sur con un mensaje para vos del rey, Uriens de Belmarie. —Esas palabras parecieron darle fuerzas y volvió a la sonoridad heráldica de las baladas con sus espadas de oro y sus plumas brillantes, a pesar del olor del chiquero y la lluvia leve y fría que había empezado a caer—. Lord Aversin, he sido enviado para llevaros al sur. Ha llegado un dragón que destruye la ciudad de los gnomos en la Gruta de Ylferdun; ahora está allí, a veinte kilómetros de Bel, la ciudad del rey. Éste os ruega que vayáis a matarlo antes de que destruya toda la región.

El muchacho se enderezó al quedar libre de su misión, con un aspecto de serenidad noble de mártir en su cara, muy parecido a alguien sacado de una balada, pensó Jenny. Luego, como todo buen mensajero de balada, se derrumbó sin conocimiento y cayó sobre el barro líquido, lleno de estiércol.

2

La lluvia golpeaba monótona y sin interrupción sobre las paredes de la torre derruida de Fuerte Alyn. La única habitación de huéspedes del fuerte nunca había sido muy luminosa y aunque era sólo media tarde, Jenny hizo aparecer una bola opaca de luz mágica azulada para iluminar la mesa en la que había extendido el contenido de su bolso de remedios; el resto del pequeño cubículo estaba en penumbra por las cortinas de oscuridad.

En la cama, Gareth dormía intranquilo. El aire tenía un olor dulce gracias a los fantasmas de las fragancias de hierbas trituradas y secas ya hacía mucho tiempo. La luz mágica hacía sombras finas, granulosas alrededor de las momias disecadas de las raíces y las vainas esparcidas en los círculos que Jenny había trazado. Lentamente, runa por runa, trabajó sobre ellas en los hechizos de curación, cada uno con su propio Límite para impedir una curación demasiado rápida que pudiera hacer daño al cuerpo en general; los dedos trazaban pacientemente los signos, la mente conjuraba las cualidades del universo particular de cada uno, como hilos separados de una música no oída. Se decía que los grandes magos podían ver el poder de las runas que tejían brillando como fuego frío en el aire sobre los polvos de curación y sentir el toque de ese poder como una luz de plasma saliendo de las puntas de los dedos.

Después de años de meditación silenciosa, Jenny había llegado a aceptar que para ella, la magia era una profundidad y una quietud, más que el brillo en movimiento que sentían los grandes. Era algo con lo que nunca se reconciliaría del todo, pero al menos esa actitud de aceptación le impedía sentir el resentimiento que bloquearía los pocos poderes que realmente tenía. Dentro de sus límites estrechos, sabía que trabajaba bien.

La clave de la magia es magia, decía Caerdinn. Para ser mago, hay que serlo. No hay tiempo para otra cosa si uno quiere llegar al límite de su poder.

Así que ella se había quedado en la casa de piedra de Colina Helada después de la muerte de Caerdinn, estudiando sus libros y midiendo las estrellas, meditando en el círculo medio derruido de las viejas piedras que se alzaban sobre la cima de la colina allá arriba. Con el paso de los años, sus poderes habían crecido con la meditación y el estudio, aunque nunca hasta alcanzar los del maestro. Era una vida que la había dejado satisfecha. No había deseado otra cosa que la lucha paciente por aumentar sus poderes, mientras curaba a otros cuando podía y observaba la llegada y la partida de las estaciones.

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