La Piedra parecía brillar en el centro de la pista de baile, de ónix, hundida en la oscuridad brillante con una luz enfermiza de cadáver que le era propia. La mujer que había frente a ella estaba radiante, hermosa como la Muerte que dicen que camina en el mar en épocas de tormenta. Parecía más joven que nunca a los ojos de Jenny, con la fragilidad virginal de una niña que era al mismo tiempo una armadura contra la desesperación de Gareth y un arma para desgarrar su carne si no su alma. Pero hasta en esa forma delicada había algo nauseabundo en ella, como mazapán envenenado…, una sensualidad apabullante, corrupta. Un viento que Jenny no sentía parecía levantar el suave cabello oscuro de Zyerne y las mangas de la camisa frágil y blanca que era todo lo que llevaba. Jenny se detuvo en el borde del claro del bosque de piedra y se dio cuenta de que estaba viendo a Zyerne como había sido antes, cuando apareció por primera vez en ese lugar, una niña nacida para ser maga que había corrido por esos pasillos sin luz buscando poder como ella lo había buscado en el norte lluvioso; tratando, como ella, de sobreponerse a su manera a la falta de ese poder.
Zyerne rió; la boca dulce se partió para mostrar perlas de dientes.
—Es mi destino —murmuró y las manos pequeñas acariciaron el brillo negro azulado de la Piedra—. Los gnomos no tenían derecho a guardarla para ellos. Ahora es mía. Estaba escrito que sería mía desde los comienzos del mundo. Como tú.
Extendió las manos y Gareth susurró:
—No. —Tenía la voz débil y desesperada mientras el deseo le mordía la carne.
—¿Qué es ese
no
? Estás hecho para mí, Gareth. Hecho para ser rey. Hecho para ser mi amor. Hecho para ser el padre de mi hijo.
Como un fantasma en un sueño, Zyerne se deslizó hacia él sobre la negrura aceitada de la gran pista. Gareth la amenazó con la antorcha, pero ella sólo volvió a reír y ni siquiera retrocedió. Sabía que él no tenía el valor de tocarla con la llama. Él caminó de lado con la alabarda en la mano, pero Jenny veía que tenía la cara cubierta de sudor. Le temblaba todo el cuerpo cuando buscó la última fuerza que le quedaba para cortarla cuando se acercara lo suficiente…, luchando por mantener la decisión de hacerlo contra el deseo de arrojar el arma y apretarla entre sus brazos.
Jenny se adelantó desde el claro de alabastro en un brillo de luz azul de magia y su voz cortó el aire palpitante como un cuchillo que desgarra una tela.
—¡ZYERNE! —gritó y la hechicera giró en redondo, los ojos amarillos como los de un diablo con forma de gato en el brillo blanco de la luz, como la otra vez, en los bosques. El hechizo que había echado sobre Gareth desapareció, y en ese instante, él le arrojó la alabarda con todas sus fuerzas.
Zyerne hizo el hechizo de desviación casi con desprecio y el arma chilló y crujió sobre el piso de piedra. Luego ella se volvió de nuevo hacia Gareth y levantó la mano, pero Jenny se adelantó —la rabia giraba a su alrededor como humo de leña y fósforo— y envió contra Zyerne una soga de fuego que surgió, fría, de la palma de su mano.
Zyerne la arrojó lejos y la soga cayó, silbando sobre el suelo negro. Los ojos amarillos ardieron con luz de mal.
—Tú —murmuró—, te dije que conseguiría la Piedra y te dije lo que haría contigo cuando la tuviera, perra ignorante. Voy a pudrirte los huesos por lo que me hiciste.
Un hechizo de invalidez y ruina golpeó como un rayo en el aire cerrado de la caverna y Jenny se acobardó. Sentía que todas sus defensas se encorvaban y se torcían. El poder que empuñaba Zyerne era como un peso; la sombra vasta que Jenny había sentido antes se convirtió ahora en el peso de la tierra apoyado en el lugar de su cuerpo en que el poder la había golpeado. Jenny arrojó ese peso lejos de sí y se deslizó escapando; pero durante un segundo se quedó sin fuerzas para nada más. Un segundo hechizo la golpeó y un tercero, que le mordió los músculos y los órganos del cuerpo, humeando en el borde de su túnica. Jenny sintió que algo se quebraba en su interior y mordió el gusto de la sangre en su boca; la cabeza le latía, le ardía el cerebro y todo el oxígeno del mundo era insuficiente en sus pulmones. Bajo esos golpes terribles, ya no podía hacer otra cosa que defenderse; no podía arrancar de sí misma un contra hechizo, nada que detuviera la pelea. Y todo el tiempo, sentía la forma en que se tejían los hechizos de muerte: perversiones hinchadas y terribles de lo que ella misma había tejido alguna vez, que volvía como una venganza a aplastarla con sus propias palabras. Sintió la mente de Zyerne llena del poder de la Piedra, cavando como una aguja negra de dolor en la suya; sintió las garras de una esencia envenenada y viciosa que buscaba su consentimiento.
¿Y por qué no?,
pensó ella. Como el fango negro de pústulas que estallan, todo su odio a sí misma flotó a la luz. Había matado a otros más débiles que ella, había odiado a su maestro, había usado a un hombre que la amaba para su placer y había abandonado a los hijos de su cuerpo, había abandonado su derecho de nacimiento al poder por miedo y por pereza. Su cuerpo gritaba y su voluntad para resistir las agonías cada vez mayores se debilitaba frente a la embestida ardiente de la mente. ¿Cómo podía esperar vencer el mal de Zyerne cuando ella misma era mal sin siquiera la excusa de la grandeza de Zyerne?
La rabia le golpeó como la lluvia helada de las Tierras de Invierno y reconoció lo que le pasaba: era un hechizo. Como un dragón, Zyerne engañaba con la verdad, pero era un engaño de todos modos. Levantó la vista y vio esa cara perfecta, malvada sobre la suya, los ojos amarillos llenos de fuego y satisfacción. Levantó las frágiles muñecas mientras los huesos de las manos le ardían como los de una vieja en una noche de invierno; pero forzó sus manos a cerrarse.
¿Grandeza?,
gritó su mente, dividiéndose de nuevo a través de la niebla de dolor y hechizo.
Sólo tú te ves grande, Zyerne. Sí, soy mala y débil y cobarde pero, como un dragón, sé lo que soy. Tú eres una criatura de mentiras, de venenos, de miedos pequeños y mezquinos y eso es lo que te matará. No importa si yo muero o no, Zyerne; tú serás la que traerá tu propia muerte a tu cuerpo, no por lo que haces sino por lo que eres.
Sintió que la mente de Zyerne retrocedía ante esas palabras. Con un movimiento furioso, Jenny quebró el dominio brutal de aquella mente sobre la suya. En ese momento, alguien le separó las manos. De rodillas, miró hacia arriba, a través de la maraña de su pelo y vio cómo la cara de la encantadora se ponía lívida. Zyerne aulló:
—¡Tú! Tú… —Con una obscenidad desgarradora, el cuerpo entero de la maga se envolvió en los harapos de calor y fuego y poder. Jenny, que se dio cuenta de pronto que el peligro era más contra su cuerpo que contra su alma, se arrojó al suelo y rodó para apartarse de ella. En la mezcla arremolinada de calor y poder había una criatura que Jenny nunca había visto antes, horrible, deforme, como si una cucaracha gigante de las grutas se hubiera cruzado con un tigre. Con un grito ronco, la cosa se arrojó sobre Jenny.
Jenny rodó para apartarse del toque de las patas, afiladas como navajas. Oyó que Gareth gritaba su nombre, pero no con terror como hubiera hecho hacía un tiempo, y por el rabillo del ojo, lo vio pasarle la alabarda a las manos por el suelo resbaladizo como el vidrio. Ella cogió el arma justo a tiempo para detener el segundo ataque. El metal de la hoja crujió sobre las mandíbulas terribles mientras el peso enorme de la cosa arrojaba a Jenny contra la Piedra negra azulada. Luego, la cosa se volvió y retrocedió sobre sus huellas como había hecho Zyerne esa noche en el claro del bosque y en su mente, a Jenny le pareció oír la voz distante de la encantadora que aullaba:
—¡Ya verás! ¡Todos lo verán!
La cosa se escurrió por la selva de alabastro, buscando los túneles negros que llevaban a la superficie.
Jenny empezó a levantarse para seguirla y cayó a los pies de la Piedra. El cuerpo le dolía en cada miembro, cada músculo; sentía la mente masacrada por la crueldad desgarrante de los hechizos de Zyerne, sangrante todavía por su propia aceptación de lo que era. La mano, que ahora veía sobre el puño de la alabarda, ya no parecía parte de ella, aunque para su sorpresa veía que estaba todavía en la punta del brazo y unida a su cuerpo; los dedos castaños estaban cubiertos de cortes, algún ataque que ni siquiera había sentido en su momento. Gareth se inclinaba sobre ella con la antorcha mojada en la mano.
—Jenny, despertad,
por favor,
Jenny. No quiero ir detrás de eso yo solo.
—No —logró murmurar ella y tragó sangre. Algún instinto le dijo que la lesión que había en su interior se había cerrado, pero se sentía descompuesta y seca. Trató de ponerse de pie y cayó. Vomitó. Sintió que las manos del muchacho la sostenían a pesar de que temblaban de miedo. Después, vacía y helada, se preguntó si se desmayaría y se dijo a sí misma que no debía hacerse la tonta.
—Va a buscar a Morkeleb —murmuró y se levantó de nuevo, como pudo, el cabello negro colgándole sobre la cara—. El poder de la Piedra domina al dragón. Y podrá regir su mente como no pudo regir la mía.
Se puso de pie del todo. Gareth la ayudó con tanta suavidad como podía y le levantó la alabarda.
—Tengo que detenerla antes de que salga de las cavernas. He vencido a su mente. Mientras los túneles pongan un límite a su tamaño, tal vez pueda vencer su cuerpo. Quédate aquí y ayuda a John.
—Pero… —empezó Gareth. Ella se soltó de sus manos y se alejó hacia el umbral oscuro en una carrera interrumpida por traspiés.
Más allá del umbral, los hechizos de confusión y pérdida se tejían en la oscuridad. Las runas que había trazado mientras seguía a John ya no estaban allí y durante unos momentos, la oscuridad sutil de la magia de Zyerne llenó su mente y la ahogó. De pronto, todos esos caminos velados parecían iguales. El pánico subió a la garganta de Jenny, le pareció ver la imagen de sí misma vagando para siempre en la oscuridad; luego, la parte de ella que había encontrado el camino en los bosques de las Tierras de Invierno, dijo:
Piensa; piensa y escucha.
Dejó salir la magia de su mente y miró a su alrededor en la oscuridad; con su instinto de mujer de los bosques, había mirado cuidadosamente la ruta mientras marcaba las runas, había visto cómo se veían las cosas al venir del otro lado. Extendió sus sentidos a través del dominio fantasmagórico de piedra tallada, escuchando los ecos que se cruzaban una y otra vez en la negrura. Oyó el murmullo casi mudo de la voz de John que hablaba con Gareth de las puertas que los gnomos habían pensado asegurar y el roce agudo de quitina sucia en algún lugar, más adelante. Su conciencia se hizo más profunda y oyó a los gusanos de las cuevas que resbalaban, huyendo asustados de un gusano más grande. Luego, empezó la persecución con rapidez.
Le había dicho a Morkeleb que cuidara la puerta exterior. Esperaba que el dragón hubiera tenido el sentido común de no hacerlo, pero eso importaba poco en realidad. El poder de la Piedra estaba en Zyerne…, de ese poder había sacado las reservas más profundas de su fuerza, sabiendo que, cuando tuviera que pagar por eso, tendría muchas vidas a su disposición para hacerlo. El poder de la Piedra estaba en la mente de Morkeleb, más fuerte ahora que cuando esa mente y la de Jenny se habían tocado. Con el dragón como esclavo de Zyerne, la ciudadela se rendiría y la Piedra sería de Zyerne para siempre.
Jenny se apresuró todavía más. Trotó y sintió que el movimiento le quebraría los huesos. Sus pies desnudos salpicaban al caminar sobre el agua de las cavernas; sonaban como un golpeteo suave entre las formas amenazantes de la oscuridad de piedra caliza; Jenny sentía las manos congeladas alrededor del puño de la alabarda. No sabía cuánta ventaja le llevaba Zyerne ni lo rápido que podía viajar esa abominación en la que se había convertido. Zyerne no tenía poder sobre ella pero Jenny tenía miedo de encontrarla y tener que medir su cuerpo contra ese otro cuerpo monstruoso. Una parte de su mente pensó con agudeza que John debería haber estado a cargo de eso y no ella; encargarse de los monstruos no era su especialidad. Sonrió con amargura. Mab tenía razón: había otros males en esa tierra, además de los dragones.
Pasó por una ladera de hongos de piedra, un arco de dientes como dagas grotescas. El corazón le latía con fuerza y el cuerpo congelado le dolía con la ruina que Zyerne había conjurado en él. Corrió junto a los cerrojos y las barras en las que los gnomos habían puesto tanta fe, consciente de que llegaba demasiado tarde.
En la penumbra azul de los arcos bajo la ciudadela, encontró muebles caídos y esparcidos por todas partes y se obligó a ir más rápido con la fuerza de la desesperación. Vio un reflejo de la luz febril del día a través de un umbral; el hedor de la sangre la golpeó en la nariz cuando tropezó y al mirar hacia abajo, vio el cuerpo decapitado de un gnomo en un lago de sangre tibia a sus pies La última habitación de la parte inferior de la ciudadela era un matadero. Hombres y gnomos yacían allí y sobre el umbral que daba hacia afuera: los vestidos negros empapados en sangre; el aire cerrado de la habitación apestaba por la sangre coagulada que había salpicado las paredes y hasta el techo. Desde detrás del umbral le llegaron los gritos y el hedor de carne quemada; tropezando a través de la masacre, Jenny gritó:
¡Morkeleb!
Arrojó la música del nombre del dragón como una soga en el vacío. La mente del dragón tocó la suya y el peso terrible de la Piedra los ahogó a los dos.
La luz brilló en los ojos de Jenny. Trepó sobre los cuerpos del umbral y se quedó de pie, parpadeando un instante en el patio inferior mientras miraba a su alrededor las piedras chamuscadas y cubiertas con un barro seco de sangre. Frente a ella se agachaba la criatura, más grande e infinitamente más horrenda a la luz del día gris y tormentoso, metamorfoseada en algo que era como una hormiga con alas, pero sin la gracia compacta de una hormiga. Serpiente, escorpión, escualo, avispa, era todo lo horrible, pero nada en sí misma. La risa aullido que llenó su mente era la de Zyerne. Era la voz de Zyerne la que oyó, llamando a Morkeleb como había llamado a Gareth y al poder de la Piedra: un nudo cada vez más ajustado en la mente del dragón.
Morkeleb estaba agachado e inmóvil contra la rampa más lejana del patio. Tenía las espinas y escamas levantadas para la batalla, pero a la mente de Jenny no llegaba otra cosa que una agonía desgarradora. El peso terrible, sombrío de la Piedra desgarraba la mente del animal, un poder construido generación tras generación, fermentado en sí mismo y dirigido por Zyerne contra el dragón, conjurándolo, exigiéndole que cediera. Jenny sintió que la mente del dragón era un nudo de hierro contra la orden imperiosa y sintió el momento en que el nudo se fisuraba.