Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
Sparta se volvió rápidamente hacia el grabador de misión que contenía todas las grabaciones públicas de la travesía. Examinar a fondo toda la grabación, con el amplio lapso de tiempo que ocupaba, sería un proceso prolongado. De momento se contentó con un rápido e intenso examen, en busca de anomalías.
Una anomalía sobresalía, en espacio datos, en espacio olor, en espacio armonía —una explosión, otras explosiones secundarias, alarmas, llamadas de socorro..., voces humanas asustadas intentando hacer frente a los hechos, acusando—. La grabadora de misión de la caja negra contenía toda la sucesión de acontecimientos que habían tenido lugar al producirse el choque del meteorito.
Sparta lo oyó todo a la velocidad de la luz y lo reprodujo mentalmente para sus adentros. Todo ello confirmaba hasta en el más mínimo detalle lo que ya había obtenido en el primer vistazo que había echado al lugar del accidente.
Otra anomalía sobresalía en la corriente de datos de la grabadora de misión, una conversación que había tenido lugar inmediatamente antes de que el fatídico mensaje radiofónico de Grant hubiera sido transmitido a la Tierra y a Venus. « Habla Peter Grant, el comandante de la
Star Queen.
El oficial ingeniero y yo hemos llegado conjuntamente a la conclusión de que sólo queda oxígeno suficiente para un hombre...»
Pero justo en los momentos que precedían a este anuncio, Grant y McNeil no se encontraban en la plataforma de vuelo... Las voces de los dos hombres se escuchaban apagadas a causa de la mampara intermedia. Una de las voces —la de McNeil— se elevó un momento hasta alcanzar el umbral de la audibilidad, y sus palabras sonaban graves: «No estás en posición de acusarme de nada...»
¿Acusarlo...?
Toda la conversación podía recuperarse, pero para hacerlo Sparta tendría que ponerse ligeramente en trance. Y había otros fragmentos de datos que quizá cedieran a los análisis, pero debía posponer el momento de enfrentarse a ellos. Era demasiado pronto para sacrificar de nuevo el estado de alerta. Pero ahora tenía que moverse con rapidez...
El crucero rápido
Helios
, impulsado por un poderoso reactor atómico de corazón gaseoso, había salido de la Tierra hacía una semana; se encontraba a una semana y un día de distancia de Port Hesperus, cuando se recibió el sombrío mensaje por todo el sistema solar: «Al habla el comandante Peter Grant, de la
Star Queen...
»
Al cabo de unos minutos —incluso antes de que Peter Grant hubiera salido por última vez de la cámara de compresión de aire de la
Star Queen—
el capitán de la
Helios
había recibido órdenes de la Junta de Control del Espacio, que actuaba de acuerdo con las leyes interplanetarias, de notificar a sus pasajeros y tripulación que todas las transmisiones que se llevasen a cabo desde la
Helios
serían grabadas, y que cualquier información pertinente obtenida de ese modo sería usada en los subsiguientes procedimientos legales y administrativos, incluidos los procesamientos criminales, en caso de haberlos, que apuntasen hacia el incidente de la
Star Queen.
En otras palabras, que todos los que se hallaban a bordo de la
Helios
eran sospechosos en la investigación de algún delito aún sin especificar cometido contra la
Star Queen.
Y no sin razón. La
Helios
había salido de la Tierra en una órbita parabólica en dirección a Venus dos días después de que el meteoroide chocase contra la
Star Queen.
La fecha de salida del crucero rápido había estado durante meses en las listas, pero en el último minuto, después del choque del meteorito, la
Helios
admitió varios pasajeros nuevos. Entre ellos estaba Nikos Pavlakis, que representaba a los dueños del carguero accidentado. Otro era un hombre llamado Percy Farnsworth, representante del grupo «Lloyd's» que había asegurado la nave, el cargamento y las vidas de la tripulación.
Otros pasajeros habían reservado pasaje en aquel vuelo con mucha antelación. Había un emérito profesor de arqueología de Osaka, tres adolescentes holandesas que emprendían una grandiosa gira interplanetaria y media docena de técnicos mineros árabes acompañados de sus esposas, cubiertas con velos, y de sus traviesos hijos. Las muchachas holandesas más bien sentían regocijo ante la idea de que se sospechase de ellas como criminales interplanetarias, mientras que a Sondra Sylvester, otra pasajera que había hecho la reserva con antelación, no le ocurría lo mismo. La joven compañera de viaje de Sylvester, Nancybeth Mokoroa, se mostraba sencillamente rígida de aburrimiento con todo aquel asunto.
Aquélla no era la clase de pasajeros que se puede mezclar fácilmente; el profesor japonés sonreía y guardaba las distancias, y los árabes se mantenían aparte sin molestarse siquiera en sonreír. Las quinceañeras se paseaban tambaleantes sobre los zapatos de tacón alto durante los períodos de aceleración constante y se movían con incomodidad dentro de aquellos vestidos tan ajustados a los que no estaban habituadas, se encontraran bajo aceleración o no, y tenían como objetivo principal a todas horas dirigirle miradas amorosas al único pasajero varón que no iba acompañado y cuya edad era superior a los quince años e inferior a los treinta. Él no les devolvía el cumplido. Se trataba de Blake Redfield, que se había sumado en el último minuto a la lista de pasajeros y que se mantuvo muy reservado durante toda la travesía.
Tales encuentros sociales, cuando se daban, tenían lugar en el salón de la nave. Allí Nikos Pavlakis, muy nervioso, hacía todo lo que podía para congraciarse con su cliente, Sondra Sylvester, siempre que sus caminos se cruzaban. Lo cual no sucedía a menudo; pues ella generalmente evitaba los encuentros. De todos modos, el pobre hombre estaba fuera de sí a causa de la preocupación; se pasaba la mayoría del tiempo solo, bebiendo ouzo acompañado de una bolsa de plástico de aceitunas de Kalamaca. A Farnsworth, el hombre de los seguros, a menudo se le encontraba merodeando en las sombras, cerca de Nikos; daba sorbos a un frasco de ginebra pura y le echaba ostensibles y furiosas miradas a Pavlakis. Tanto Pavlakis como Sylvester se habían propuesto evitar a Farnsworth.
Pero fue en el salón, no mucho después del sacrificio público de Grant, donde Sylvester se encontró a Farnsworth agasajando a Nancybeth con un bulbo templado de Calvados. El hombre de mediana edad y la mujer de veinte años estaban flotando, ingrávidos y ligeramente beodos, ante un espectacular telón de fondo formado por estrellas auténticas. Aquella visión enfureció a Sylvester, tal como Nancybeth, sin duda alguna, se había propuesto. Antes de acercarse a ellos, Sylvester pensó en la situación: al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía de preocuparse? La muchacha poseía una belleza como para pararle el pulso a cualquiera, pero era leal como un visón. No obstante, Sylvester creyó que no podía permitirse ignorar al taimado Farnsworth durante más tiempo.
Nancybeth, con una malicia apagada sólo ligeramente por la ingravidez y el alcohol, contempló a Sylvester mientras ésta se acercaba a ellos.
—Hola, Sondra. Te presento a un amigo mío. Prissy Farnsworth.
—Percy Farnsworth, señora Sylvester.
Uno no puede ponerse de pie cuando se halla en microgravidez, pero a pesar de ello Farnsworth se incorporó admirablemente y metió hacia delante la barbilla en una reverencia que resultó bastante creíble.
Sylvester lo miró con desagrado: aunque se aproximaba a los cincuenta años, Farnsworth adoptaba la apariencia de un joven oficial del ejército que se hallase fuera de servicio durante el fin de semana y se dedicase un poco a la matanza de faisanes, por decirlo así. El teniente coronel Witherspoon, al que Sylvester acababa de conocer en los terrenos de maniobras de Salisbury, era también un modelo de aquel tipo. Farnsworth tenía el mismo bigote, la misma cazadora de tiro con coderas y la misma rigidez en el cuello. El acento de colegio de pago y la recortada dicción de Rata del Desierto eran, no obstante, estrictamente de segunda mano.
Sylvester hizo que no veía la mano que el hombre le tendía.
—Deberías tener más cuidado, Nancybeth. Una resaca de coñac no resulta nada agradable.
—Querida mamá Sylvester —dijo la muchacha con una sonrisa afectada—. ¿Qué te había dicho, Fanny? Es una experta en todo.
Yo
no había oído hablar en toda mi vida de este mejunje hasta que ella me inició.
Nancybeth se pasó el bulbo de brandy de manzana de una mano a otra. Al lanzarlo la tercera vez falló, y Farnsworth lo rescató cogiéndolo en el aire y se lo devolvió sin hacer ningún comentario.
—Tengo entendido que disfrutó usted de una visita muy agradable al sur de Francia, señora Sylvester —dijo Farnsworth desafiando los obstinados desplantes de la mujer.
Sylvester le lanzó una mirada con intención de hacerlo callar, pero inesperadamente, Nancybeth se puso a hablar, muy animada.
—
Ella
se lo pasó muy bien dos días. ¿O fueron tres días?
Yo me aburrí
durante tres
semanas.
—
Señor Farnsworth —se apresuró a interrumpirla Sylvester—, ese intento de sonsacarle a mi compañera información que usted imagina puede serle útil de alguna manera..., resulta muy evidente.
Nancybeth abrió mucho los ojos.
—¿Sonsacarme? Pero señor Farnsworth... Y se agarró con gesto teatral la ondulante falda del vestido estampado de flores.
—Y despreciable —añadió Sylvester.
Pero Farnsworth hizo como que no se daba por aludido.
—No he pretendido ofenderla, señora Sylvester. Sólo hablaba por hablar, nada más. En lo que se refiere a los negocios, francamente, yo prefiero hablar con usted cara a cara, ¿eh?
Nancybeth soltó un gruñido.
—De hombre a hombre, por así decirlo —comentó. Y luego fingió encogerse atemorizada cuando Sylvester la miró con furia. Estaba claro que se había tomado más copas de más de lo que Sylvester se temía.
—Me malinterpreta usted, señora Sylvester —continuó diciendo Farnsworth con suavidad—. También represento los intereses de usted, ¿sabe? En un sentido.
—¿En el sentido de que se verá usted forzado a pagar a sus clientes cualquier suma que no consiga escatimar?
Él se dio un poco de impulso hacia arriba.
—No tiene usted nada que temer, señora Sylvester. La
Star Queen
aterrizaría a salvo con el envío que usted ha hecho aunque fuera una nave fantasma. Es necesario algo más que un miserable meteoroide para hacer algo en un robot «Rolls Royce»... ¿qué?
En el transcurso de esta conversación Nancybeth había ido poniendo una serie de caras exageradas, imitando con mímica primero el frío desprecio de Sylvester y luego la herida inocencia de Farnsworth. Era esa clase de exhibición infantil lo que en algunas circunstancias le confería cierto atractivo de golfillo. Pero en aquel momento resultaba tan poco atractiva como una rabieta.
—Gracias por su interés, señor Farnsworth —dijo Sylvester con frialdad—. Y quizá sea usted tan amable de dejarnos en paz ahora.
—Permítame que sea directo, señora Sylvester, y le pido perdón...
—No. ¿Por qué no es indirecto? —sugirió animadamente Nancybeth.
Farnsworth continuó hablando:
—Al fin y al cabo, ambos somos conscientes de las dificultades por las que atraviesan las «Líneas Pavlakis», ¿no es así?
—Yo no soy consciente de tal cosa.
—No hace falta mucha imaginación para darse cuenta de lo que Pavlakis habría podido ganar hundiendo su propia nave, ¿eh?
—Nancybeth, me gustaría que te vinieras conmigo ahora mismo —dijo Sylvester al tiempo que se daba la vuelta.
—Pero lo hizo bastante mal, ¿no es cierto? —continuó diciendo Farnsworth y con voz más profunda y ronca al tiempo que se acercaba a Sylvester—. ¿Ningún daño de importancia en la nave, ningún daño en absoluto en lo que se refiere al cargamento? ¿Ni siquiera en ese famoso libro por el que usted demostraba tanto interés?
—No se olvide de la tripulación —gritó Nancybeth todavía mareada como un diablillo—. ¡Intentó matarlos a todos!
—Buen Dios, Nancybeth... —Sylvester echó una rápida mirada al otro lado del salón, hacia el lugar donde Nikos Pavlakis revoloteaba sobre el ouzo—. ¿Cómo puedes decir semejante cosa de un hombre al que ni siquiera conoces?
—Pero sólo se cargó a la mitad —terminó la muchacha—. El bueno de Angus se libró.
—Ésa es una suposición muy sagaz, señora Sylvester, y yo apostaría a que tiene razón. —La mirada insinuante de Farnsworth se agudizó melodramáticamente—. En caso de accidente las «Líneas Pavlakis» pagan unas primas de seguro de vida para los tripulantes bastante grandes... ¿Lo sabía usted?
Ella lo miró fijamente a los ojos, casi en contra de su voluntad.
—No, señor Farnsworth, realmente no lo sabía.
—Excluyendo el
suicidio
, no obstante. Y además hay otra cuestión...
Sylvester desvió la mirada de la del hombre. Había algo en aquellos dientes, en el pelo rojizo, que hizo que el estómago se le revolviera. Miró con enojo a Nancybeth, la cual le devolvió una mirada de aturdida y exagerada inocencia. Agarrándose a un pasamanos cercano, Sylvester les volvió la espalda a los dos y se lanzó apresuradamente hacia el exterior, adentrándose en la penumbra.
—Adiós, Sondra..., perdónanos por haberte hecho enfadar —cacareó Nancybeth al tiempo que Sylvester desaparecía por la puerta más cercana. Miró de reojo a Farnsworth—. ¿Suicidio? ¿Eso significa que no tendrá usted que pagar a Grant? Quiero decir
por
Grant. ¿Por qué él se quitó la vida?
—Puede que signifique eso. —Farnsworth le devolvió una mirada como la de un búho—. A no ser que no lo hiciera así, naturalmente.
—¿Que no lo hiciera? Ah, sí... ¿Y si lo
asesinaron
?
—
Ah, asesinato. Ésa es una zona gris. —Farnsworth se dio un tirón del nudo de la corbata de polímero color sangre—. Oye, lo he pasado estupendamente. Pero me temo que ahora tengo que marcharme.
—Sí. Wurspercy —dijo en un arrullo la recién abandonada Nancybeth. De modo que eso era lo que aquel tipo pretendía de ella, nada más que la oportunidad de entablar conversación con Syl—. Hala, vete corriendo. ¿Por qué no te vas de una vez? Y en lo que hacer, toma ejemplo del comandante Grant. Piérdete
tú
también.
Al otro lado de la habitación, no muy lejos, Nikos Pavlakis flotaba cerca de la barra en compañía del bulbo de ouzo y la bolsa de aceitunas. Se daba perfecta cuenta de que habían estado hablando de él. El genio le decía que se enfrentase a Farnsworth, que le pidiera cuentas inmediatamente, pero el sentido de los negocios le indicaba que era mejor mantener la calma a toda costa. Estaba frenético por las condiciones en que se hallaba su preciosa y nueva nave. Y casi lo mismo de apesadumbrado se sentía por Grant, que había sido un empleado de confianza de su padre y de él mismo durante muchos años, y por la viuda y los hijos de Grant. Y más aprensivo aún se sentía acerca de la perspectiva de McNeil, otro buen hombre...