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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (6 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—¿Ha arribado a Sevilla la Armada de Tierra Firme al mando del general Jerónimo de Portugal?

—Arribó la pasada semana, señor.

¡Mis cuentas habían sido acertadas! ¡Mi padre estaba en Sevilla!

—¿Conoces su cargamento?

El mozo arrufianado se extrañó de mi curiosidad.

—Adivino por vuestras ropas de viaje que sois recién llegado —dijo, creciéndose—. ¿A qué esas preguntas?

Busqué en mi faltriquera, bajo el gabán, y le lancé por el aire un ochavo
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que él cogió graciosamente y de buena gana. Por su respingo, tuve para mí que hasta ese día no había contado más que en coronados
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.

—¿Y a qué vienen las tuyas, bribón? Responde a lo que te demandé, si es que quieres más monedas.

—Dicen que traía en sus arcones cuatro millones y medio de ducados en oro y plata, perlas y piedras, y dos en añil, cochinilla y otras mercaderías.

—¿Cómo estás tan bien instruido? —me sorprendí.

—En Sevilla, señor, todo se conoce. Bien se aprecia que sois de fuera. Parecéis gitano, berberisco o, quizá, mestizo. ¿De qué tierra viene vuesa merced, señor gentilhombre?

Aquel esportillero malnacido era un curioso impertinente mas, si no respondía, podía formar una algarabía y llamar a los alguaciles de la puerta del Arenal, no muy distante.

—De Toledo. Acabo de llegar.

Se vio en sus ojos que me había comprendido. Me tomaba ahora por judío converso. Su gesto y su tono cambiaron al punto pues su nariz olisqueó caudales.

—¿Necesitáis un criado, señor? —se ofreció ansiosamente—. Yo conozco Sevilla como nadie. Aquí nací y aquí he vivido siempre. Mi nombre es Alonso, Alonso Méndez. Puedo ayudaros en todo cuanto preciséis y aun en más.

No me vendría mal su ayuda, me dije, mas no me parecía un sujeto de fiar y no quise comprometerme.

—¿Y el pasaje que vino con la Armada?

Alonso, con la montera en una mano y actitud servicial, se arregló los rubios cabellos echándoselos hacia atrás y se quedó en suspenso, pensativo.

—No venía más pasaje —dijo, al fin— que el que traía la capitana y eran unos condes, se dijo que los de Riaza, y un reo anciano que llevaron a la Cárcel Real.

Si hubiera visto una aparición o un fantasma no habría sido mayor mi sobresalto pues, a tal punto me turbé, que no pude hablar palabra por un buen espacio. ¿Los condes de Riaza? ¿Diego Curvo y su joven esposa en Sevilla? ¿Por qué? Sólo quedaba Arias en Tierra Firme para poner en ejecución los negocios sucios de la familia.

—¿Os encontráis mal, señor? —me preguntó el mozo. Yo tenía la mirada perdida en el río y no me tomé la molestia de responderle.

¿Qué se me daba a mí de lo que hicieran los Curvos a los dos lados de la mar Océana? Habíamos sellado un tratado durante el juicio a su primo Melchor de Osuna por el cual ellos se comprometían a dejarnos en paz y nosotros a guardar silencio sobre sus fullerías comerciales. Lo único que me debía importar era que mi padre estaba en Sevilla y que yo tenía que rescatarlo.

—¿Dónde está la Cárcel Real?

—¿Conocéis donde se une la calle Sierpes con la plaza de San Francisco? —Me escudriñó el semblante, que yo tenía como de palo y, asintiendo confiadamente, echó a correr entre las gentes como asno con azogue en los oídos
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.

—¡Yo puedo llevaros, señor! ¡Seguidme!

No me iba a resultar fácil deshacerme de tan pertinaz y solícito criado. Di espuelas a mi caballo y partí en pos de él, cruzando la puerta del Arenal y siguiendo por la bulliciosa y espaciosa calle de la Mar hasta llegar a la Iglesia Mayor, la más suntuosa y rica que contemplarse pueda, en cuyas Gradas cercadas de cadenas se reunían los mercaderes para realizar los grandes negocios del Nuevo Mundo. Mas si algo me estaba sorprendiendo desde que había entrado en Sevilla no era tanto la ostentosísima riqueza de sus edificios e iglesias como la trágica pobreza en la que vivían sus gentes. O yo tenía la memoria muy flaca o mis años en Tierra Firme me habían hecho olvidar la miseria de los habitantes de España. A pesar de ser súbditos del rey más poderoso del orbe y de vivir en el más grande imperio, los españoles pasaban hambre y frío, carecían de lo necesario y sufrían de ese embrutecimiento que produce el prolongado infortunio. No era de extrañar, pues, que los más listos y valientes emigraran al Nuevo Mundo buscando una oportunidad para mejorar su situación y una vida nueva para sus familias. España era un gigante con los pies de barro y los Austrias no hacían más que empeorar la situación.

Desde la Iglesia Mayor, torciendo a la siniestra, el mozo rubio y yo marchamos recto hasta la plaza de San Francisco, de grande elegancia por sus pórticos y su señorial suelo empedrado, lugar en el que se hallaban la Audiencia, el Ayuntamiento de la ciudad y, por más, se realizaban las ejecuciones públicas y las fiestas de toros y cañas. Decenas de mendigos harapientos y ateridos pedían limosna por el amor de Dios bajo los soportales y a la redonda de una graciosa fuente culminada por una figura de bronce que dominaba la plaza desde un costado.

El mozo se detuvo al fin frente a un enorme edificio que lucía varios escudos de armas y, en lo alto, una grande estatua de la Justicia con una espada en ristre en una mano y un peso enfilado en la otra. Mucho me admiró la cuantiosa e incesante afluencia de gentes que entraban y salían por su puerta principal.

Detuve mi cabalgadura y desmonté, pensando en dejarla al cuidado de Alonso, mas éste tomó las riendas de mi mano y se alejó unos pasos para entregarlas a unos mozos malcarados que parecían tener por oficio el cuidado de las monturas, especialmente las de aquellos que visitaban la cárcel. Al punto lo tuve junto a mí, dispuesto a seguirme, y descubrí que me sacaba más de una cabeza y que era bien formado y robusto, aunque atufaba ásperamente a ajos crudos.

—¿Queréis entrar, señor? —me preguntó, mirando el tráfago de gentes que abrumaban la puerta.

—Debo hacerlo.

—Entonces, dejad que os ayude. ¿Buscáis a un reo?

Asentí, encaminándome hacia el edificio. Alonso me alcanzó.

—Decidme su nombre.

—No tengo por qué —razoné secamente—. No te conozco de nada y no preciso de tus servicios. Tengo para mí que te pagué bien en el Arenal. No me sigas.

—¡No sabéis lo que hacéis, señor! —me gritó—. La Cárcel Real es un infierno y no encontraréis a vuestro amigo si alguien como yo no os ayuda.

Me volví y le miré fijamente.

—¿Acaso la conoces por haberla habitado, Alonso?

El bellaco enrojeció.

—¿Qué mejor ayuda podríais desear? —repuso—. La Cárcel Real es un lugar de tan grande confusión que saldréis de ella robado, timado y tan desnudo como el día que vinisteis al mundo y, por más, sin haber encontrado al que buscáis.

El pensamiento de acabar desnuda en el interior de una cárcel de hombres fue lo que me decidió a consentir, aunque no sabía si un antiguo vecino de tan asqueroso lugar era la compañía que en verdad precisaba para hallar a mi padre.

—Decidme el nombre de vuestro amigo —insistió.

—No es un amigo. Es mi padre. Se llama Esteban Nevares, hidalgo de linaje, y llegó a Sevilla la pasada semana en la capitana de la Armada de Tierra Firme.

Casi pude oír el ruido que hacían las cavilaciones dentro de la testa rubia de Alonso. A pesar de ello, nada dijo. Se conformó con volver a examinarme el rostro buscando los restos de aquel judío de Toledo que ahora se asemejaba más, y mejor, a un joven mestizo de las Indias Occidentales.

—Sea —resopló—. Seguidme, señor. Encontraré a vuestro padre.

Si había algún lugar inmundo sobre la Tierra donde todos los crímenes, las miserias y las desgracias se reunieran bajo un mismo techo, ése era la Cárcel Real de Sevilla. Abriéndonos paso a codazos entre la muchedumbre, cruzamos la entrada y llegamos hasta una puerta junto a la que se hallaba, placenteramente sentado, un portero a quien parecían importarle un ardite las gentes que salían o entraban.

—A esta primera puerta se la conoce como la Puerta de Oro —me explicó Alonso—, porque mucho oro ha de pagar el reo al alcalde y a los porteros si quiere alojarse en la casa pública, donde recibe un trato de privilegio y dispone de aposentos con todas las comodidades.

Subimos unas escaleras y, al cabo, llegamos hasta unas rejas de hierro tan abiertas como la Puerta de Oro y con otro portero en todo semejante al anterior. Siete u ocho presos pobres se apoyaban en ella, como esperando algo.

—A esta puerta se la conoce como la Puerta de Cobre —volvió a explicarme Alonso—, porque a los que entran por ella les basta con disponer de dineros de cobre y vellón.

Uno de los presos que descansaba en la reja miró a mi flamante criado y le reconoció:

—¡Eh, Alonsillo! ¡Demonio de mozo! ¿Qué has hecho esta vez?

Alonso sonrió y los dos se fundieron en un abrazo de bravos, jactancioso y teatral.

—Estoy de visita, hermano, y he menester tu ayuda. Mi amo —y me señaló con el dedo— está buscando a uno de los reos nuevos, uno que llegó la pasada semana y que responde por Esteban Nevares.

—No digas más, muchacho —dijo el preso con el tono pomposo de un ministro de la corte. Luego, se volvió hacia el interior del corredor y gritó a voz en pecho—: ¡Hola! ¡A Esteban Nevares!

En lo que se tarda en dar un trago de vino, una voz tras otra empezaron a repetir el grito de llamada hasta escucharse como si llegara desde las entrañas de la Tierra. Al cabo, la Cárcel Real de pleno, en la mayor confusión y griterío del mundo, coreaba el nombre de mi padre hasta resultar imposible oír lo que Alonso intentaba decirme al oído:

—¡Déle vuesa merced tres o cuatro coronados a mi hermano!

—¿Qué dices?

—¡Que le dé vuesa merced cuatro o cinco coronados a mi hermano Ramón de Vargas!

Asentí, saqué las monedas y las puse en la mano callosa y mugrienta del tal Ramón, que las miró con avarienta alegría.

La algarabía se acalló de a poco y del nuevo sosiego surgieron otras voces, cada una más cercana que la anterior:

—¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola!

—¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola!

—¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola! —gritó, por fin, el baladrero más cercano.

Ramón de Vargas, que había hecho desaparecer las monedas en una bolsilla que ocultó en su seno, sonrió satisfecho.

—Ya sabes dónde está —le dijo a Alonso y éste asintió—. Pasa, que sabes llegar tú solo.

Alonso, en vez de entrar por la Puerta de Cobre donde trabajaba su amigo, giró talones a la siniestra y se encaminó hacia otra reja abierta de par en par que daba también a unos corredores.

—Ésta es la Puerta de Plata, señor, y es así conocida porque los presos que aquí se afligen deben pagar mucha plata si es que quieren vivir sin grillos.

Entramos por el corredor. Allí todo era muy grande, conforme al tamaño del edificio que había visto desde fuera. Lo que propiamente resultaba ser la prisión no consistía tanto en celdas o calabozos como en ranchos, o lo que es lo mismo, lugares donde se hacinaban trescientos o cuatrocientos presos separados sólo por mantas viejas que colgaban de luengas cuerdas. Cada uno de esos ranchos, me explicó Alonso, tenía su propio nombre, que venía dado por los delitos y el jaez de los reos que en ellos se juntaban y, así, en aquella galería, estaba el rancho de los Bravos seguido por el llamado Tragedia y, al fondo, el que llamaban Venta, porque en él pagaban a escote los presos nuevos.

—En los entresuelos —me explicaba Alonso mientras seguíamos caminando entre la confusa multitud en la que resultaba imposible distinguir los que eran inquilinos de los que sólo estaban de visita— hay otros cuatro ranchos: Pestilencia, Miserable, Ginebra y Lima Sorda.

—¡Pardiez! ¿Cuántos reos tiene esta prisión?

—De mil a mil ochocientos según el momento del año.

Y, ¿qué decir de la presencia de mujeres? No menos de trescientas o cuatrocientas mancebas de vida distraída zanganeaban por allí, llevando jarras de vino y asistiendo a las partidas de naipes como entretenidas de sus galanes. El lugar era sucio y lúgubre, y olía muy mal, a pozo de excrementos y a animales muertos, y, en alguna ocasión, se me revolvieron las tripas y me dieron bascas. Sentí temor de andar por allí, entre aquellas gentes de tan mala calidad, y me acobardaron los gritos, los golpes, las peleas, las voces malsonantes y amenazadoras, el barullo brutal. Sólo la necesidad de encontrar a mi padre, ya tan cercano, y de abrazarle y sacarle de allí me permitió seguir dando un paso después de otro.

Comenzamos a descender por una nueva escalera que daba a un patio cuadrado, de unos treinta pasos de anchura por otros treinta de largor, en el centro del cual había una fuente donde algunos se divertían echándose agua unos a otros. A la redonda del patio había unos catorce o quince calabozos, en uno de los cuales, me dijo Alonso, se daba el tormento. Había, asimismo, cuatro tabernas en las que se vendía vino, carne y bacalao, y algunas tiendas de fruta y aceite, todas ellas propiedad del alcalde y del sotoalcalde, que las arrendaban por catorce o quince reales al día.

Alonso se fue hacia la siniestra y entró en un corredor oscuro.

—Ésta es la Galera Nueva, señor. Aquí, en uno de sus ranchos, se encuentra vuestro padre.

¡Asqueroso albergue de aire apestado! ¡Allí, en aquella miseria hedionda en la que abundaban los peores facinerosos, bergantes, desalmados, blasfemos, perjuros, violadores y criminales habían encerrado a mi señor padre, al hombre más digno, honrado y bueno de todo lo conocido de la Tierra! Cuatro cirios allí y otros tantos allá y acullá iluminaban las tinieblas.

—¿Quién va? —gritó alguien.

—¡Alonso Méndez, a quien conoces! —respondió mi criado—. Voy a la Crujía, a ver a uno.

—Pasa, pues —gruñó la voz.

—Andad con tiento en este corredor, señor —murmuró mi criado—. Aquí, en la Galera Nueva, están los hombres que han cometido los delitos más grandes. Nosotros vamos al rancho llamado Crujía, donde están los galeotes, mas aquí se encuentran también los ranchos conocidos como Blasfemo, Compaña, Goz, Feria, Gula y Laberinto.

—¿Y quiénes los habitan? —susurré.

—No queráis saberlo. La hez de la humanidad, señor, su escoria más corrompida. Poned la mano en vuestras armas bajo el gabán y no las soltéis.

¿Mi padre estaba allí? En mi alma pujaban la rabia y el odio. Sonaban dentro de mi cabeza las palabras que me dijo mi compadre Sando, allá en el lejano palenque: «Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey no es buena. Es mala.» ¡Qué grande razón tenía! Y eso que él no había visto la Cárcel Real, donde se ponía en ejecución la susodicha justicia del rey.

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