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Authors: Matilde Asensi

Venganza en Sevilla (11 page)

BOOK: Venganza en Sevilla
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—Juramos.

Y, entonces, se obró el milagro: el marqués, que no había dejado de ser un mero ornamento, como un mueble o un tapiz, despertó lánguidamente de su ensueño y se fue transformando en otra persona como por obra de un encantamiento. Fue oír el apellido Curvo y sus ojos comenzaron a brillar; fue escuchar el relato de las bellaquerías de Melchor de Osuna y de sus primos en el Nuevo Mundo y su cuerpo se enderezó; fue conocer la trampa que le habían tendido a mi padre con la orden de detención, el asalto a Santa Marta por parte del pirata flamenco contratado por ellos y la muerte de los marineros de la Chacona y de las mancebas por su expreso deseo para mantener en secreto los tejemanejes comerciales que se llevaban con la Casa de Contratación
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y el Consulado de Mercaderes de Sevilla
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, y el marqués se espabiló, adoptó una postura señorial, sonrió con malicia y se inclinó hacia mí para atender puntualmente a todas y cada una de mis palabras. De súbito, era un hombre astuto y presto a litigar con brillantez acerca de sutiles cuestiones morales y legales.

—... y mi padre, antes de morir—terminé—, me hizo jurar que mataría a los hermanos Curvo, a los cinco.

Don Luis y doña Clara permanecieron suspensos y turbados. Miré a Rodrigo; él a mí; volvimos a mirar a nuestros anfitriones y ambos dimos un brinco en las sillas cuando doña Clara exclamó con grande alegría:

—¡Esto es lo que yo deseaba saber como al alma y como a la vida desde que anoche mencionaste a los Curvos! ¡Albricias, Luisillo!

—¿Tienen también vuestras mercedes cuentas pendientes con los Curvos? —inquirí con respetuoso desconcierto.

Don Luis sonrió.

—Yo no —dijo—. A mí no me gustan porque actúan como esos herejes luteranos que se tienen por perfectos y por mejores de largo que los demás: no hay tacha en sus vidas y pareceres, no hay tacha en sus negocios...

—¿Qué decís? —me sorprendí.

—Lo que oyes, muchacho. Pregunta en Sevilla por los Curvos y todos te dirán que son personas beneméritas, de las más señaladas de la ciudad, rectas, rigurosas, honestas y piadosas. Sin tacha, como te digo. No podrías encontrar en todo el imperio una familia de hidalgos mercaderes más honrada y digna, más admirable y de mayor virtud, y ellos alardean de esa excelencia como una doncella hermosa alardea de su belleza: con mentida humildad, con falsa modestia.

—¡Mas yo sí tengo cuentas pendientes! —gruñó doña Clara, golpeando los cojines del estrado con tanta rabia que parecía que fuera a romperlos y no a arreglarlos—. Juana e Isabel Curvo son dos arpías disfrazadas de beatas que llevan años hablando mal de mi hijo y de mí sin que nadie les ponga freno.

Sus palabras parecían guardar un velado reproche hacia el marqués.

—Son amigas, casi hermanas, de mi esposa, la marquesa de Piedramedina —adujo él en su defensa.

—¡Sí, las tres peores lechuzas de Sevilla! —profirió doña Clara con desprecio.

—De donde se viene a sacar que las apariencias, una vez más, engañan —le dije a don Luis, refiriéndome a los Curvos. Muchas veces acontece que quienes tienen méritamente granjeada grande fama por sus negocios y caudales, la menoscaban o pierden del todo por causa de sus malas obras, sus insaciables avaricias y sus daños a otros. A mi entender, esas gentes habrían de ser quemadas como los que hacen moneda falsa pues no hay dineros, riquezas, ni vanidades que puedan justificar tales maldades.

—Bueno, ya lo ves —repuso el marqués, arreglándose el encaje de los puños—. Si hacemos caso de lo que tú nos cuentas, los Curvos son unos asesinos, unos falsos y unos cobardes, y juzgo muy oportuna la petición de tu padre. El honor te exige matarlos, no hay duda en ello, y no seré yo quien te prive de tu derecho pues en mi juventud me batí en algunos duelos y, por más, maté de una estocada a don Carlos de la Puebla, hijo de don Rodrigo Chinchón y sobrino del cardenal de Cuenca, por ciertas palabras muy ligeras que allí, donde murió sin confesión, me dijo, y eso que antes de ese día éramos grandes amigos.

Doña Clara le miró con arrobo y él debió de sentir que acababa de encontrar una mina de oro porque, creciéndose, añadió:

—Es más, haré por ti lo que pueda. Es justo que vengues la sangre de tu padre y la del resto de tu familia. Si quieres que sea tu padrino de duelo, lo seré.

—El marqués habla por hablar, pues está muy impedido de sus achaques —se apresuró a observar doña Clara—, mas puedes contar con su silencio y su complicidad.

—Cierto —añadió él, adivinando que se había excedido en el ofrecimiento.

—Os agradezco el deseo que mostráis de favorecerme, don Luis —le dije, por restituirle la dignidad que doña Clara le había quitado.

—Me pregunto —atajó Rodrigo de súbito— cuántos Curvos podría matar Martín en duelo antes de que ellos le hicieran matar a traición por algún otro secuaz a sueldo como Jakob Lundch y eso sin olvidar que dos de los cinco hermanos son mujeres y que las mujeres no se baten a espada ni pelean por su honor.

Nadie se le opuso y todos guardamos silencio, cavilosos. Era cosa muy cierta que no podía matar en duelo ni a Juana ni a Isabel y, desde luego, no estaba en mi intención dejar que esas dos vivieran por muy mujeres que fuesen. También yo lo era, ¿y qué se me daba?

—Tampoco podría matar a los Curvos en la calle —añadió doña Clara en coincidencia con Rodrigo—, salvo que fuera de noche. De noche y, por más, que no llevaran escolta, cosa que resulta absurda pues ningún hombre principal sale de casa sin sus criados que, a poco, son tres o cuatro y armados, y lo normal es que vayan en coche para no mancharse las suelas con los excrementos de las caballerías. Si visitaran el Compás quizá tendrías alguna oportunidad, pero Fernando Curvo es uno de los congregados del padre Pedro de León
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y ese hermano pequeño que acaba de llegar de las Indias...

—El conde de Riaza —apuntó el marqués—. Diego Curvo es su nombre.

—Pues ese Diego Curvo no tardará en ingresar también, a lo que se dice, en las filas de ese jesuita loco.

—¿Y quiénes son esos congregados? —preguntó Rodrigo.

—Se declaran a sí mismos penitentes, siervos de Dios y hombres honrados. Son mercaderes, banqueros, letrados, artesanos, aristócratas... De todo hay en esa ralea del demonio.

—Clara —la reconvino el marqués—, refrena tu lengua.

—¿Que yo refrene mi lengua? —se ofendió ella—. ¿Debo callar que esos hipócritas cierran las puertas de la mancebía los días de fiesta, cuando más caudales ganan las mancebas para sostener a sus hijos y a sus padres ancianos? ¿Debo callar que esos santurrones meapilas...

—¡Clara!

—... amenazan a las mujeres con el infierno, con la pérdida del alma si siguen ejerciendo su oficio, un oficio legal y para el que tienen licencia, con enfermedades inmundas y pestilentes causadoras de la muerte cuando hay cirujanos públicos que las vigilan y cuidan? ¿Debo callar que sacan por la fuerza a los clientes mediante toda clase de tropelías porque nadie se lo impide, golpeando a los más jóvenes con disciplinas para que no vuelvan nunca? ¿Yo debo callar y ellos no deben parar?

Doña Clara se agitaba más y más según hablaba. Yo había quedado pasmada al conocer que Fernando Curvo, ni más ni menos que Fernando Curvo, el mayor de los hermanos, el mayor de los hipócritas del mundo, era uno de esos beatos congregados que se llamaban siervos de Dios al tiempo que ordenaba asesinar a todo un pueblo para que las diez o quince personas que conocían la verdad de sus negocios no pudieran irse nunca de la lengua. Mas no era su doblez, siendo mucha, la que me indignaba sino el recuerdo de nuestras mancebas de Santa Marta atadas a las camas para que murieran por el fuego después de haber sido violentamente ultrajadas, o el de nuestros compadres de la Chacona, asesinados a arcabuzazos y cuchilladas en mitad de la noche, o el de mi padre agonizante, llenas de gusanos las heridas de los azotes, humillado por Diego Curvo en la nao de la flota, muerto en mis brazos en la Cárcel Real para que ese beato hipócrita de Fernando y sus cuatro hermanos pudieran seguir siendo una familia sin tacha, benemérita y piadosa y, sobre todo, acaudalada. Ojo por ojo, dicen. Pues, cuidado, Curvos: ojo por ojo.

—En resolución —concluyó doña Clara—, tu venganza me parece un trabajo imposible. Si no puedes retarlos en duelo ni acercarte a ellos en lugares públicos o si, haciéndolo, tras matar al primer Curvo los otros se te escapan y te mandan matar o te arrestan los alguaciles y te ajustician, ¿de qué te valdrá el esfuerzo? En verdad, no sé cómo vas a poder cumplir lo que le juraste a tu padre.

—Tampoco yo lo sé —murmuré, apesadumbrada. Debía discurrir otra cosa, algo menos comprometido para mí y de cumplimiento seguro y cierto—. Sin embargo, de una u otra manera, a fe mía que lo pondré en ejecución —afirmé con dureza.

Rodrigo, ceñudo y triste, asintió.

Llegó la Natividad y hubo festejos de Año Nuevo en Sevilla. Rodrigo y el marqués hallaron una pasión común, el juego de naipes, y se dedicaron a ella durante las fiestas sin que les importara un ardite que fuera de día o de noche o que las comidas estuvieran servidas en la mesa. Doña Clara se desesperaba y renegaba por perderse las diversiones que estaban teniendo lugar en las calles, cuyo tentador alboroto llegaba hasta nosotros.

Cierto día me dijo:

—Martín, ¿por qué no me acompañas a dar un paseo en coche?

La miré asombrada y le recordé que la justicia me buscaba y que no podía salir. A la sazón, el nombre del delincuente Martín Nevares se repetía en todos los bandos y pregones de la ciudad y se habían expedido mandamientos con mis señas para que los alguaciles reales y los cuadrilleros de la Santa Hermandad pudieran prenderme por contrabandista y enemigo del rey en cualquier parte que me descubrieran. Los Curvos sabían que andaba por Sevilla porque había estado en la Cárcel Real con mi padre y mi estancia en su ciudad era un peligro muy grande que deseaban atajar con presteza.

—Tú no, hombre —repuso, divertida—, Catalina. Catalina Solís. Tengo vestidos míos que te sentarían muy bien con unos pequeños arreglos y ese pelo lacio podemos ahuecarlo, hacerle algunas mejoras con las tenacillas y los rizadores y adornarlo con cintas, ganchillos y colgantes. Con solimán blanquearemos esa horrible piel morena que, por fortuna, ya se te va aclarando por falta de sol.

Iba a rehusar amablemente su proposición cuando, al punto, cerré la boca y apreté los labios con fuerza. Todo se me representó en el entendimiento en aquel punto, a lo menos todo lo principal y, así, acepté de buen grado aquella broma y pasamos la tarde en su recámara, muy distraídas frente al espejo, jugando al divertido entretenimiento de convertirme en mí misma aunque hermoseada, favorecida y ricamente aderezada. Y era verdad que doña Clara era maestra en las artes de la belleza pues de donde no había sacó y donde halló mejoró y, con eso y un vestido, me vi en el espejo transformada en una dama exquisita, digna del mejor caballero andante y de su gesta más gloriosa. Y si mis ojos y los de doña Clara mentían, no lo hicieron ni los de Rodrigo ni los del marqués, el primero de los cuales quedó sin habla durante un buen tiempo, fija la mirada en el lunar postizo que doña Clara me había pegado sobre el labio, y el segundo, conforme a su naturaleza, pidió a su enamorada que hiciera las debidas presentaciones pues una hermosa doncella como yo no podía visitar su casa sin que él la conociera. Doy fe de que no hay nada que más presto rinda sus encastilladas torres a la adulación que la vanidad y si pasar de Catalina a Martín me resultaba más que nada provechoso, pasar de Martín a Catalina tenía su aquel, precisamente por cosas como el deleite que producen los halagos y las lisonjas.

Al día siguiente, convertida en la guapa Catalina, acompañé a doña Clara en el prometido paseo y, entretanto comíamos naranjas dulces que llenaban de aroma el interior del coche, mirábamos por los ventanucos cómo las gentes de humilde condición, a pesar del mucho frío que hacía, bullían, reían y se divertían con los grupos de músicos, danzantes y comediantes que actuaban por las calles. Sonaban alegremente los rabeles, las chirimías, las vihuelas y los panderos, y todos danzaban sin recato los más desvergonzados bailes de cascabel entre palmas, castañetas y zapateados, al tiempo que las sahumadas iglesias estaban abarrotadas y las plazas llenas de tenderetes en los que se vendían vino, dulces y pasteles.

—¡Esta es la auténtica Sevilla! —exclamaba, alborozada, doña Clara—. ¡El Compás andará apretado! ¡Las mancebas harán hoy grande beneficio si no aparecen los congregados!

Y era verdad que a las gentes de Sevilla les gustaban las fiestas pues tenían más que días del año y casi todas se celebraban con grandes manifestaciones de contento, incluso las religiosas. No se me caerán de la memoria las muchas que presencié durante el tiempo que viví en aquella ciudad.

—Doña Clara, he menester un favor de vuestra merced —le dije de presto a mi anfitriona.

—Pide, muchacha, y que no sea muy caro —contestó, tomándose a reír muy de gana.

—¿Podríais hacer de mí una dama de título?

Doña Clara quedó en suspenso, confundida, hasta que no pudo más y reventó de risa.

—¡Eso sólo podría hacerlo el rey, muchacha, y tengo para mí que no sería nunca su intención elevarte a la nobleza!

—Quería decir en apariencia —gruñí.

—¡Ah, bueno! —dijo entre hipos y carcajeos mal contenidos.

—Sólo quiero parecer una dama noble, una aristócrata, o incluso una hidalga aunque de muy alta calidad.

—¿Y por qué sientes tal deseo, si puedo preguntarlo? —inquirió secándose las lágrimas del regocijo.

—Porque Martín no puede allegarse hasta los Curvos para matarlos, mas Catalina sí.

Me miró como si fuera la primera vez que me veía en toda su vida y a mí esa mirada me recordó la de halcón de madre, a la que no se le escapaba ni el suave movimiento de una brizna de hierba.

—¿Y cómo los matarás siendo Catalina?

—Aún no lo sé. Sin embargo, desde la confianza y la amistad me resultará más fácil clavarles el puñal uno a uno sin que nadie sospeche de mí.

Las fiestas de la calle, las voces y los cánticos de la turbamulta habían desaparecido. Dentro de aquel coche, doña Clara y yo cavilábamos en silencio.

—Resulta extraño oír hablar a una muchacha en esos términos —dijo, a la postre.

—Soy la misma muchacha que, como maestre, gobernó una nao por aguas peligrosas de la mar Océana desde Cartagena de Indias hasta Lisboa y la misma que entró en lo más pestilente de la Cárcel Real para buscar a su padre moribundo.

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