Vencer al Dragón (43 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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La mente de Jenny se curó con más lentitud. Las heridas de la batalla con Zyerne siguieron abiertas. La peor era la conciencia de haber abandonado el derecho al poder que tenía desde su nacimiento, no a causa del destino que le había negado la habilidad ni de las circunstancias que la habían alejado de la educación necesaria, sino a causa de su propio miedo.

Son tuyos con sólo extender la mano,
había dicho Morkeleb.

Ella sabía que siempre había sido así.

Volviendo la cabeza desde las sombras del cobertizo lleno de libros, veía al dragón, acostado en el débil sol del patio, una cobra negra con la cabeza tallada y levantada, las antenas inquietas, escuchando el viento. Sentía el alma raspada y manchada con la mente y el alma del dragón y la vida enredada en las cuerdas de cristal del ser de Morkeleb.

Una vez le preguntó por qué se había quedado en la ciudadela a curarla.

La Piedra está rota…, los lazos que te ataban a este lugar ya no existen.

Sintió que la rabia enroscada dentro del ser del dragón se movía un poco.

No sé, mujer maga. No podrías haberte curado a ti misma…, yo no quería verte herida para siempre.

Las palabras estaban manchadas no sólo con rabia sino con el recuerdo del miedo y con una especie de vergüenza.

¿Por qué?,
le preguntó ella.
Dijiste muchas veces que los asuntos de la humanidad no son nada para los dragones.

Las escamas del dragón crujieron levemente al levantarse y luego, con un murmullo seco, se acomodaron de nuevo. Los dragones no mienten, pero ella sintió que la masa de la mente de él se cerraba para ella.

Y no lo son. Pero desde que me curaste y compartiste conmigo la canción del oro en la Gruta, he sentido moverse en mí cosas que no comprendo. Mi poder despertó el poder en ti, pero no sé qué es eso que hay en ti que despertó su reflejo en mí porque no es cosa de dragones. Me dejó sentir la garra de la Piedra mientras volaba hacia el norte, un deseo y un dolor que antes era sólo mi propio deseo. Ahora, por eso, no quiero verte lastimada, no quiero que mueras como mueren los humanos. Quiero que vengas conmigo al norte, Jenny; quiero que seas un dragón con el poder que siempre buscaste. Lo quiero tanto como he querido siempre el oro de la tierra. No sé por qué. ¿Y no es eso lo que tú también quieres?

Pero Jenny no le contestó.

Mucho antes de que pudiera levantarse, John se arrastró por los escalones hasta el patio superior para verla, se sentó junto a ella en el estrecho jergón improvisado en su pequeño refugio, le pasó la mano por el cabello como solía hacer en el fuerte en esas noches que ella venía a pasar con él y con sus hijos. Hablaba de cosas sin importancia: de la forma en que se desmantelaban los ejércitos del sitio y del regreso de los gnomos a la Gruta, de los actos de Gareth y de la colección de libros que se llevarían al norte; no le pedía nada: ni palabras ni una decisión ni un pensamiento. Pero a ella le parecía que el toque de sus manos era más amargamente doloroso que todos los hechizos de ruina de Zyerne.

Había tomado su decisión, pensó, hacía diez años cuando se encontraron por primera vez, y había vuelto a tomarla todos los días desde entonces. Pero había otra opción y siempre la había habido. Sin volver la cabeza, sentía los pensamientos que se movían detrás de las profundidades diamantinas de los ojos vigilantes de Morkeleb.

Cuando John se levantó para irse, ella puso una mano sobre la manga de su capa negra y gastada.

—John —dijo con calma—. ¿Harás algo por mí? Envía un mensaje a Mab y pídele que elija los mejores libros de magia que conozca, de los gnomos y de los hombres, para llevarlos al norte.

Él la miró un momento, allí, tendida sobre la paja del estrecho jergón que había sido ya por cuatro noches su cama solitaria, el cabello negro y descuidado colgando sobre la blancura de su camisa.

—¿No preferirías elegirlos tú, amor? Al fin y al cabo, tú eres la que va a usarlos.

Ella meneó la cabeza. La espalda de John daba hacia la luz del patio abierto y ella no veía sus rasgos a contraluz; quería estirar la mano y tocarlo pero por alguna razón no podía hacerlo. En una voz fría como la plata, explicó:

—La magia del dragón está en mí, John; no es cosa de libros. Los libros son para Ian, cuando conozca sus poderes.

John no dijo nada por un momento. Ella se preguntó si él también habría notado eso en su hijo mayor.

—¿No estarás allí para enseñarle? —preguntó finalmente John con voz débil.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé, John —murmuró—. No lo sé.

Él hizo un movimiento como para apoyarle la mano en el hombro y ella dijo:

—No. No me toques. No lo hagas más difícil para mí.

Se quedó de pie un momento más frente a ella, mirándola a los ojos. Luego, obediente, se volvió en silencio y abandonó el refugio.

Cuando llegó el día fijado para la partida hacia el norte desde la ciudadela, ella aún no había tomado una decisión. Era consciente de la mirada de John cuando él pensaba que ella no lo estaba observando; consciente de su propio agradecimiento hacia él por no usar la única arma que él sabía que podría hacerla quedarse con él: nunca le habló de los hijos. Pero por las noches, también era consciente de la figura de cobra negra del dragón, brillante a la luz de la luna sobre el patio superior o girando en el cielo negro con las frías estrellas del invierno temblando sobre sus espinas, como si hubiera volado a través del corazón de la galaxia y vuelto con toda su luz esparcida sobre el cuerpo.

La mañana de la partida era clara, aunque muy fría. El rey cabalgó desde Bel para despedirlos, rodeado por una tropa de cortesanos que miraban a John con miedo y respeto, como si se estuvieran preguntando cómo se habían atrevido a burlarse de él y por qué él no los había matado a todos. También estaban Policarpio y Gareth y Trey, cogidos de la mano como dos chicos de escuela. Trey había hecho teñir de nuevo su cabello, dorado y borgoña, y habría sido impresionante si se hubiera peinado en el estilo elaborado de la corte en lugar de en dos trenzas simples como las de una niña sobre la espalda.

Habían traído con ellos una larga hilera de caballos y mulas, cargadas con suministros para el viaje y también los libros por los que John había arriesgado tan alegremente la vida. John se arrodilló frente al viejo desvaído, vago, alto, y le agradeció y le juró fidelidad mientras Jenny, vestida en su capa descolorida, como una norteña, se quedaba de pie a un lado; ella se sentía curiosamente lejos de todos ellos mientras observaba cómo el rey revisaba una y otra vez los rostros de los cortesanos que lo rodeaban con el aire de alguien que busca a otro pero ya no recuerda bien a quién.

El rey dijo a John:

—¿Ya os vais? ¿Pero no fue ayer que os presentasteis?

—Será un largo camino hasta casa, señor. —John no mencionó la semana que había pasado esperando el permiso del rey para combatir al dragón…, era evidente que el viejo recordaba muy poco de las semanas anteriores, si es que recordaba algo—. Es mejor que me vaya antes de que vengan las nevadas fuertes.

—Ah. —El rey asintió vagamente y se volvió, inclinado sobre los brazos de su alto hijo y su sobrino, Policarpio. Después de un paso o dos, se detuvo con el ceño fruncido como si algo estuviera surgiendo de su memoria y se volvió hacia Gareth—. Este Vencedor de Dragones…, mató al dragón después de todo, ¿verdad?

No había forma de explicarle todo lo que había pasado ni cómo la ley había vuelto a ser impuesta en el reino, salvada de la forma correcta, así que Gareth dijo simplemente:

—Sí.

—Bien —dijo el viejo, asintiendo su aprobación con debilidad—. Bien.

Gareth le soltó el brazo; Policarpio, como Señor de la ciudadela y anfitrión, lo llevó a descansar y los cortesanos partieron tras él como un cardumen de peces ornamentales de colores brillantes. Tres figuras pequeñas, encorvadas se separaron de ellos; las batas de seda crujieron en los vientos congelados que bajaban del cielo nuevo y suave.

Balgub, el nuevo señor de la Gruta de Ylferdun, inclinó la cabeza; con la tensión de quien no tiene por costumbre expresarse en palabras, dio las gracias a lord Aversin, Vencedor de Dragones, aunque no dijo por qué.

—Bueno, no podía decirlo, ¿no os parece? —hizo notar John mientras los tres gnomos salían del patio siguiendo la corte del rey. Sólo la señora Mab había mirado a Jenny y le había guiñado un ojo. John continuó—: Si viniera y me dijera: «Gracias por hacer estallar la Piedra», eso sería admitir que estaba equivocado en cuanto a que Zyerne podía envenenarla.

Gareth, que todavía estaba de pie con la mano de Trey entre las suyas, rió con fuerza.

—¿Sabéis?, creo que lo admite en su corazón, aunque tal vez nunca nos perdone del todo por haberla destruido. Al menos, me trata bien en el consejo…, lo cual vale la pena porque voy a tener que vérmelas con él durante mucho tiempo.

—¿Sí? —Un fulgor de intenso interés bailó en los ojos de John.

Gareth se quedó en silencio un momento, tocando la puntilla dura de su puño, sin mirar a John. Cuando volvió a levantar la vista, tenía la cara cansada y triste.

—Pensé que sería otra cosa —dijo—. Pensé que después de que Zyerne muriera, estaría bien. Y está mejor, en serio. —Hablaba como un hombre que trata de convencerse a sí mismo de que una estatua remendada es tan hermosa como antes de romperse—. Pero está…, está tan olvidadizo. Badegamus dijo que no recuerda edictos que ha hecho de un día a otro. Cuando estuve en Bel, hicimos un consejo, Badegamus, Balgub, Policarpio, Dromar y yo, para decidir lo que vamos a hacer; luego yo le digo a papá que lo haga…, o le recuerdo que eso era lo que iba a hacer y él finge que lo recuerda. Sabe que está olvidadizo aunque no recuerda muy bien por qué. A veces, se despierta en la noche y grita el nombre de Zyerne o el de mi madre. —La voz del joven se detuvo un segundo, insegura—. Pero, ¿y si nunca se recupera?

—Y si nunca se recupera, ¿qué? —replicó John con suavidad—. El reino será tuyo de todos modos algún día, héroe. —Se volvió y empezó a ajustar las cinchas de las mulas, preparándolas para la caminata hacia abajo por la ciudad para tomar el camino del norte.

—¡Pero no ahora! —Gareth lo siguió; las palabras formaban nubecitas blancas en el frío de la mañana—. Quiero decir…, nunca tendré tiempo para mí… Hace meses que no trabajo en ninguna poesía, que no trato de completar esa variante sureña de la balada de Amara Damaguerrera…

—Habrá tiempo, más adelante. —El Vencedor de los Dragones hizo una pausa, la mano sobre el cuello arqueado de Martillo de Batalla, el regalo que Gareth le había hecho al partir—. Será más fácil más adelante cuando los hombres vengan a verte directamente a ti y no a tu padre.

Gareth meneó la cabeza.

—Pero no será lo mismo.

—¿Es que alguna vez es lo mismo?

John se movió por la línea de caballos y mulas, ajustando cinchas, controlando las tiras que sujetaban los paquetes de libros: volúmenes de curación, las obras de Anacetus sobre demonios mayores y menores, el
Dador del Fuego
de Luciardo, libros sobre ingeniería y sobre la ley, escritos por gnomos y por hombres. Gareth lo siguió en silencio mientras digería la idea de que él era ahora, en realidad, el Señor de Bel, con las responsabilidades del reino —para las cuales lo habían preparado académicamente bajo el título mental de «algún día»— arrojadas de pronto sobre sus hombros, que no las querían. Como John, pensó Jenny con lástima, tendría que dejar de lado la búsqueda del conocimiento, ese verdadero amor, y dedicarse a lo que debía, a su pueblo. Sólo podría volver a esa búsqueda de tanto en tanto. La única diferencia era que su reino estaba en paz y que John era un año menor cuando el peso cayó sobre él.

—¿Y Servio? —preguntó John con gentileza, mirando a Trey.

Ella suspiró y se las arregló para sonreír.

—Todavía pregunta por Zyerne —dijo con suavidad—. Realmente la amaba, ¿sabéis? Sabe que está muerta y trata de fingir que recuerda que murió como yo le dije, cayéndose de un caballo… Pero es extraño. Está más amable ahora. Nunca será considerado, por supuesto, pero ya no es tan rápido ni tan inteligente y creo que hiere menos a los demás. Ayer se le cayó una taza durante el almuerzo…, está muy torpe ahora, y hasta se disculpó conmigo. —Hubo una cierta mueca en su sonrisa, tal vez para cubrir las lágrimas—. Recuerdo que antes no sólo me hubiera culpado sino que habría conseguido que yo me culpara a mí misma.

Ella y Gareth habían estado siguiendo a John por la línea de bestias, con las manos todavía unidas; las faldas rosadas de la muchacha, brillantes contra el gris peltre de la mañana congelada. Jenny, de pie, lejos, escuchaba sus voces pero sentía como si estuviera viéndolos a través de un vidrio: eran parte de una vida de la que estaba a medias separada, a la que no tenía que volver a menos que lo decidiera. Y todo el tiempo, su mente escuchaba el cielo, oía con extraña claridad las voces del viento alrededor de las torres de la ciudadela, buscando algo…

Vio la mirada de John, y vio cómo la preocupación cavaba una línea entre sus cejas; algo se retorció y ardió en su corazón.

—¿Tenéis que iros? —preguntó Gareth, con duda, y Jenny, que sentía como si le hubieran leído el pensamiento, levantó la vista, pero era a John a quien hablaba el príncipe—. ¿No podríais quedaros conmigo, aunque fuera un tiempo? Llevará un mes preparar las tropas para el norte… podríais tener un lugar en el consejo. No…, no puedo hacer esto solo.

John meneó la cabeza, inclinado sobre el lomo de la mula Clivy.

—Ya estás haciéndolo solo, héroe. Y en cuanto a mí, tengo mi propio reino que atender. Ya he estado fuera demasiado tiempo, en realidad. —Miró a Jenny como preguntándole algo, pero ella desvió la mirada.

El viento se agitó alrededor de los dos, corrientes cruzadas movieron la capa y el cabello de Jenny como el aleteo de un pájaro gigante. Ella levantó la vista y vio la forma del dragón que bajaba del cielo gris cobalto de la mañana.

Dio la espalda a la caravana reunida en el patio sin decir una palabra y corrió hacia la escalera estrecha que llevaba a los muros. La forma oscura colgaba como un barrilete negro sobre el viento, la voz suave era una canción en la mente de Jenny.

Por mi nombre, me ordenaste que me fuera, Jenny Waynest,
dijo él.
Ahora que tú te vas, yo también parto. Pero por tu nombre, te pido que me sigas. Ven conmigo a las islas de los dragones en los mares del norte. Ven conmigo y sé uno de nosotros, ahora y para siempre.

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