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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

Vencer al Dragón (6 page)

BOOK: Vencer al Dragón
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—¡Pero debéis… debéis matar al nuestro! —De pronto la voz de Gareth estaba llena de angustia.

—Pelear contra él y matarlo son dos cosas diferentes. —John se apartó de la ventana, con la cabeza inclinada un poco hacia un lado y miró la cara ansiosa del muchacho—. Y todavía no he dicho que acepte hacer lo primero, eso sin hablar de cumplir con lo segundo.

—Pero tenéis que hacerlo. —La voz de Gareth era un murmullo de desesperación—. Sois nuestra única esperanza.

—¿Sí? —preguntó el Vencedor de Dragones con suavidad—. Soy la única esperanza de estos aldeanos en el invierno que viene, contra los lobos y los bandidos. Por esa razón maté a la criatura más perfecta que haya visto y lo que hice fue un acto sucio, asqueroso, la corté en pedazos con un hacha… Fue porque era la única esperanza de esta gente que peleé con ese dragón y casi pierdo el pellejo en la lucha. Sólo soy un hombre, Gareth.

—¡No! —insistió con desesperación—. Sois el Vencedor de Dragones, el único Vencedor de Dragones. —Se puso de pie y alguna lucha interna se pintó en sus rasgos leves, la respiración rápida como si estuviera haciendo un esfuerzo—. El rey… —Tragó saliva—. El rey me dijo que aceptara los términos que vos quisierais para llevaros al sur. Si venís… —Con esfuerzo consiguió poner voz firme—. Si venís, enviaremos tropas de nuevo para proteger las tierras del norte, para defenderlas de los Bandidos del Hielo; enviaremos libros y estudiosos para que traigan el conocimiento de nuevo a estas gentes. Lo juro. —Cogió el sello del rey y lo sostuvo en la mano temblorosa y la luz fría del día brilló blanquecina sobre su rostro—. En nombre del rey, lo juro.

Pero Jenny, que miraba la cara pálida del muchacho mientras él hablaba, vio que Gareth esquivaba la mirada de John.

Por la noche, la lluvia aumentó: el viento la arrojaba como olas contra las paredes del fuerte. La tía Jane trajo una cena fría de carne, queso y cerveza que Gareth comió con el aire de quien cumple con su deber. Jenny, sentada con las piernas cruzadas en un rincón cerca del hogar, sacó el arpa y experimentó con las clavijas que la afinaban mientras los hombres hablaban de los caminos que llevaban al sur y de la muerte del Dragón Dorado de Wyr.

—Eso tampoco es como en las canciones —dijo Gareth, con los codos huesudos apoyados sobre las notas de John desparramadas sobre la mesa—. En las canciones los dragones son todos de color gris, tétricos. Pero éste es negro, todo negro excepto las lámparas de plata de sus ojos.

—Negro —repitió John con calma y miró a Jenny—. Tú tenías una vieja lista, ¿no es cierto, amor?

Ella asintió; sus manos descansaban de las maniobras delicadas sobre las clavijas del arpa.

—Caerdinn me hizo memorizar viejas listas —explicó a Gareth—. Me dijo el significado de algunas…, pero no el de ésta. Tal vez él tampoco lo sabía. Era una lista de nombres y colores… —Cerró los ojos y repitió la lista; la voz repetía el sonsonete del viejo mago con el eco de docenas de voces, recitadas a lo largo de los años—. «Teltrevir, heliotropo; Centhwevir es azul tejido con oro; Astirith es rosado y negro; sólo Morkeleb, negro como la noche…» La lista sigue, había docenas de nombres, si es que son nombres. —Jenny se encogió de hombros y unió los dedos sobre el borde del arpa—. Pero John me dice que el viejo dragón que vagaba por las orillas del lago Wevir, según dicen, era azul como el agua y todo marcado en el lomo con dibujos en oro para poder hundirse en la superficie del lago en verano y robar ovejas de las orillas.

—¡Sí! —Gareth casi saltó de su silla con entusiasmo al reconocer el cuento—

Y lo mataron Antara Damaguerrera y su hermano Darthis Vencedor de Dragones en la última parte del reinado de Yvain el Bienamado, que fue… —Se detuvo otra vez, avergonzado de pronto—. Es un cuento popular —terminó, rojo de vergüenza.

Jenny disimuló la sonrisa que le había causado la brusca efervescencia del muchacho.

—También había notas para el arpa, no eran canciones en realidad. Él me las silbaba una y otra vez, hasta que las tocaba igual.

Se puso el arpa al hombro, un instrumento pequeño que había sido de Caerdinn, aunque él no lo tocaba; la madera estaba oscura, casi negra con la edad.

A la luz del sol, parecía totalmente lisa, sin adornos, pero cuando el reflejo del fuego danzaba sobre ella, como ahora, se veían a veces los círculos del aire y el mar, trazados sobre ella en oro desvaído. Con cuidado tocó de oído ese extraño, dulce sonido entrelazado, a veces sólo dos o tres notas, a veces una secuencia como una tonada truncada. Eran individuales en cuanto a la forma en que giraban y manejaban el tiempo, casi familiares y preocupantes por eso, corno esas cosas que uno recuerda de la infancia; y mientras las tocaba, Jenny repetía los nombres: Teltrevir, heliotropo; Centhwevir es azul tejido con oro… Era parte del conocimiento perdido, como el de la búsqueda fragmentaria de John, como la búsqueda de una urraca, esa búsqueda que él llevaba a cabo en el poco tiempo que le dejaban libre las exigencias brutales de las Tierras de Invierno. Notas y palabras carecían de sentido ahora, como un verso en una balada perdida, o unas pocas páginas sueltas de la tragedia de un dios exiliado pegadas para que el viento no entrara por un vidrio roto…, ecos de canciones que no volverían a oírse.

A partir de esas notas, las manos de Jenny siguieron moviéndose al azar, como sus pensamientos pasajeros. Dibujó tonadas o fragmentos de bailes y danzas, lentos y manchados con la sombra de un dolor inevitable que esperaba en la oculta oscuridad del futuro. Se movía a través de ellos hacia las canciones antiguas que llevaban en sus cadencias el ritmo atemporal del océano; penas que sacaban el corazón del cuerpo, o alegrías que llamaban al alma como el brillo distante de banderas de estrellas en las noches de verano. Un poco después, John sacó de un agujero junto al hogar una flauta de lata como la que usan los niños para jugar en las calles y unió esa música brillante, leve, a la de ella y la música bailó alrededor de la belleza sombría del arpa como un niño de miles de años de edad.

La música respondió a la música, y se unieron en un círculo encantado que desvaneció por un tiempo la red extraña de miedo y dolor y fuego de dragón en el corazón de Jenny. Pasara lo que pasase, eso era lo que eran y lo que tenían en ese momento. Ella echó hacia atrás las oscuras ondas de su cabello y vio el temblor brillante de los ojos de Aversin detrás de los gruesos anteojos, mientras la flauta sacaba al arpa de su tristeza y la llevaba hacia danzas tan salvajes como los vientos en tiempos de cosecha. Al avanzar la tarde, la gente del fuerte se dirigió al estudio y se unió a ellos. Se sentaron donde pudieron sobre el suelo o cerca del hogar o en los alféizares profundos de las ventanas: la tía Jane y la prima Dilly y otros de la vasta tribu de los parientes femeninos de John que vivían en el fuerte; Ian y Adric; el gordo y jovial Muffle, el herrero; todo era parte de los esquemas de la vida en las Tierras de Invierno, tan aburrida desde afuera pero en realidad compleja y bien tejida como sus telas de cuadros de colores. Y Gareth se sentó entre ellos, incómodo como un loro brillante y sureño en medio de una bandada de grajos. Miraba a su alrededor con un disgusto asombrado la inquietud de la luz roja del fuego que hacía brillar momentáneamente el montón polvoriento y desordenado de libros viejos, piedras y experimentos químicos y refulgía en los ojos de los niños y hacía espejos de ámbar en los de los perros mientras se preguntaba, pensaba Jenny, cómo una búsqueda tan gloriosa como la suya podía haber terminado en un lugar como ése.

Y de vez en cuando Jenny veía cómo sus ojos se volvían a John. Había en ellos no sólo ansiedad, sino también una especie de miedo nervioso, como si lo persiguiera la culpa terrible de algo que había hecho o algo que sabía que debía hacer.

—¿Irás? —preguntó Jenny con suavidad, ya entrada la noche, mientras yacía en el nido cálido de pieles de oso y colchas tejidas, con el cabello oscuro extendido como los restos de un naufragio sobre el pecho y brazo de John.

—Si mato ese dragón para él, el rey tendrá que escucharme —dijo John en tono razonable—. Si contesto su llamada, tengo que ser su súbdito y si lo soy, si lo somos, como rey, nos debe la protección de sus tropas. Si no soy su súbdito… —Hizo una pausa mientras pensaba en lo que dirían sus palabras siguientes sobre la Ley del Reino por la que había peleado durante tanto tiempo. Suspiró y dejó la idea sin expresar.

Durante un rato, sólo el gruñido del viento arriba en la torre y el repiqueteo de la lluvia en las paredes quebraron el silencio. Pero aunque no hubiera sido capaz de ver en la oscuridad, como un gato, Jenny habría sabido que John no dormía. Tenía todos los músculos tensos, y le inquietaba el saber lo cerca que había estado del límite entre la vida y la muerte cuando peleó contra el Dragón Dorado de Wyr. Bajo su espalda, la mano de Jenny todavía podía sentir los bordes duros y rugosos de la cicatriz.

—Jenny —dijo él por fin—, mi padre me contó que su padre podía conseguir entre cuatrocientos y quinientos hombres para las milicias cuando venían los Bandidos del Hielo. Libraban duras batallas al borde del océano del norte y marchaban a quebrar los refugios de los reyes bandidos que solían atacar los caminos del este. Cuando ese grupo de bandoleros atacó el Camino del Oeste Lejano hace dos años, ¿recuerdas cuántos hombres conseguimos entre el alcalde de Camino, el alcalde de Toby y yo? Menos de cien y perdimos doce en ese combate.

Mientras meneaba la cabeza, el brillo lejano del hogar al otro lado del pequeño santuario del dormitorio atrapó una hebra de rojo de la mata de pelo de John, largo hasta los hombros.

—Jen, no podemos seguir así. Lo sabes. Nos estamos debilitando día a día. Las tierras de la ley del rey, la ley que hace que los fuertes no puedan esclavizar a los débiles, se están desvaneciendo. Cada vez que una granja desparece atacada por los lobos o los bandoleros o los Bandidos del Hielo, es un escudo menos en la pared. Cada vez que una familia se da por vencida y se va al sur para entrar en la servidumbre, siempre que lleguen, claro, los que nos quedamos somos más débiles. Y la ley misma se desvanece, porque hay cada vez menos gente que sepa por qué existe esa ley. ¿Te das cuenta de que sólo porque leí unos cuantos libros de Dotys y las páginas de la
Jurisprudencia
de Polyborus que encontré atascadas en los rincones de la torre me llaman estudioso, sabio? Necesitamos la ayuda del rey, Jen, si no queremos estar comiéndonos unos a otros en una generación. Puedo comprar esa ayuda.

—¿Con qué? —preguntó Jenny con suavidad—. ¿La carne de tus huesos? Si el dragón te mata, ¿qué va a pasar con tu gente?

Por debajo de su mejilla sintió que el hombro de él se movía.

—Podría morir a manos de los bandidos o los lobos la semana que viene…, si vamos a eso, podría caerme del viejo Osprey y romperme el cuello. —Y cuando ella rió, divertida a pesar de todo, él agregó en voz ofendida—: Es exactamente lo que le pasó a mi padre.

—Tu padre tuvo la estúpida idea de cabalgar borracho. —Ella sonrió un poco a pesar de sí misma—. Me pregunto qué hubiera pensado él de nuestro joven héroe.

John rió en la oscuridad.

—Se lo hubiera comido para el desayuno. —Después de diecisiete años, diez de ellos con Jenny, John había logrado tolerar al hombre a quien creció odiando. Ahora, se acercó a ella y la besó. Cuando habló de nuevo, la voz era tranquila—. Tengo que hacerlo, Jen. Volveré pronto.

Una ráfaga de viento particularmente fuerte azotó los viejos huesos de la torre y Jenny colocó sobre sus hombros desnudos las suaves colchas y pieles. Un mes, calculó; tal vez un poco más. Le daría una oportunidad para poner al día sus descuidadas meditaciones, seguir los estudios que había dejado tan de lado para venir al fuerte y estar con él y con los niños.

Para ser mago, hay que ser mago
, había dicho Caerdinn.
La magia es la única clave de la magia.
Sabía que no era la hechicera que él había sido, incluso cuando lo vio por primera vez, cuando él tenía ochenta y ella era una chica fea, flaca y desdichada de catorce años. A veces se preguntaba si se debía a que él era tan viejo, porque estaba tan al final de sus fuerzas cuando llegó a enseñarle a ella, la última de sus discípulas, o simplemente, porque ella no era buena. Despierta en la oscuridad, escuchando el viento o la grandeza terrible del páramo, que era peor, a veces admitía la verdad ante sí misma: lo que daba a John, lo que se descubría dando más y más a esos dos muchachitos que dormían uno en brazos del otro como cachorros, arriba, lo tomaba de la fuerza de su poder.

Todo lo que tenía para dividir entre la magia y el amor era tiempo. En unos pocos años, tendría cuarenta. Durante diez años había dispersado su tiempo, sembrándolo a los cuatro vientos como un granjero en el sol del verano, en lugar de guardarlo y volcarlo en la meditación y la magia. Movió la cabeza sobre el hombro de John y el calor de la vieja amistad se anidó en la tensión del brazo de él a su alrededor. Si lo hubiera dejado, se preguntó ¿sería tan poderosa como Caerdinn? ¿Poderosa como a veces sentía que podía ser cuando meditaba entre las piedras de su colina solitaria?

Tendría ese tiempo ahora, con la mente concentrada, sin distracciones, tiempo para trabajar y estudiar. La nieve estaría bien alta cuando John regresara.

Si regresaba.

La sombra del dragón de Wyr pareció cubrirla de nuevo, tapando el cielo cuando caía como un halcón sobre el suelo de la pista del baile de otoño en Gran Toby. El latido descompuesto de su corazón volvió a su garganta, como en ese momento en que John trató de alcanzar el aullido aterrorizado de los niños que se cubrían en el centro del lugar. El olor metálico del fuego escupido parecía quemarle de nuevo la nariz, los gritos hacían ecos en sus oídos…

Ocho metros, había dicho John. Eso quería decir que desde lo alto del hombro del dragón hasta el suelo era la altura del hombro de un hombre mientras que las ancas tenían la mitad de altura, sostenidas por todo ese peso y esa fuerza y esa velocidad.

Y de pronto, sin razón aparente, recordó el destello furtivo en los ojos de Gareth.

Después de un largo rato de silencio, dijo:

—¿John?

—Sí, amor.

—Quiero ir contigo, cuando vayas al sur.

Sintió la tensión súbita en los músculos del cuerpo tendido a su lado. Pasó casi un minuto antes de que él contestara, y oyó en su voz la lucha entre lo que quería y lo que creía mejor.

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