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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (24 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Voluntad ya tienes —dijo ella—. Pero estás muy delgado. Buenos filetes te tendrás que comer… ¿Café?

—¿Hay café? ¿Café de verdad?

—Sí; tengo un pequeño cultivo de café… Pero esta vez lo haré yo…

Se quedó dormido en el sillón, después de apurar dos humeantes tazas de café que sabían a gloria… recordando, nebulosamente, el sabor del Neocafé de la Ciudad, que era como la sombra de un reflejo de la descripción de una buena taza de café de verdad.

En lo que él había creído cuadra, había, además del establo para dos vacas, lugar para Aneberg, al lado de un robusto caballo de tiro, el cual se asustó y comenzó a relinchar y a retroceder hacia la pared al ver al furibundo caballo cuellilargo. Costó bastante tranquilizarle, y eso sin que Aneberg, pacíficamente aposentado ante un oloroso montón de heno, hiciera más que dirigir alguna mirada despreciativa hacia aquel otro burdo ejemplar de su raza. También había dos cerdos, y dos docenas de gallinas, pavos y patos. El bajo edificio de madera continuaba con una nave donde se encontraban un pequeño molino de harina, y cubas, frascos de cristal y herramientas diversas para preparar conservas. Una solida estantería de madera contenía hileras e hileras de frascos ya llenos, con limpias etiquetas indicando claramente el contenido.

Edy, con su voz tranquila y baja, le dio alguna ligera explicación, mientras el pequeño Hermán, con su libro en las manos, les seguía, volviendo la cara a otro lado, vergonzosamente, cada vez que Sergio le miraba. En vano intentó hacerle alguna gracia, porque el pequeño, a pesar de su media sonrisa, se retraía inmediatamente. Al final, decidió dejarlo en paz.

Caía la noche cuando la voz del Capitán Grotton se dejó oír en la veranda. Edy había encendió un par de velas de cera (también tenía abejas) y había dicho a Sergio que por hoy no era preciso que hiciera nada, que se le veía cansado, que mejor mañana.

—Buenas noches —dijo el Capitán Grotton, pasando adentro sin ceremonias—. Hola, Edy… ¿tienes un poco de ginebra? Mira esto, Sergio, a ver qué te parece.

Puso sobre la mesa, colocando las palmatorias de latón a ambos lados, un cartel de grueso papel, escrito con grandes letras de palo, un tanto torcidas en algunos lugares:

EL CAPITAN GROTTON, PENSANDO QUE LA JUBENTUD DE ESTOS LUGARES NECESITA SANO ESPARCIMIENTO Y UN POCO DE AVENTURA, ANUNCIA A TODOS LOS HOMBRES Y MUJERES BRABOS QUE LO DESEEN, QUE ESTA PREPARANDO UNA ESPEDICION AL África. ¡GENTES DE VALOR! EL CAPITAN GROTTON ESPERA VUESTRAS NOTIZIAS EN LA ALQUERIA DE MULLER… SOLO PARA SESENTA PERSONAS BRABAS Y AVEZADAS AL PELIGRO… ¡OCASION UNICA! EL QUE QUIERA VENIR TRAERA SU CABALLO, DOSCIENTAS CARGAS DE MUNICION, ARMAMENTO, QUINCE CENTIMOS EN PROVISIONES BUENAS, Y CINCO CENTIMOS EN MONEDA, POR QUE NO VOY A PONERLO LLO TODO.

FIRMADO: EL CAPITAN GROTTON.

—Me parece muy bien —dijo Sergio—. ¿Cuántas copias has hecho?

—¿Cómo que cuántas copias? Esta sólo… y ya me ha costado bastante trabajo, porque no me negarás que es un anuncio de primera calidad… Gracias, Edy, guapa… ¡Hum! Buena ginebra… Tú siempre tan generosa con este pobre viejo inútil…

Y el Capitán Grotton, sonriendo como un jabalí, hincó un dedo morcilludo en las costillas de Edy, que se retiró un poco, con expresión de burla.

—Copias… copias… —repitió—. Eso sí que no sé si podré hacerlo… ¿No podríais ayudarme, hijos míos? Sólo tenéis que conseguir la cartulina de ese zorro de Mansour, que tiene suficiente, de la que usa para envolver esos polvos que fabrica… Pluma y tinta, ya tendrás tú, Edy… Por cierto, que el telégrafo de Maranzano no funciona… no sé qué le pasa. Mejor, porque así me voy mañana a Abilene y lo comunico desde allí… Tardaré una semana en volver…

—¿Y qué hago yo mientras? —preguntó Sergio.

El Capitán Grotton eructó finamente, tapándose la boca con la mano, y dirigió una bulbosa mirada a su alrededor, como investigando lo que había en las estanterías.

—Huele bien ese estofado, Edy… ¿te importaría? Gracias, eres una buena chica. Así cenamos todos juntos… Estoy tan viejo y tan solo…

En silencio, comenzaron los cuatro a comer el suculento estofado. El Capitán Grotton, como sí no hubiera comido en su vida embaulaba a toda prisa grandes porciones de carne y salsa, untando buenos pedazos de pan. Después del primer plato, miró llorosamente a Edy, que, sin decir una palabra, le sirvió otra ración. Fuera, la noche había caído completamente, y se oía el suave rumor de hojas agitadas por la brisa, y el lejano chirriar de los grillos…

—¿No habrá café, Edy? Pues tú, Sergio, pues tú… ¡hic! Perdón. Aparte de hacer las copias que puedas y dárselas al primer viajante que pase… y ayudar a esta magnífica mujer que es Edy Muller… si pudieras… vamos que… en fin… Yo necesitaría fondos en Abilene… Con cinco céntimos tendría bastante… ¡Ah, Edy! ¿Quieres que te lleve una carga de conservas y te las cambio allí? ¿Necesitas algo…?

—Pues sí. Capitán. Una pieza de tela blanca, fuerte… y una hoja de cristal… también sal, azúcar, pimienta… unas tijeras…

—Yo te lo traeré, Edy, no te preocupes. Pues tú, Sergio, practica con la vieja Bessie… ¿tendrás algo de plomo para fundir balas, Edy…? Y si viene alguien a verme, que acampe por ahí mientras vuelvo… Nada más que eso. Y ahora, voy a irme, tengo al viejo penco ahí fuera… ¿Me das los cinco céntimos, Sergio? ¿Me preparas las conservas, Edy?

Sergio le entregó cinco moneditas de plata al Capitán Grotton, y Edy, silenciosamente, con cierta expresión de tristeza, preparó un saco de lona lleno de frascos de cristal.

—Bueno —dijo el Capitán, alzándose trabajosamente sobre la silla de su caballo, un penco horrible, macilento, lleno de mataduras, y con aspecto de estar a punto de fenecer de inanición—. Te devolveré los céntimos, Sergio. Y no te preocupes, Edy… tela blanca, tijeras, azúcar, sal, pimienta… no me olvido… Hasta la vuelta, hijos; muchas gracias por vuestro cariño con este viejo inútil…

Y el Capitán Grotton, oscilando un poco sobre su montura, se perdió en las tinieblas de la noche. Durante unos instantes se oyeron los cascos del viejo jumento resonar sobre el puentecillo de madera, en la oscuridad, y luego un lejano piafar, un galope, y el silencio. Edy y Sergio permanecieron unos minutos en la veranda, sin decir nada. Dentro, el pequeño Hermán se había quedado dormido sobre la mesa. Las estrellas brillaban fríamente sobre el negro terciopelo nocturno, y una ráfaga de viento frío les sobrecogió. Sergio trató de distinguir en las infinitas profundidades del firmamento algo distinto de las estrellas… una raya de luz anaranjada, un movimiento más rápido de algún punto luminoso, algo que demostrase que la Ciudad estaba allí, oculta en el insondable cosmos… pero no vio nada. Se dio cuenta de que Edy le estaba mirando, quizás adivinando sus pensamientos, pues le había explicado un poco de su historia.

—¿Piensas en la Ciudad? —dijo ella, con su profunda voz amable—. ¿Querrías volver allí?

—Creo que no… —dijo Sergio, sin pensarlo—. Creo que no.

—Es tarde, Sergio. Hay que cerrar la puerta. Los grandes cerrojos de hierro corrieron fácilmente en sus guías y el sólido portón encajó firmemente, con un ruido seco en las anchas jambas de dura madera. Con una sonrisa, Sergio cogió en los brazos al pequeño Hermán, que dormía con la boca entreabierta, y, alumbrado por Edy, que llevaba las dos palmatorias, una en cada mano, lo llevó al piso superior.

Había un pasillo encalado, con el suelo tan brillante y limpio como el del salón inferior. Edy abrió una puerta, mostrando una pequeña alcoba, con una camita, y unos cuantos toscos juguetes de madera y trapo junto a la ventana enrejada.

—Déjalo ahí…

Sergio depositó al niño sobre la cama, y después siguió a Edy.

—Esta puerta es el servicio. Esta es tu habitación… Buenas noches.

Sergio se tumbó sin desnudarse en la estrecha cama, sintiendo la aspereza de las sábanas, un tanto rugosas, si bien rabiosamente limpias. Recordó, casi dormido, que había dejado abajo su mochila y sus rifles, y pensó dónde podría beber agua, si tenía sed. Luego, el sueño cayó sobre él como una losa de plomo.

En los días siguientes, ayudó a Edy en la preparación de botes de conservas, bastante torpemente al principio, y también en alguna pequeña labor en los cuidados campos, así como a dar alimento a los animales, sacar agua del pozo, canalizar el riego que salía del arroyo… En los ratos libres, cargó la vieja Bessie con pólvora, un taco y una bala de plomo recién fundida, para encontrarse con que no tenía pistones…

—Toma. Son del rifle de Hermán. Lo guardo ahí, aunque no he tenido que usarlo nunca…

El primer disparo casi le tiró al suelo, ya que, acostumbrado al rifle magnético, sin retroceso alguno, no esperaba el espantoso culatazo que la vieja Bessie le soltó. Pero pronto aprendió a asentar bien la gruesa culata en el hombro, ahuecando este un poco, como un nido, y a resistir el soberano impacto del disparo. Sin embargo, no conseguía acertarle a nada con aquel aparato, a pesar de que su puntería, con el rifle magnético (gastó tres balas en asegurarse) seguía siendo tan buena como antes. No dudaba de que, a corta distancia, el impacto de una de las gruesas balas de plomo de Bessie era capaz de tumbar un mamut… pero como precisión, tenía «la misma que un borracho queriendo cazar un conejo negro en una noche sin luna» como dijo el viejo Mansour cuando se acercó a traerles la cartulina.

Esto le costó un día de empaquetar bicarbonato, clorato de potasa, azufre y aspirina, pues Mansour no quería cobrar en dinero. Aun cuando tenía media docena de personas en la casa, sobre el viejo Mansour pesaba una desgracia familiar…

—El hijo mayor, Abdul, es un químico excelente —le explicó Edy, mientras cenaban— pero es un vago… Los demás son muy trabajadores, pero Mansour no consigue meterles en la cabeza ni lo más elemental de química…

—¿Tú sabes química?

—No; yo no. Sólo sé lo que ves: algo de campo y hacer conservas. Mansour y Abdul sí saben; realmente sólo viven para la química; el viejo se queda hasta el amanecer haciendo pruebas y experimentos… es una buena persona.

—¿Y Maranzano?

Maranzano era un hombre de unos cincuenta años, amarillo, con un pelo pastoso adherido al cráneo, que vivía con su mujer, Nicoletta, sin meterse con nadie.

—Tenían tres hijos, y se fueron —dijo Edy, dulcemente—. Uno de ellos murió en una expedición al Norte, con el Capitán… La hija vive lejos; tiene ya tres chiquillos, según dicen… El tercer hijo no se sabe… creen que está también lejos, cerca del océano… Nadie les ve nunca ni les ponen telegramas. Y sin embargo, se pusieron el telégrafo por eso… lo tienen conectado con un caserío, a unos sesenta kilómetros… Nunca dicen nada; se sientan, los dos solos, ante la puerta, y miran a lo lejos…

Parecía que la temperatura aumentaba ligeramente. Aneberg se impacientaba en la cuadra, y era preciso sacarlo a correr de cuando en cuando. Con cierto miedo Edy intentó montarlo, pero resultó totalmente imposible; Aneberg se retorció, lanzó espumarajos por el hocico, desorbitó los espantosos ojos negros, corcoveó y salió corriendo. De la misma manera resultó inútil una tentativa de engancharlo al arado junto con «Dogan», el percherón de Edy.

El trabajo no era excesivo, pues bastaba con algunas horas, no muchas, dedicadas a los diversos cultivos, para tenerlo todo al día. Sergio tenía tiempo, por las tardes, de dar alguna clase de lectura y matemáticas al pequeño Hermán, que poco a poco, había perdido su timidez y se atrevía a preguntarle cosas propias de su edad: «¿Me dejas la escopeta? ¿Cómo dispara? ¿Dónde tienes las balas? ¿Puedo ir contigo?»

Edy hablaba poco. Era una mujer sumamente tranquila, que atendía con mucho cariño a su hijo y a la casa. Sólo en alguna ocasión fueron los dos a charlar con el viejo Mansour, más que nada, por iniciativa del niño, a quien le gustaba atrozmente el trastear con los utensilios y frascos del laboratorio. «Cuando sea mayor, yo seré químico». En más de una ocasión, Sergio se sorprendió a sí mismo mirando el bonito perfil de Edy, mientras esta, silenciosa, escuchaba las historias de Mansour. Fue él mismo quien convenció a Edy para que Hermán comenzase a aprender lo más elemental en química, y no supo decirse si verdaderamente era por incitar el interés del niño, o por permanecer un poco más a solas con ella.

Muy lentamente, Edy, algo retraída al principio, había ido tomándose interés por él; interés que nunca se manifestó en preguntas sobre sus intenciones o sobre su vida anterior en la ciudad, sino pretendiendo que comiera más, que descansase mejor, o que no se excediera en el trabajo. En un par de ocasiones, Sergio la encontró haciendo algo que él mismo había prometido hacer…

—Vamos, Edy… lo haré yo. Eso es muy pesado para ti.

—No creas… Lo he hecho muchas veces, antes de que vinieras tú.

Cierta mañana decidieron no trabajar, y dejar a Hermán al cuidado de una de las nueras de Mansour, con objeto de pasear por el bosque, y cazar algo, si era posible. Sergio tomó a Bessie, después de cargarla cuidadosamente, y Edy cogió unos emparedados y una botella de cerveza, ya que de forma insensible, pero real, la ginebra y el visqui habían desaparecido unos días antes. Bien era cierto que si Sergio, mirándola con cierto apuro, manifestaba que «le apetecería tomar una copita», Edy no discutía en absoluto, sirviéndole una minúscula porción de licor extraída de un lugar que Sergio nunca pudo localizar.

—¿Es que quieres volverme abstemio?

—No te conviene beber tanto… Lo que tienes que hacer es comer… Estás muy flaco.

—¡Si como demasiado, mujer!… No puedo con todo lo que tú cocinas…

Edy se puso una blusa blanca y un short de piel, con flecos… Tenía unas piernas largas pero no estilizadas, sólidas, hermosas, con un tinte atezado que resultaba más bruñido por el contraste con la piel del short y los flecos.

—¿Cuándo tomas el sol?

—A veces, en el campo…

El arroyuelo surgía del bosque, pasando a través de unas peñas musgosas que formaban arcada. Más allá había un arbolado que no llegaba a ser espeso, con los huecos entre tronco y tronco cubiertos de fina hierba… Caminaron hacia el interior siguiendo la línea del arroyuelo, que se deslizaba rumorosamente sobre un lecho de arena entrecubierto de pequeñas piedras redondeadas… En algunos lugares, un ligero desnivel daba lugar a una diminuta cascada que caía como un chorro sobre un lecho de peñascos y troncos caídos.

—Más adentro hay un lago… —dijo Edy—. Me he bañado muchas veces en él.

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