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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (15 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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La mentada asintió.

—Los negocios del comercio le retenían allí contra su voluntad mas, ahora, como ha entrado en la nobleza y no puede trabajar, su presencia en Tierra Firme no es necesaria.

¿Que los nobles no pueden trabajar?... ¡Cómo si no los hubiera visto yo entremeterse en el comercio con las Indias a través de sus sirvientes y criados de confianza! Las riquezas atraen a todos y especialmente a quienes ya las tienen en abundancia, que nunca se sacian de acopiar más.

—¿Sabéis, marquesa, que Diego se ha determinado a entrar en la congregación del padre Pedro de León? —anunció Juana, de pronto, con grande júbilo.

Las dos hermanas brillaban como soles por la buena nueva y doña Rufina sonrió tanto que el blanco solimán de la cara se le cuarteó.

—¡Cuánto me alegro! —exclamó—. Por mí, si el padre De León y sus congregados quemaran por los cuatro costados la mancebía del Compás, mejor. ¡Ojalá el marqués siguiera los pasos de vuestros devotos hermanos y esposos! ¡Qué orgullo pertenecer a una familia en la que todos los hombres siguen piadosamente el Evangelio y los mandatos de la Santa Madre Iglesia!

—Algo tengo oído de esa congregación. ¿Quién es el padre De León? —pregunté para que siguieran hablando, reparando, asombrada, en que Juana Curvo vaciaba otra vez su copa y tornaba a llenarla mientras hacía ver que atendía a la marquesa sin quitarle los ojos de encima.

—¡El padre De León es un santo bendito! —profirió doña Rufina, santiguándose con devoción—. No hay otro sacerdote como él en toda Sevilla y en todo el reino. ¡Cómo lucha contra ese nido de ratas, contra ese averno de pecado y perdición que es el Compás! A todas las rameras que trabajan en tal estercolero deberían quemarlas vivas. ¡Corrompen a nuestros hombres y los obligan a pecar! Sucio lugar lleno de pestilencias y enfermedades.

—Creía que las mancebas de Sevilla eran de las más limpias del reino —aventuré con timidez, como si hablar de aquellos asuntos me incomodara.

Las tres lechuzas me miraron sobrecogidas.

—¿Cómo podéis decir eso, doña Catalina? —me increpó Isabel Curvo, con un profundo dolor dibujado en el rostro—. No hay otro lupanar mayor en todo lo conocido de la Tierra y los hombres de Sevilla pierden allí, por el abominable pecado de la carne, su alma inmortal todos los días, a todas horas.

Había sincera aflicción cristiana en los ojos de la gruesa Isabel Curvo, que parecía ser muy fervorosa y beata; en los de la marquesa, en cambio, odio ciego y desvarío, herida como estaba por su marido y por Clara Peralta; y... algo engañoso y falso en los de Juana, tan falso como su hidalguía. ¿Qué era? Lo tuve frente a mí un instante pero desapareció, oculto tras una cortina de honesta y piadosa indignación.

—Ruego a Dios que mi hijo Lope —dijo ella— no caiga nunca en ese horrible pecado.

—Sois muy afortunada, doña Juana —comentó la marquesa con envidia—. Vuestro marido, don Luján, es el hombre más virtuoso de Sevilla. No podía tener el Consulado de Mercaderes un prior más honrado y más digno de elogio. Decidme si no es de grandísimo mérito que un hombre como él no haya sido visto nunca en la mancebía, ni siquiera en la mocedad, y que todo su tiempo de asueto lo ocupe en la Iglesia Mayor, y que no se le vea jamás sin el rosario en la mano cuando marcha en su carruaje hacia las Gradas.

Incomprensiblemente, los ojos de Juana Curvo permanecieron helados al tiempo que asomaba a sus labios una forzada mueca de modestia. Su hermana, por el contrario, dio rienda suelta al contento:

—Y mi sobrino, Lope —dijo—, ha salido en todo a su padre. ¡En todo! No he visto mozo más callado, comedido y piadoso. ¡Si parece un ángel!

—¿Cuántos años tiene, doña Juana? —quise saber.

La descendencia de los Curvos no me había preocupado hasta ese momento porque no le había dedicado ni uno solo de mis pensamientos. Conocía a Francisco, el hijo esclavo de Arias, quien no tenía otro derecho que el de recibir los golpes y malos tratos de su amo y padre, mas la existencia de herederos legítimos podía complicarme un tanto las cosas.

—Lope tiene veinte y uno, doña Catalina —presumió su tía Isabel, que no su madre, de quien hubiera cabido esperar alguna muestra de afecto y orgullo—. Es el mayor de mis sobrinos y, aunque mi hermana se opone, desde bien pequeño ha expresado su firme deseo de profesar en los dominicos.

Juana empinó el codo por cuarta vez y vació la copa. Sus remilgos eran inciertos y su silencio, exagerado. ¿Qué ocultaba?

—¿Y cuántos sobrinos tenéis, doña Isabel? —inquirí con mayor curiosidad.

—Ocho, por la gracia de Dios. Cuatro de mi hermano Fernando, uno de mi hermana Juana (el mentado Lope) y tres, nacidos en Cartagena de Indias, de mi hermano Arias y su bella esposa, doña Marcela López de Pinedo, a cuya familia conocéis. De Diego esperamos en breve felices nuevas, lógicamente, pues pronto hará un año que casó. Por mi parte, Nuestro Señor quiso darme tres hermosos hijos: Lorenza, de diez y siete años, monja profesa del convento de Santa María de Gracia; Luisa, de doce, que siente mucha inclinación de entrar también por religiosa en el convento de su hermana; y el pequeño Andrés, de nueve años, que sólo piensa en jugar, estudiar y pelear con su primo Sebastián, de su misma edad, el único hijo varón de Fernando, a quien Dios asignó la pesada carga de tres hijas.

Todas lamentamos con auténtica aflicción la mala ventura de Fernando, pues tres hijas eran muchas para dotar económicamente, tanto si entraban en religión como si había que casarlas. Las dotes habían sido la ruina de muchos padres, aunque tuve para mí que ése no sería el asunto que le robara el sueño a Fernando Curvo.

—¿Y ya se ha decidido su futuro? —preguntó la marquesa.

—¡Oh, son muy pequeñas aún! Fernando matrimonió con mi cuñada Belisa hace sólo doce años, aunque tenemos oído que está empezando a buscar pretendientes para ellas entre las mejores familias sevillanas.

—¡Os propongo uno magnífico que me ha venido al pensamiento! —la interrumpió doña Rufina con gesto de inspiración.

—¿Quién? —solicitó Juana, interesada.

—El hijo de don Laureano de Molina.

—¿El cirujano de la Santa Inquisición? —se asombró Isabel.

—¡El mismo! —manifestó la marquesa, quien disfrutaba doblemente con aquella humillación que infligía a las hermanas—. Está estudiando medicina en Salamanca y su padre ha fundado un mayorazgo para él.

Juana e Isabel tragaron, con ayuda del vino de Utrera, el pan amargo que la marquesa les había metido en la boca recordándoles que eran hidalgas y que su familia no podía aspirar a otra cosa que no fuera un licenciado, un mercader como ellos o un artesano. Y aún era más difícil de tragar tras la boda de Diego con Josefa de Riaza pues, siendo él ahora conde, la familia esperaba, a no dudar, bodas de mayor calidad para sus herederos. Juana, astuta como era y avispada por el vino, salió raudamente al paso de la generosa iniciativa de doña Rufina:

—No hay que adelantarse. ¿A qué las prisas? Me parece que Fernando, por su deseo de dejar a su hijo Sebastián toda su hacienda sin partir, está cavilando en hacer profesar a las tres niñas en algún buen monasterio.

—No es mala solución —aplaudió la marquesa—. Don Luis, mi marido, tiene grandes influencias en el de Santa María de las Dueñas y creo que allí sólo exigen una pequeña dote de dos mil ducados de plata. Si queréis, podemos empezar las conversaciones con el cardenal de Sevilla, don Fernando Niño de Guevara, que es buen amigo de don Luis.

Las hermanas Curvo agradecieron a doña Rufina su amable ofrecimiento y anunciaron que hablarían con su hermano para comunicarle la excelente nueva. Los rostros de ambas, sin embargo, mostraban lo humillante que les resultaba sufrir las asiduas puyas de la marquesa quien, pese a pertenecer a esa aristocracia sevillana tan abierta en su trato social, no permitía que nadie olvidara quién era ella y cuál era su posición. Formaba parte del juego diario de aquellas tres lechuzas el que doña Rufina, para satisfacer su orgullo de noble, rebajara a las Curvo y que éstas, por su parte, aceptaran las afrentas a trueco de seguir sentadas en aquel estrado del palacio de Piedramedina a la vista de toda Sevilla. Era un juego complicado y peligroso que las tres aderezaban bien.

La charla continuó un rato más y las Curvo se marcharon, por fin, cerca de las seis.

Entretanto subía a mi cámara para cambiarme de vestido, me holgaba por haber conocido las muchas cosas que aquella larga tarde se habían hablado sobre los Curvos de Sevilla. Determiné que, antes de acudir a la cena en el palacio de los duques de Villavieja (cena a la que había sido invitada por expreso deseo de don Luis), tenía que hablar con mi compadre Rodrigo para pedirle que ejecutara algunos menesteres.

Rodrigo esperó en la antecámara hasta que salí.

—¿Qué tienes, Rodrigo, que te has quedado mudo? —le pregunté, haciendo un ademán tajante a mi doncella para que nos dejara solos.

Rodrigo cabeceó.

—A fe que siempre me asombro de verte disfrazada de dueña —gruñó—. ¿Qué me querías?

Oculté mi regocijo y él su admiración por mi belleza, que no era tanto mía como de los afeites, coloretes y vestidos. Se hubiera admirado igual de ser otra la que hubiera salido de la cámara con aquellos lujos.

—Anda a casa de doña Clara y cuéntale que Diego Curvo ha entrado en la congregación del padre Pedro de León.

—¿Y qué le digo que quieres?

—Que le vigile. Que mande a alguien para que le siga. Algo deben de ganar los Curvos perteneciendo a esa congregación y quiero saber qué es. Resulta demasiado sacrificado fingir de continuo fervorosa devoción cristiana siendo como son asesinos, ladrones y falsarios. Ese odre debe de estar perdiendo el vino por algún lado y quiero conocer por dónde.

—¿Y cómo va ella a mandar a uno de sus criados a seguir a Diego Curvo? Podría verse comprometida.

—Dile que envíe a Alonsillo. Es un pícaro amigo de burlas. Sabrá ejecutarlo sin llamar la atención y te aseguro, compadre, que, si él no pudiera, conoce a otra mucha gente que sí.

Rodrigo partió y yo bajé hasta el patio y subí en mi coche, con el ánimo dispuesto para soportar otra larga noche en una fiesta de opulencia, esplendor e hipocresía, luciendo ante una caterva de títulos nobiliarios, ilustres autoridades de Sevilla, frailes y obispos de la Santa Iglesia mi singularidad de viuda indiana, hablando encantadoramente de las obras de mi espléndido palacio y de las costumbres y curiosidades del Nuevo Mundo. La alta aristocracia sólo vivía para visitarse y exhibir sus linajes y grandes fortunas, como hacían aquel día los duques de Villavieja, que daban su fiesta para mostrar en sociedad los dos lienzos del maestro Francisco Pacheco que habían encargado para regalar a cierto monasterio cisterciense. Ningún mercader ni comerciante había sido invitado a la fiesta. Yo era la flor exótica que los duques lucían aquella noche en su jardín y eso me convenía porque aumentaba mi valor ante los ojos de los hermanos Curvo, pues, gracias a la ayuda de don Luis, era afectuosamente recibida donde ellos no podían entrar.

Mas el mundo de lujo y alcurnias en el que me movía no me había hecho olvidar quién era yo, cuál era mi sitio verdadero y para qué estaba allí y, si algún peligro hubiera corrido de olvidarlo, los paseos en mi carruaje de un palacio a otro y de una fiesta a otra me lo hubieran recordado, pues en las calles se veía la indigencia de las pobres y humildes gentes del pueblo de Sevilla: los niños descamisados y descalzos bajo el frío, las abuelas vendedoras de huevos fritos que se resguardaban en las esquinas, los picaros hambrientos comidos a su vez por pulgas, los padres sin trabajo ni pan para sus hijos que caminaban sin rumbo enseñando los dedos a través del cuero roto de las botas... Esa era la España real, la verdadera, la que no recibía ni un solo maravedí de las inmensas riquezas del Nuevo Mundo.

Aquella noche, en el palacio de los duques de Villavieja, bailé la Pavana con el anciano duque hasta que amaneció, y estuve tan brillante y encantadora que lo dejé plenamente cautivado. Dijo de mí que yo era una mujer hermosa, inteligente y modesta, como correspondía a una viuda de vida excepcional. Me reí y le hice una graciosa reverencia. A fe que no sabía él cuánta razón tenía.

La primera visita que recibí en mi propio palacio el mismo día que me instalé fue la de Alonsillo. El antiguo esportillero, acompañado por un misterioso compinche, entró en las cocinas usando la portezuela que daba a un callejón trasero y pidió a los criados ser recibido por Rodrigo quien, al punto y conociendo las nuevas que traían, condujo a ambos secuaces discretamente hasta mi antecámara utilizando los corredores más solitarios de la inmensa casa. Rodrigo llamó a mi puerta y Alonso y él entraron. Me dio grande alegría volver a ver al sonriente pícaro, mucho más guapo con sus nuevas ropas de criado de casa pudiente.

—¿Dónde está mi señor Martín? —preguntó con una galante inclinación de cabeza.

—Ahora mismo le llamo para que salga y hable contigo —respondí, siguiéndole la chanza.

—Decidle que tengo ganas de verle.

El corazón me dio un vuelco. Me gustaba su sonrisa y su desvergüenza. Se había aderezado como un pino de oro para que yo le viera.

—¿Qué me traes? —le pregunté, tomando asiento.

—Doña Clara me ha dicho que viniera a informaros. Lo sé todo sobre Diego Curvo.

—Ya será menos, bribón —afirmé, sonriendo—. Habla.

—Le he seguido seis días vestido de andrajos y fingiendo estar tullido y enfermo. He dormido en el portal que hay frente a su casa para que no se me escapara en sus salidas. He hablado con la gente y...

—Y no habrás levantado sospechas, espero —le atajé.

—Ninguna. Mi padre me ayudó. Y no hay quien gane a mi señor padre en estos asuntos.

Alcé las cejas, sorprendida y furiosa, presta a la disputa, mas el pícaro me contuvo con un gesto.

—Permitid que os lo presente. Está fuera, esperando.

Aquello era más de lo que podía soportar. Rodrigo, en cambio, permanecía tranquilo y sonriente y eso me retuvo. Alonso fue hacia la puerta y la abrió.

—Entrad, padre.

Un fraile vestido con el hábito de San Francisco y con la capilla calada hasta el pico para ocultar el rostro entró en mi cámara.

—¡Descubríos! —le ordenó Rodrigo.

El fraile se retiró la capilla y se dejó ver. Era un hombre mayor, de unos cuarenta años, bastante calvo aunque con barba rubia y pobladas cejas. No podía ser un fraile verdadero pues era el padre de Alonsillo y sus ojos claros, azulados, lo demostraban, de donde se venía a sacar que era tan dado a las fullerías y picarescas como el hijo y, como el hijo, igual de gallardo. Deploré que se acopiara tanta galanura en una familia de bellacos y embelecadores como aquélla.

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