Un hombre muy joven, con una ancha sonrisa en medio de la rubia barba, se acercó a ellos rápidamente.
—Hola —dijo Sergio—. ¿Tenéis comida para nosotros?
—Toda la comida que queráis, y bebida también. Soy Eduardo… eso será mi casa… Podéis dejar vuestros caballos ahí, atados a cualquier árbol… y si echáis una mano descargando piedra, será lo mejor…
Durante el resto de la tarde, el Vikingo y Sergio descargaron piedra, serraron troncos y ayudaron a colocarlos en las paredes de la casa, tapando las junturas con una mezcla de barro y musgo… De vez en cuando, un ciego, sentado junto al horno donde se fabricaba la cal, tocaba una melodía un tanto ronca en un violín desvencijado; y también alguno de los hombres entonaba una canción que hablaba de tierras lejanas, de aventuras, de disparos y de regreso al hogar.
Poco después llegó un anciano, que fue recibido, por una razón desconocida, con gritos y burlas, a pesar de lo cual fue admitido. Más tarde, Sergio se explicó perfectamente las burlas cuando se dio cuenta de que el anciano pretendía dirigirlos a todos, sin hacer él nada personalmente. La cosa concluyó con cierta rapidez, cuando el rubio Eduardo le pidió que, o trabajase en serio, como los demás, o «se marchase tan rápido como un gato al que quieren bañar». Lanzando golosas miradas a las jarras de whisky, renegando acremente contra tal falta de respeto, el anciano decidió quedarse, e hizo débiles esfuerzos para llevar algún delgado tronco junto a la casa.
Casi anochecido, volvió de nuevo a llover torrencialmente, y tuvieron que refugiarse todos juntos, oliendo a sudor y a ropa mojada, en un tosco cobertizo construido junto al horno de cal. Eduardo y el interesante anciano procedieron a repartir grandes tajadas de carne de ternera fría, anchas rebanadas de pan y una jarra de whisky por persona. El ciego volvió a interpretar una melodía animada y saltarina, y al preguntar Sergio su nombre, uno de sus nuevos compañeros le dijo que se llamaba «TURKEY IN THE STRAW» y que era tan vieja que nadie recordaba quién ni cuándo la compuso.
El vhisky iba calentando los espíritus, y una nueva ronda, que salió de las numerosas barricas apiladas entre los primeros árboles del bosque, contribuyó todavía más a enardecer los ánimos de todos. A pesar de que la lluvia continuaba cayendo, y de que el terreno delante de la casa era un completo barrizal, varias parejas de hombres, cogidos por los hombros, comenzaron a dar saltos sobre el lodazal, salpicando a todos y poniéndose ellos mismos perdidos de barro.
—Oye tú… —dijo Sergio, inclinándose hacia el rubio Eduardo, y sintiéndose ligeramente mareado por la bebida—. ¿No hay chicas?
—Eso faltaba —contestó Eduardo, cortándose un gigantesco trozo de ternera—. Si traigo chicas, no me acabáis la casa… Lo siento, pero bueno está que comáis y bebáis, y me hagáis la casa a cambio… pero comer, beber, tener chicas, y además que me lo tenga que hacer yo todo, no…
—¿Qué piensas poner aquí? —preguntó el Vikingo.
—A mí —dijo Eduardo, con la boca llena— lo que más me gusta es curtir pieles… y a eso me voy a dedicar. Pondré un anuncio en el camino, y utilizaré ese arroyo para el batán… y cuando hayamos terminado, le diré a Edita que se venga aquí conmigo… Ganas tiene, porque está de tres meses…
—¿Y los bandidos? —preguntó Sergio.
—Bueno… las paredes son en su mayor parte de piedra, como ves. Tengo cuatro rifles, y mi hermano Jaime… ese jovenzuelo que está allí, dando saltos, se vendrá con nosotros… Veremos a ver quien puede más… suponiendo que llegue el caso, porque tú sabes que los bandidos rara vez se meten con una casa bien protegida…
—A Sergio no se lo digas… —intercaló el Vikingo—. En las montañas Helgafell mató cuatro o cinco…
—También estuve en África, con el Capitán Grotton —dijo Sergio, orgullosamente.
—Ah —respondió Eduardo—. Acércame el pan, abuelo, que ya que no has hecho nada en todo el día…
—¿Me concedes este baile? —dijo un tipo barbudo y maloliente, inclinándose ante Sergio.
De manera que Sergio se encontró, con las manos en los hombros del otro, que le miraba furibundamente, dando saltos al compás sobre el lodazal cada vez más profundo, y soportando la lluvia cuya intensidad aumentaba a medida que la noche crecía… A su lado, buen número de parejas similares chapoteaban a placer, entre gritos que casi cubrían la música del violín…
—Lástima que no seas una buena moza, con buenas carnes —dijo el barbudo maloliente, mirándole con ojos velados por el alcohol.
—Lo mismo pienso yo de ti, amigo —contestó Sergio.
Un rayo cayó en el interior del bosque, con un frenético retumbar, agrio y repentino, que se extendió a través de los húmedos troncos… Como asustadas, las chorreantes parejas corrieron a guarecerse bajo el cobertizo, a través de cuya techumbre mal unida, comenzaba a filtrarse la lluvia…
El Vikingo aprovechó aquel momento para acercarse al ciego violinista, y Sergio, después de librarse de su barbudo compañero, le siguió.
El ciego pareció sentir su presencia, porque alargó una pálida mano ante él. El Vikingo la tomó, apretándola durante un buen rato.
—Hola, hermano —dijo el ciego—. Me he dado cuenta de que había alguien nuevo por aquí… Eres el Vikingo, ¿verdad? ¿Y quién es el hermano que te acompaña?
Tendió nuevamente la mano hacia adelante, y automáticamente Sergio se la estrechó. El otro la retuvo un momento, para sonreír después, benignamente, fijando en él sus ojos sin vista.
—No —dijo—. Todavía no. Te falta poco… hermano. Pero aún no lo eres del todo… Vikingo… ¿te parece bien el sitio?
—Es perfecto… No encuentro nada que oponer.
—Me alegro de que pienses así. ¿Y tú, hermano que aún no lo eres? ¿Te parece que el sitio es bueno?
—Lo encuentro perfectamente.
—Lo celebro. El buen Eduardo me pidió que viniera a verlo, y que asistiera a la construcción, pero hay un buen wu-wei en todo ello… ha tenido un acierto.
Uno de los hombres lanzó un grito, desde el grupo que se arracimaba al lado de la hoguera, secándose las ropas. De todos ellos salía un potente tufo a ropa mojada y a calzado de piel secándose al fuego.
—¿Por qué no nos recitas algo, ciego?
—Si es vuestro gusto… Pero luego decís que no entendéis nada…
—Es igual… De todas maneras, suena bien. Anda… hazlo.
—¡Hazlo, hazlo! —aullaron varias voces.
—Está bien —dijo el ciego, y tocó unos acordes lentos con su violín. Luego, comenzó a declamar:
«Pienso, en mi ceguedad, triste negrura,
que otros no ven lo que mi mente entiende,
y que mi vida no resulta oscura
junto a aquél que no ha visto y lo pretende.
Sé que el oído da vida a la tormenta
y la vista al saltar de la cascada,
el trabajo, vigor a la herramienta,
y el buque, existencia a la ensenada.
Por eso yo no lloro mi ceguera,
pues hay quien, viendo, nunca verá nada,
ni el resplandor muriente de la hoguera,
ni el rosado crecer de la alborada,
ni el resonar del mar en la escollera,
y en este mundo mío, no tendrá entrada.»
—Muy bien —dijeron unas cuantas voces débiles, sin excesivo entusiasmo.
—Suena muy bien —comentó Eduardo, con una expresión que demostraba claramente que, o no se había enterado, o no había resultado de su gusto lo que el ciego dijera—. Pero, muchachos tenemos aquí uno que ha estado en África con el Capitán Grotton, y que según me han dicho después, las pasó de a metro allí… Sergio, ¿por qué no nos cuentas lo de África?
—¡Cuéntalo, Sergio! —aulló un coro múltiple. Alguien le puso en la mano, una nueva jarra; otra mano callosa le golpeó la espalda—. ¡Cuéntalo, Sergio, cuéntalo! —volvieron a aullar dos docenas de voces.
—Quiero detenerme a verla —insistió Sergio. La cascada se desbordaba desde unos veinte metros de altura, entre dos cúmulos rocosos de color gris. Al principio, el agua se deslizaba, verdosa y bordada de espumas, con suavidad de aceite, volcándose desde el manso río que ondulaba en la parte superior de la meseta. Después, las aguas chocaban con una serie de peñas, irregularmente distribuidas en el cauce, pardas por la humedad continua, ligeramente perforadas en algunos lugares, por el eterno golpear del agua burbujeante sobre ellas. A lo largo de la caída vertical, arbustos de pequeñas hojas amarillentas se extendían sobre la veloz corriente, moviéndose con levedad bajo el impulso de las salpicaduras del agua. Más abajo, el chorro intenso y ancho de la cascada se hundía en un pequeño estanque de agua verdosa, que denotaba su misma profundidad, con un borbotear de espumas… La vista seguía incansablemente la caída del agua, y el leve tronar de la cascada, acompañando interminablemente el caudal líquido que se desborbada, el salpicar y espumaje en las rocas, el remansarse final en el estanque de agua verdosa, y la continuidad con que el río proseguía su camino después de aquel salto iluminado por el sol…
—¿Y qué tienes que decir? —preguntó el Vikingo.
—Que está bien donde está, y como está —contestó Sergio.
—Si no tienes tiempo —dijo el hombre pequeño— no querríamos entretenerte… Pero la cosa nos da miedo, y no sabemos qué hacer… El hombre pequeño, acompañado de otro hombre más grande, de su mujer, y de cuatro hijos de diversas alturas y edades, esperaba, mientras el Vikingo y Sergio, sin descender de sus caballos, meditaban la petición.
—¿Qué dices tú? —preguntó el Vikingo.
—Yo creo —contestó Sergio— que si podemos ayudarle, hemos de hacerlo…
—Puede resultar peligroso…
—Hay muchas cosas que lo son…
—De acuerdo —dijo el Vikingo—. Vamos a ayudarte. Pero, por si la cosa acaba bien, ya puedes preparar una buena comida.
—La mejor que haya —dijo el hombre grande, mirándoles con ojos de cordero, y frotándose las manos en el mandil.
—Guardad los caballos.
—Sí, Profes.
El Vikingo y Sergio caminaron a través de un mar de peñas redondeadas, asentadas sólidamente sobre una base de arcilla apelmazada. Alguna breña crecía en las sombras de los peñascos, y lagartijas de color verde y oro se escurrían de la parte superior de las rocas, ocultándose en profundos agujeros, cuando ellos pasaban. El sol calentaba fuertemente en esta extensión sin un solo árbol…
—Ahí debe estar —dijo el Vikingo.
Había un amontonamiento de rocas más grande que los otros, con matojos de un verde sucio saliendo de los huecos. Dieron la vuelta, esquivando la pequeña montaña rocosa, y allí, agazapado, estaba el robot.
Su rostro esférico estaba cubierto de manchas de orín; una de las células que hacían el papel de ojos aparecía destrozada, con cables de cobre y fragmentos de vidrio colgando desde la órbita. En cambio, el otro ojo lucía intensamente, como un sol en miniatura, desde el fondo del vidrio circular que lo protegía. El resto del cuerpo estaba parcialmente destrozado, con grandes manchas de óxido, y anchas desgarraduras en el caparazón que en otro tiempo había sido brillante. Era evidente que la parte inferior, hecha pedazos, no podía permitirle ningún desplazamiento pero el cilíndrico cañón estriado que ostentaba en su garra derecha continuaba siendo, probablemente, tan peligroso como cuando lo construyeron.
—Un residuo del pasado legendario —dijo el Vikingo.
—¿Quiénes sois? —farfulló el robot, con voz áspera.
—Somos dos hombres —dijo el Vikingo—.
Tú no puedes atacar a los hombres; la primera ley de la robótica te lo prohibe.
—Yo soy un robot buscador de mineral —dijo la máquina, temblorosamente—. Si un hombre me lo impide, debo matarlo.
La garra derecha, armada del temible tubo estriado, comenzó a levantarse.
—Pero nosotros somos minerales los dos —dijo Sergio—. No puedes destruirnos.
Casi se percibió el frenético funcionar de la maquinaria del robot. El tubo asesino descendió un poco.
—No sois minerales… —aseveró el robot—. Los minerales no hablan.
—Nosotros, sí. ¿Qué mineral buscas tú?
—Yo soy un robot buscador de manganeso.
—Nosotros somos de manganeso —afirmó el Vikingo.
—No… —dijo el robot, y un chispazo rojo brilló en alguna parte de su coraza—. El manganeso no dice nada cuando lo encuentro…
—Entonces —manifestó Sergio— es que no funcionas bien… El manganeso es muy hablador; todo el manganeso que yo conozco habla muchísimo… Estás estropeado y debes desconectarte.
—El manganeso no habla —dijo, tenazmente, el robot.
—Nosotros no estamos hablando —contestó el Vikingo—. Sólo nos movemos un poco… fíjate. Y el Vikingo dio un paso a un lado, muy despacio.
—El manganeso no se mueve.
El tubo estriado volvió a alzarse amenazadoramente.
—No puedes hacernos daño —dijo Sergio—. No puedes disparar… somos de manganeso; y tu misión es buscar manganeso… No puedes destruir lo mismo que buscas…
—No puedo destruir lo mismo que busco… —susurró el robot, muy lentamente, como si sus baterías estuvieran gastándose con rapidez. Del interior de la coraza comenzó a surgir una delgada columnita de humo…
—Estás mal programado, robot. El manganeso habla y se mueve, ¿no lo estás viendo?
—No…
—Los hombres te programaron… y los hombres programan bien a sus robots…
—Los hombres programan bien… —farfulló el mecanismo, con voz cada vez más lenta.
—Yo soy un hombre —dijo Sergio— y te aseguro que soy de manganeso… Este que me acompaña, es de manganeso también… pero yo no te dejo cogerlo… ¿entiendes?
El tubo amenazador comenzó a levantarse de nuevo, mientras la columna de humo se incrementaba.
—El no permite que me cojas —dijo el Vikingo—. Y yo soy de manganeso. El es un hombre, y es de manganeso. Si disparas sobre él, destruirás manganeso, y eso no puedes hacerlo; si no disparas, no podrás cogerme, y tu misión es coger manganeso…
El humo salía ahora a chorros del caparazón del robot; el único ojo vivo brillaba intensamente, mirándolos ora a uno, ora a otro, con un girar rasposo de la cabeza esférica…
—Sí disparo… si no disparo… —gañó el mecanismo, entre crujidos metálicos…
—Estás mal programado…
—…muy mal programado…
El tubo subía y bajaba, oscilantemente; la cabeza giraba a uno y otro lado. Con un sonido viscoso, algo se prendió fuego bajo el caparazón de acero; hubo una ligera explosión y las planchas se expandieron a los lados, dejando escapar un conjunto de cables humeantes y enrojecidos… Muy despacio, el tubo estriado bajó al suelo; el único ojo vivo se apagó… y las llamas se apoderaron del robot… Entre los últimos chasquidos de la agonía de la máquina, una última palabra, pronunciada con un tono indescriptible, como si fuera la primera vez que la moribunda máquina la pronunciase, llegó a los oídos de Sergio y del Vikingo.