Como un cambio en su percepción, se dio cuenta de la presencia del dragón, acostado sobre el escalón más bajo. Al verla, él se levantó y se estiró como un gato: de la nariz hacia la cola y las puntas temblorosas de las alas; las espinas y los cuernos brillaron en la penumbra grisácea.
Envuélvete bien, mujer maga. Los aires superiores son fríos.
Volvió a sentarse sobre sus ancas y estiró la pata delantera con cuidado. Cerró alrededor de ella una garra, como una mano de treinta centímetros de ancho en la parte posterior: sólo hueso envuelto en músculo y acabado de espina y cuerno. Las garras se doblaron con facilidad sobre la cintura de Jenny. Ella no le tenía miedo; aunque sabía que era traicionero, había estado dentro de su mente y sabía que no la mataría. Sin embargo, un espasmo de temblor pasó por su cuerpo cuando la colocó contra su pecho, donde podría estar fuera de la corriente de aire.
La sombra vasta de las alas se extendió contra la penumbra color malva del acantilado que se alzaba tras ellos y ella miró rápidamente el suelo una sola vez, unos cinco metros más abajo. Luego levantó la vista hacia arriba, hacia las montañas que rodeaban el valle y el ojo blanco, vigilante de la luna sobre la cresta escarpada del acantilado; en unos días sería luna llena y ahora brillaba en el aire del oeste como las lámparas de los ojos del dragón.
Luego, el gran animal se lanzó hacia arriba y todo el mundo pareció caer de pronto.
El frío cruzó la cara de Jenny y los dedos huesudos del dragón se cerraron alrededor de su cabello. A través de la capa que la envolvía, sintió el calor latiente de las escamas del dragón. Desde el cielo, volvió a mirar la tierra, el valle como un pozo azul de sombras, las laderas de la montaña que tomaban poco a poco el color de la aurora a medida que las tocaba el sol, óxido y púrpura y todos los matices de castaño desde la arena más blanca al tono profundo del café, todos bordeados y recortados por la puntilla oscura de los árboles. Los tanques de la lluvia al norte de Grutas absorbían el nuevo día como fragmentos de espejos; cuando el dragón pasó sobre los flancos de la montaña, en círculos cada vez más altos, ella vio el salto brillante de los arroyos entre los pinos y las espinas blancas de roca extendidas hacia arriba.
El dragón giró en el espacio; las vastas alas buscaron el viento. A veces, ráfagas de aire silbaban entre las espinas que defendían la columna del dragón, algunas no más largas que un dedo, otras casi un codo, afiladas como dagas. En el vuelo, el dragón parecía de seda y alambre, más liviano de lo que uno pensaría por su tamaño, como si la carne y el músculo, como la mente y la forma de los huesos, fueran distintos en su composición de cualquier otra cosa sobre la tierra.
Éste es el reino de los dragones,
dijo la voz de Morkeleb en la mente de Jenny.
Es tuyo; sólo tienes que extender la mano para cogerlo.
En la luz oblicua ninguno de los dos dejaba sombra sobre el suelo, pero a Jenny le parecía que podía ver la huella de su paso escrita como la estela de un barco en el viento. Con la mente puesta a medias en la del dragón, sentía las variaciones del aire, las corrientes ascendentes y las térmicas, como si el viento mismo fuera de distintos colores. Con la conciencia del dragón, vio otras cosas en el aire: los senderos de energía a través de la faz del mundo, las huellas que viajaban de estrella a estrella, como líneas de fuerza repetidas en el cuerpo, cada vez más pequeñas y luego otra vez en los naipes que se arrojan para leer la suerte o en las runas o en la forma en que flotan las hojas sobre el agua. Veía la vida en todas partes, la vida de los zorros blancos del invierno y las liebres en las líneas de nieve interrumpidas bajo la capa leve de nubes que había más abajo y la vida de las tropas del rey acampadas bien abajo sobre el camino, que gritaban y señalaban la forma oscura del dragón que pasaba por encima de ellos.
Cruzaron el flanco de la montaña hacia el lado que daba al sol. Adelante y hacia abajo, Jenny vio el barranco y la colina y la ciudadela de Halnath, un conglomerado puntiagudo de rampas grises que sobresalían como el nido de barro de una golondrina sobre el hombro macizo de un acantilado de granito. Desde el pie del acantilado, la tierra estaba surcada de barrancos cubiertos de bosques hacia la curva plateada de un río; la niebla se fundía con el azul del humo de leña y velaba así las líneas dispersas de carpas y puestos de guardias, caballos atados en líneas y trincheras cubiertas de barro amarillo de los campos de sitio. Entre los muros y el campamento había un anillo abierto de tierra pisoteada, maltratada por la batalla y salpicada de armazones quemados de los pequeños carros de los granjeros que anidaban alrededor de los muros de todas las ciudades. Más allá, hacia el norte, las extensiones verdes de los pantanos se desvanecían bajo un velo de brumas, las tierras de caballos y ganado que eran la fuerza y el feudo del Señor de Halnath. Desde los pantanos del río, donde se expandían las aguas color peltre, una bandada de garzas echó a volar entre los vapores lechosos, pequeñas y claras como dibujadas por un lápiz.
Allí.
Jenny señaló con su mente hacia la fortaleza de la ciudadela alta.
El patio central que hay allí. Es estrecho, pero suficiente para aterrizar.
El viento y su largo cabello le golpearon los ojos cuando el dragón giró.
Tienen los muros defendidos,
dijo el dragón.
Mira.
Los hombres corrían por las rampas, señalando y agitando los brazos hacia las alas enormes que se movían en el aire. Jenny alcanzó a ver catapultas montadas sobre las torrecillas más altas, sogas de contrapeso con cubos que estallaron de pronto en llamaradas rojas y ballestas enormes cuyas piedras no podían apuntar sino al cielo.
Tendremos que bajar,
dijo Jenny.
Yo te protegeré.
¿Atrapando las piedras entre tus dientes, mujer maga?
Preguntó Morkeleb, sarcástico, mientras giraba para alejarse justo cuando un arquero ansioso dejaba ir las cuerdas, y un cubo lleno de combustible describía una trayectoria elíptica mientras las llamas caían como insignias naranjas que se desvanecían contra el brillo del nuevo día.
¿Qué protección me puedes dar tú, un ser humano?
Jenny sonrió para sí misma mientras miraba cómo el combustible se quebraba en lomas ardientes al caer. Ninguno de los disparos dio sobre la ciudad que había sobre las laderas más abajo: sabían de matemática esos defensores de Halnath y sabían cómo aplicarla a la balística. En realidad, Jenny suponía que debía de haber estado aterrorizada de que la llevaran tan alto sobre la tierra que giraba…, si caía, caería durante un buen trecho antes de morir. Pero ya fuera por su confianza en Morkeleb o por la mente del dragón que la envolvía en los pensamientos de los que vivían en las corrientes de aire, no tenía miedo. En realidad, casi sentía que, si se caía, sólo tendría que extender sus propias alas, como hacía cuando volaba en sueños.
Pequeñas como juguetes sobre las paredes de la ciudadela, las máquinas de defensa se movían para apuntarles. A distancia, se parecían sobre todo a los pequeños modelos de John.
Y pensar que me impacienté cuando me quiso mostrar cómo disparaba cada uno.
Jenny sonrió, a medias para Morkeleb, a medias para sí misma.
Dobla hacia el norte, Morkeleb y vuela hacia ellos desde ese risco. El problema con las máquinas siempre ha sido que sólo se requiere el toque de la mente de un mago para arruinar su funcionamiento.
Había dos máquinas guardando el camino que ella había elegido: una catapulta para arrojar piedras y una honda dirigida por un resorte. Ella había ya arrojado su magia antes, conjurando imágenes en su interior para arruinar los hilos de los arcos de los bandidos en el norte y había hecho que sus pies echaran raíces cuando corrían o que sus espadas se trabaran en su vaina. Había visto los mecanismos de esas armas en los modelos de John, así que no lo encontró difícil. Las sogas se enredaron en la catapulta, trabando los nudos en el lugar cuando dispararon la cuerda. Con la conciencia de un dragón, vio a un hombre que corría, asustado, a lo largo de los muros. En su carrera tiró un cubo en el mecanismo de la honda y el arquero ya no pudo apuntar de nuevo. El dragón pasó lentamente por el campo de tiro del arma, guiado por el toque de la mente de Jenny en la suya; y ella sintió, como una carcajada de risa oscura, la forma en que él apreciaba la facilidad con que ella había estropeado los aparatos.
Eres pequeña, mujer maga,
dijo el dragón, divertido,
pero una gran defensora de dragones, de todos modos.
Jenny se sacó el cabello de la cara y vio a los hombres en los muros, los veía ahora. Iban de uniforme, con las capas negras y ondeantes de los universitarios, algunas estampadas con las armas del rey y obviamente cogidas de prisioneros o muertos. Huyeron en todas direcciones cuando el dragón se acercó, excepto un hombre alto, pelirrojo y flaco como un espantapájaros en su capa negra y harapienta, que agitaba algo que parecía un telescopio…, un tubo de metal sostenido sobre un trípode. Las paredes se acercaron. En el último momento, Jenny vio arpones junto al hombre y en lugar de vidrio en la boca del tubo, el brillo de una punta de metal.
El defensor solitario tenía una astilla encendida en la mano; la había hundido en uno de los cubos de combustible. Los estaba mirando cuando bajaban y afinaba la puntería.
Pólvora,
pensó Jenny;
los gnomos tienen que haber traído mucha de las minas.
Recordó los abortados experimentos de John con cohetes.
La escena se precipitó hacia ellos hasta que cada piedra chamuscada de la pared y cada parche sobre el vestido harapiento del estudioso pareció estar al alcance de las manos de Jenny. En el momento en que el hombre bajó la astilla al cubo de combustible, Jenny usó su mente para extinguir la llama, como si hubiera soplado una vela para apagarla.
Luego abrió los brazos y gritó con toda su voz.
—¡ALTO!
Él se detuvo en la mitad del movimiento con el arpón que había sacado de la pila que había a su lado preparado ya sobre el hombro, aunque Jenny veía por la forma en que lo sostenía que nunca hubiera podido arrojar uno y que no les hubiera acertado. Incluso a esa distancia, vio maravilla, curiosidad y delicia en la cara flaca. Como John, pensó, era un verdadero estudioso, fascinado con cualquier suceso extraño, aunque llevara la muerte en sus alas.
Morkeleb se detuvo en el aire y el movimiento de sus músculos hizo una onda contra la espalda de Jenny. Todos los hombres habían huido del patio largo y estrecho de la ciudadela y de las paredes a su alrededor, excepto ese defensor. El dragón colgó un instante como un halcón que ataca, luego se posó, delicado como una semilla de diente de león, sobre la pared del pozo sombrío del patio. Los grandes talones traseros aferraron la piedra mientras el largo cuello y la cola hacían contrapeso y se quedó allí, agachado, como un gran pájaro hasta que puso a Jenny, de pie, sobre la rampa.
Ella se tambaleó, las rodillas débiles por la impresión, todo el cuerpo tembloroso de excitación y de frío. El joven alto, pelirrojo, con el arpón todavía en la mano, se adelantó por el camino de piedra, la túnica negra hinchada por el viento bajo una cota de malla de un tamaño impresionante. Aunque actuaba con cautela, Jenny se dio cuenta por la forma en que miraba a Morkeleb que podría haberse sentado a estudiar al dragón durante horas; pero había una compostura de hombre de la corte en la forma en que ofreció su mano a Jenny.
A ella le llevó un momento recordar que tenía que hablar con palabras.
—¿Policarpio de Halnath?
Él pareció sorprendido y desconcertado al oír su nombre.
—Soy yo. —Como con Gareth, se necesitaban más que dragones o bandidos para que Policarpio olvidara lo que le habían enseñado; hizo una reverencia muy creíble tipo Muerte del Cisne a pesar del arpón. Jenny sonrió y le tendió las manos.
—Soy Jenny Waynest, amiga de Gareth.
—Sí, hay un depósito de poder en el corazón de la Gruta. —Policarpio, Señor de la ciudadela de Halnath y doctor en Filosofía Natural, cruzó las manos largas y delgadas detrás de la espalda y se dio media vuelta desde los arcos en punta de las ventanas para mirar a sus huéspedes rescatados, un grupo bien extraño—. Es lo que quiere Zyerne; lo que siempre quiso, desde que supo lo que era.
Gareth levantó la vista de los restos de una comida frugal esparcidos sobre las sencillas tablas enceradas de la mesa de trabajo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Los ojos brillantes y azules pestañearon, mirándolo.
—¿Qué podía decirte? —preguntó Policarpio—. Hasta hace un año ni siquiera estaba seguro. Y cuando lo estuve… —Su mirada pasó hacia el gnomo que estaba sentado a la cabecera de la mesa, pequeño y encorvado y muy viejo, los ojos como vidrio pálido y verde bajo la melena larga de cabello blanco, lechoso—. Sevacandrozardus, Balgub en la lengua de los hombres; hermano del Señor de la Gruta muerto en las garras del dragón, me prohibió hablar de eso. No podía traicionar su confianza en mí.
Detrás de las altas ventanas se veían las torrecillas de la ciudadela inferior, la universidad y la aldea más abajo; la luz del sol era amarilla como manteca de verano, aunque los edificios de más abajo ya estaban envueltos en la sombra de la montaña mientras el sol se hundía detrás de los grandes hombros de piedra. Sentada en el borde del jergón en que yacía John, Jenny escuchaba en silencio las voces que discutían. Le dolía el cuerpo de deseos de dormir y la mente le pedía quietud pero sabía que no tendría ninguna de las dos cosas. Ni las palabras del consejo improvisado ni el recuerdo del viaje de vuelta a través de la Gruta con Policarpio y los gnomos para rescatar a los demás habían borrado de sus pensamientos el recuerdo increíble del vuelo del dragón.
Sabía que no debía dejar que ese recuerdo la dominara. Que debía concentrarse más en su alegría porque todos estaban a salvo, al menos por el momento, y preocuparse más por el intercambio de información con el Señor y por formular planes para enfrentarse a la Piedra y a Zyerne. Sin embargo, el vuelo y recuerdo de la mente del dragón la habían sacudido hasta los huesos. No podía sacarse esa intoxicación salvaje del corazón.
El viejo gnomo era el que estaba hablando.
—Siempre estuvo prohibido hablar de la Piedra a los extraños. Después de que nos dimos cuenta de que la niña Zyerne había oído hablar de ella de algún modo y que había espiado a los que la usaban y había aprendido la clave, mi hermano, el Señor de la Gruta, hizo todavía más fuerte la prohibición. La Piedra ha sido el corazón de la Gruta desde la noche de los tiempos, la fuente de poder de nuestros Curadores y magos y ha hecho tan grande nuestra magia que nadie se atrevía a asaltar la Gruta de Ylferdun. Pero siempre supimos también el peligro que entrañaba: que los deseosos de poder pudieran usarla para sus fines. Y así ha sucedido.