Vencer al Dragón (40 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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El miedo parecía flotar en el aire con las oscuras nubes de tormenta que se levantaban sobre las verdes extensiones al norte de la Pared de Nast. Había un color lívido y extraño en la luz que caía a través de las estrechas ventanas, una sensación de mal cercano que quitaba el aliento, una sensación que invadía los sueños de Jenny…

Los sueños, pensó, confusa. ¿Qué había soñado?

Le parecía recordar a Gareth y al Señor Policarpio caminando por los muros altos de la ciudadela, los dos vestidos con las túnicas negras y sueltas de los estudiantes, hablando con la vieja facilidad de su amistad interrumpida.

—Tienes que admitir que fue una calumnia muy convincente —estaba diciendo Policarpio.

—No tenía por qué creérmela con tanta facilidad —replicó Gareth con amargura.

Policarpio sonrió y sacó un catalejo de cobre de un bolsillo de sus vestidos demasiado amplios. Luego desplegó las secciones unidas para observar el cielo.

—Vas a ser Pontífice Máximo algún día, primo, así que necesitas práctica en creer cosas ridículas —dijo y luego, miró hacia el camino que llevaba al sur, como si no pudiera creer lo que veía.

Jenny frunció el ceño y recordó las marañas nebulosas de su sueño.

El rey, pensó, era el rey cabalgando por el camino hacia los campamentos de los sitiadores que rodeaban la ciudadela. Pero había algo que no estaba bien en la forma alta, tiesa y la cara como de máscara, cabalgando en la luz sulfurosa de la tormenta. ¿Un efecto del sueño?, se preguntó. ¿O era que los ojos eran en realidad amarillos…, los ojos de Zyerne?

Preocupada, se sentó en la cama y se puso la ropa. Había un cuenco de agua en un rincón de la habitación, cerca de la ventana. La superficie del agua reflejaba el cielo como un pedazo de vidrio ahumado. La mano de Jenny pasó sobre el agua; a su conjuro, vio a Morkeleb, tendido en el pequeño patio superior de la ciudadela, un cuadradito de piedra que no tenía nada adentro, excepto unos pocos manzanos resecos y un cobertizo de madera que alguna vez había guardado equipo para jardinería y ahora, como todos los demás refugios de la ciudadela, estaba lleno de libros desplazados. El dragón estaba estirado como un gato a la luz pálida del sol; los pompones enjoyados de sus antenas se movían a un lado y a otro como si olieran el tumulto en el aire y junto a él, sobre el único banco de granito del patio, estaba John.

El dragón estaba hablando.

¿Por qué esa curiosidad, Vencedor de Dragones? ¿Para saber más de nosotros la próxima vez que decidas matar a uno?

—No —dijo John—. Sólo para conocer mejor a los dragones. Tengo más limitaciones que tú, Morkeleb…, por un cuerpo que se gasta y muere antes de que la mente haya visto la mitad de lo que quiere ver, por una mente que se pasa la mitad de su tiempo haciendo lo que en realidad no querría hacer en favor de otros a los que tiene que cuidar. Tengo tanto deseo, tanta codicia de conocimiento como Jenny, como tú por el oro, tal vez más porque sé que tengo que tomar el conocimiento mientras pueda y donde pueda.

El dragón respiró con desprecio; las aletas de su nariz bordeadas de terciopelo temblaron y mostraron una onda superficial de corrientes más profundas de pensamiento; luego, desvió la cabeza. Jenny sabía que debía sentir sorpresa al poder conjurar la imagen de Morkeleb en el cuenco de agua, pero no se sorprendió; aunque no hubiera podido ponerlo en palabras, sólo en la comprensión a medias visual del habla de los dragones, sabía por qué antes había sido imposible y ahora no. Pensaba que casi hubiera podido conjurar la imagen de Morkeleb y la de todo lo que le rodeaba, sin el agua.

Durante un tiempo se quedaron callados, el hombre y el dragón, y las sombras de las cabezas de tormenta con vientres azules se movieron sobre ellos para reunirse sobre las alturas de la ciudadela. Morkeleb no era igual en el agua que cara a cara, pero era otra diferencia que sólo podía expresar un dragón. Un viento que venía en otra dirección sacudió las ramas de los árboles, que parecían coronas, y unas pocas ráfagas de lluvia tocaron el empedrado del patio debajo de ellos. Al final del patio, Jenny veía la puerta pequeña y poco llamativa, fácil de defender, que llevaba a las antecámaras de la Gruta. No era ancha, porque el comercio entre la Gruta y la ciudadela casi estaba limitado a libros y oro; en general, la mayor parte del tráfico había sido sólo conocimiento.

¿Por qué?,
preguntó Morkeleb finalmente.
Si, como dices, la tuya es una vida limitada por los problemas del cuerpo y los perímetros estrechos del tiempo, si deseas el conocimiento como nosotros deseamos el oro, ¿por qué le das lo que tienes, la mitad de todo lo que posees, a otros?

La pregunta se había alzado como una ballena desde profundidades insospechadas y John se quedó callado un momento antes de responder.

—Porque es parte de lo que es ser un ser humano, Morkeleb. Tenemos tan poco…, lo compartimos entre nosotros para que valga la pena tenerlo. Hacemos lo que hacemos porque las consecuencias de no preocuparnos por hacerlo serían peores.

La respuesta debió de tocar alguna cuerda en el alma del dragón, porque Jenny sintió, incluso a través de la visión distante, el estallido radiante de su irritación. Pero los pensamientos del dragón bajaron de nuevo a sus profundidades y se quedó quieto, casi invisible contra los colores de la piedra. Sólo sus antenas siguieron moviéndose, inquietas, como si el remolino del aire las molestara.

¿Una tormenta eléctrica?, pensó Jenny, preocupada de pronto. ¿En invierno?

—¿Jenny? —Ella levantó la vista con rapidez y vio a Policarpio de pie sobre el alto resquicio de la puerta. Primero no supo por qué, pero tembló cuando vio que el catalejo de cobre que había usado en el sueño colgaba de su cinto—. No quería despertaros…, sé que no habéis dormido mucho…

—¿Qué pasa? —preguntó ella, que oía la preocupación en la voz de él.

—Es el rey.

El estómago de Jenny se encogió como si se hubiera saltado un escalón en la oscuridad; el miedo de su sueño se endureció en ella, terriblemente real de pronto.

—Dijo que se había escapado de Zyerne…, que quería refugio aquí, que sobre todo quería hablarle a Gar. Se fueron juntos…

—¡No! —gritó Jenny, horrorizada, y el joven filósofo la miró, sorprendido. Ella se levantó de un salto y se puso la bata que había estado usando antes, con violencia, sin esperar; luego se ajustó con fuerza el cinturón—. ¡Es una trampa!

-¿Qué…?

Ella lo empujó para pasar, mientras se recogía las mangas demasiado largas sobre las manos; el aire frío y el olor del trueno la tocaron cuando salió al exterior y empezó a correr por las altas escaleras angostas. Oía a Morkeleb que la llamaba, leve y confusa la voz con la distancia; el dragón la esperaba en el patio de arriba, las escamas medio levantadas brillando inquietas en la luz enfermiza de la tormenta.

Zyerne,
dijo ella.

Sí. Acabo de verla, caminando con tu principito hacia la puerta que va a la Gruta. Estaba disfrazada del viejo rey…, ya habían pasado por la puerta cuando yo se lo dije a Aversin. ¿Es posible que el príncipe no lo supiera, como me dijo Aversin? Sé que los humanos se engañan unos a otros con las ilusiones de su magia, pero ¿hasta su propio hijo y su sobrino al que él crió pueden ser tan estúpidos como para no ver la diferencia entre lo que ven y lo que conocieron?

Como siempre, sus palabras llegaron como imágenes a la mente de Jenny: el viejo rey inclinado, murmurando, apoyado en el hombro de Gareth para sostenerse mientras caminaban por el patio estrecho hacia la puerta de la Gruta; la mirada de pena, repulsión involuntaria y culpa terrible en los ojos del muchacho…, que sentía asco y no sabía por qué.

El corazón de Jenny empezó a golpear con fuerza.

Saben que el rey estuvo enfermo,
dijo.
Sin duda Zyerne contaba con que ellos disculparan cualquier fallo en la memoria. Irá a la Piedra a sacar poder y pagará con la vida de Gareth. ¿Dónde está John? Tiene que…

Fue tras ellos.

¿QUÉ?
Como un dragón, la palabra surgió sólo como una fuente ardiente de rabia y de incredulidad.
Se hará matar.

Seguramente lo vencerán,
dijo Morkeleb con cinismo.

Pero Jenny no se quedó a esperar. Ya estaba corriendo por las angostas escaleras hacia el patio inferior. Los adoquines del suelo eran desiguales y estaban muy gastados, con las pequeñas lentejuelas de la lluvia pasajera brillando sobre ellos como cuentas de plata sobre un tejido complejo; la dureza de la roca le lastimó los pies en la carrera hacia la puertecita poco visible.

Rechazó con fuerza las palabras del dragón.

Espérame aquí. Si llega a la Piedra, tendrá todo el poder…, nunca podré vencerla como antes. Debes cogerla cuando salga…

Es la Piedra lo que me ata aquí,
replicó la voz amarga del dragón en su mente.
Si la alcanza, ¿qué te hace pensar que podré hacer otra cosa que su voluntad?

Sin contestar, Jenny abrió la puerta de un golpe y se lanzó por las antecámaras oscuras de las entrañas de la tierra.

Las había visto la mañana anterior, cuando pasó por ellas con los gnomos que habían ido a buscar a John, Gareth y Trey desde el otro lado de la Gruta. Había varias habitaciones que se usaban para el comercio y los negocios y luego un depósito, cuyas paredes estaban talladas hasta tres cuartos de su altura en el hueso vivo de la montaña. Las ventanas, muy arriba bajo los techos abovedados, dejaban pasar una luz sombría y azul en la que Jenny vio las anchas puertas de la Gruta misma, cerradas y ajustadas con bronce y cubiertas con barras macizas y trabas de hierro.

Esas puertas todavía estaban cerradas, pero la puerta pequeña, apenas del tamaño de un hombre, estaba abierta. Al otro lado, sólo oscuridad y el olor frío de la roca, el agua y la podredumbre. Jenny se subió la túnica, trepó sobre el alféizar ancho y siguió adelante, los sentidos extendidos más allá, como un dragón, los ojos buscando las runas de plata que había escrito en las rocas el día anterior para marcar el camino.

El primer pasaje era ancho y alguna vez había sido agradable: con fuente y piletas a lo largo de sus paredes. Ahora, algunas estaban rotas, otras atascadas por los meses de abandono; el musgo las cubría y el agua corría brillante por las paredes y por la piedra bajo los pies de Jenny y se deslizaba, fría, por sus tobillos. Mientras caminaba, su mente examinaba la oscuridad adelante; volvió por el camino que había hecho el día anterior y se detuvo una y otra vez para escuchar. El camino pasaba cerca de los Lugares de Curación, pero no a través de ellos; en algún lugar, tendría que doblar y buscar por pasadizos sin marcar.

Así que sentía el aire, buscando el tintineo vivo de la magia que marcaba el corazón de la Gruta. Tenía que estar más abajo, pensaba, abajo y a su izquierda. La mente volvía una y otra vez a las palabras de Mab sobre un paso en falso y la muerte por hambre en los laberintos oscuros. Si se perdía, se dijo, Morkeleb podría oírla y guiarla…

Pero no si Zyerne alcanzaba la Piedra, pensó de pronto. El poder y el deseo de la Piedra estaban hundidos en la mente del dragón. Si Jenny se perdía, y Zyerne alcanzaba la Piedra y obtenía el control sobre Morkeleb, no volvería a ver la luz del día.

Se apresuró; pasó por las puertas que se habían cerrado para defender la ciudadela desde la Gruta, todas abiertas ahora por Gareth y el que él suponía que era el rey. Junto a la última de ellas, vio los sacos de pólvora de los que había hablado Balgud, esa defensa final en la que había puesto tanta fe. Más allá había una bifurcación de caminos, y ella se detuvo de nuevo bajo un arco tallado como una boca monstruosa, con estalactitas de marfil en la mueca de una encía arrugada de granito color salmón. Su instinto le decía que ése era el lugar…, dos túneles salían del principal, los dos hacia abajo, los dos a la izquierda. Un poco más abajo en el más cercano, junto al ruidito del agua que salía de un caño roto, una pisada húmeda marcaba la piedra que bajaba en una ladera empinada.

John,
adivinó ella, porque la huella era de un pie que se había arrastrado un poco. Más adelante por ese mismo camino, vio la marca de una bota más seca, más estrecha y de forma distinta. Vio las huellas de nuevo, secas hasta ser apenas una mancha de humedad en los primeros peldaños de una escalera estrecha que se retorcía como un sendero subiendo una colina sembrada de enormes hongos de piedra en una caverna llena de ecos, más allá de las mansiones de alabastro negro de los gnomos, hacia una puerta estrecha en una pared. Jenny escribió una runa junto a la puerta y siguió adelante, a través de una grieta en la roca cuyas paredes podía tocar con los brazos extendidos, siempre hacia abajo, hacia las entrañas de la tierra.

En el peso agobiante de la oscuridad, vio el temblor leve de una luz amarilla.

No se atrevió a llamar; siguió adelante sin ruido. El aire era más tibio allí, antinatural en esos abismos húmedos; sintió las vibraciones sutiles de la magia viva que rodeaba la Piedra. Pero ahora había algo malsano en el aire, como el primer olor de la podredumbre en la carne envejecida o el verde lívido que sus ojos de dragón habían visto en el agua envenenada. Comprendió entonces que Mab tenía razón y Balgud estaba equivocado. La Piedra estaba sucia. Los hechizos que se habían fabricado con su fuerza se deterioraban lentamente, pervertidos por los venenos destilados por la mente de Zyerne.

Al final de una habitación triangular del tamaño de una docena de graneros, encontró una antorcha que se extinguía cerca del pie de una escalera de peldaños muy planos. La puerta de hierro al final estaba entreabierta y sin trabar y atravesado en el umbral estaba John, inconsciente, mientras las babosas de la basura le olisqueaban ya la cara y las manos.

Más allá, en la oscuridad, Jenny oyó la voz de Gareth que gritaba:

—¡Basta! —Y el murmullo malvado, dulce de la risa de Zyerne.

—Gareth —respiró la voz suave—, ¿alguna vez creíste de verdad que podrías detenerme?

Sacudida ahora con un frío que parecía cristalizarse en la médula de sus huesos, Jenny corrió hacia delante, al corazón de la Gruta.

Los vio, a través del bosque de pilares de alabastro, bajo las sombras nerviosas de la antorcha de Gareth que se sacudía sobre la puntilla blanca de piedra que bordeaba la pista de baile abierta. La cara del muchacho parecía blanca como la de un muerto contra la túnica de estudiante que usaba, negra, basta; los ojos le brillaban con el terror de pesadilla de cada sueño, cada encuentro con la amante de su padre y el conocimiento de su propia debilidad terrorífica. En la mano derecha tenía la alabarda que John había estado usando como bastón. John debía de haberle avisado que quien lo acompañaba era Zyerne antes de caer, pensaba Jenny. Al menos Gareth tiene un arma. Pero si era capaz de usarla o no era otro problema.

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