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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante (2 page)

BOOK: Viaje alucinante
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—¿De veras lo creen? ¿No creerán, únicamente, que no podemos arriesgarnos a que así sea? A fin de cuentas, aunque resultara que no nos trae nada, su deserción sería ya una victoria para nosotros. Los Otros no podrían utilizar ya sus servicios.

—¿Por qué había de mentir?

—¿Y por qué no? —dijo Michaels—. Con esto logra salir de allí y venir aquí, que es donde supongo que quiere estar. Si resulta que no nos trae nada, no por ello le haremos volver, ¿no es cierto? Además, es posible que no mienta; sencillamente, puede estar equivocado.

—¡Hum! —Reid se retrepó en su sillón y puso los pies sobre la mesa, en un estilo impropio de un coronel—. Apúntese un tanto. Y, si nos da gato por liebre, le estará bien empleado a Carter. Les estará bien empleado a todos. ¡Malditos imbéciles!

—No le ha sacado nada a Carter, ¿eh?

—Nada. No quiere hacer absolutamente nada hasta que llegue Benes. Está contando los minutos, y yo he empezado también a hacerlo. Faltan cuarenta y dos.

—¿Para qué?

—Para que el avión que lo trae aterrice en el aeropuerto. Y las ciencias biológicas se quedan con las manos vacías. Si Benes trata únicamente de huir del Otro Lado, se apoderará de todo, de las tajadas, de las migajas e incluso del olor. Será demasiado bueno para ellos y no lo soltarán para nada del mundo.

—Tonterías... Tal vez al principio se agarren a la presa; pero también nosotros tenemos influencias. Podemos soltarles a Duval, al tenaz y piadoso Peter.

Una expresión de disgusto se pintó en el rostro de Reid.

—Me gustaría arrojarlo a los militares. Tal como siento ahora, me gustaría también arrojárselo a Carter. Si Duval estuviese cargado de electricidad negativa, y Carter de electricidad positiva, y pudiese juntarlos hasta que murieran los dos echando chispas...

—No sea destructor, Don. Se toma demasiado en serio a Duval. Un cirujano es un artista, un escultor que trabaja con tejidos vivos. Un gran cirujano es un gran artista y tiene temperamento de tal.

—Bueno; también «yo» tengo temperamento, y no lo empleo para ser un incordio. ¿Acaso monopoliza Duval el derecho de ser un antipático y soberbio hijo de perra?

—Si él tuviera el monopolio de esto, mi coronel, yo estaría encantado. Dejaría que lo disfrutase él solo, y le estaría agradecido. Lo malo es que en el mundo hay muchos hijos de perra tan antipáticos y tan soberbios como él mismo.

—Supongo que sí, supongo que sí —murmuró Reid, pero sin ablandarse—. Treinta y siete minutos.

Si alguien le hubiese repetido al doctor Peter Lawrence Duval la descripción en comprimido de Reid, le habría respondido aquél con el mismo breve gruñido con que habría correspondido a una declaración de amor. Y no era que Duval fuese insensible al insulto o a la lisonja, sino que sólo reaccionaba frente a ellos cuando tenía tiempo, y raras veces lo tenía. Lo que habitualmente llevaba en el semblante no era una mueca, sino más bien una contracción muscular provocada por lejanos pensamientos. Hay que presumir que todo hombre tiene su forma de evasión de este mundo; la de Duval era la sencillísima de concentrarse en su trabajo. Este proceder le había llevado, a sus cuarenta y pico de años, a la fama como neurocirujano, y a su estado casi inconsciente de soltería.

Al abrirse la puerta, ni siquiera levantó la mirada de las cuidadosas mediciones que estaba haciendo sobre unas radiografías en tres dimensiones que tenía delante. Su ayudante entró con su acostumbrado paso, lento y silencioso.

—¿Qué ocurre, Miss Peterson? —preguntó, concentrando todavía más su atención sobre las fotografías.

La impresión de profundidad era bastante clara para el ojo, pero la medición de la profundidad real exigía un delicado cálculo de los ángulos y un conocimiento previo del grado probable de tal profundidad.

Cora Peterson esperó que pasara el momento de concentración adicional. Tenía veinticinco años, exactamente veinte menos que Duval, y había puesto cuidadosamente a los pies del cirujano su título facultativo, obtenido el año anterior.

En las cartas que escribía a su casa, decía casi siempre que cada día pasado con Duval valía tanto como un curso escolar; que el estudio de sus métodos, de la técnica de su diagnóstico y del empleo de los instrumentos de su oficio, era increíblemente aleccionador. En cuanto a su dedicación al trabajo y a la causa de la curación, sólo podía calificarse de estimulante.

En un terreno menos intelectual, ella se daba perfecta cuenta, con la clarividencia del fisiólogo profesional, de la aceleración de los latidos de su corazón cuando captaba los planos y las curvas de la cara de él, inclinada sobre su trabajo, y observaba los rápidos, firmes y seguros movimientos de sus dedos. Sin embargo, su rostro permanecía impasible, porque la joven no aprobaba la actuación de su poco intelectual músculo cardíaco.

El espejo le decía, con bastante claridad, que no era una mujer vulgar, sino todo lo contrario. Sus ojos negros eran grandes y tenían una expresión ingenua; sus labios reflejaban un humor alegre cuando ella se lo permitía, cosa que no ocurría a menudo; y su figura la enojaba por su visible propensión a chocar con el debido aspecto profesional Hubiese querido provocar silbidos (o su equivalente intelectual) por su competencia, y no por las sinuosidades de su cuerpo.

Al menos Duval apreciaba su eficiencia y no parecía turbado por sus atractivos físicos, lo cual era un motivo más de admiración por parte de ella.

Por fin respondió:

—Benes aterrizará antes de treinta minutos, doctor Duval.

—¡Hum...! —murmuró él, levantando la cabeza—. ¿Y qué hace usted aquí? Su jornada de trabajo ha terminado.

Cora hubiese podido replicarle que también había terminado para él, pero sabía que sólo terminaba cuando el hombre daba fin a su trabajo. Muy a menudo se había quedado con él durante dieciséis horas seguidas, aunque presumía que el doctor habría sostenido (con absoluta buena fe) que la obligaba a observar la jornada de ocho horas.

—Estoy esperando para verle —dijo.

—¿A quién?

—A Benes. ¿No le parece emocionante, doctor?

—No. ¿Por qué?

—Es un gran sabio, y dicen que trae una información importantísima, que revolucionará todo lo que estamos haciendo.

—¿De veras? —Duval levantó la fotografía que estaba encima del montón, la dejó a un lado y fijó su atención en la siguiente—. ¿Acaso la ayudará en su trabajo con el láser?

—Puede facilitar el dar en el blanco.

—Ya da en el blanco. En cuanto a lo que puede añadirle Benes, sólo será útil para los artífices de la guerra. Todo lo que aquél hará será aumentar las probabilidades de destrucción mundial.

—Pero, doctor Duval, usted mismo dijo que el progreso de la técnica podría tener gran importancia para el neurofisiólogo.

—¿Eso dije? Está bien, lo dije. De todos modos, preferiría que se tomase usted el descanso necesario, Miss Peterson. —Levantó de nuevo la cabeza (¿y no suavizó un poquito el tono de la voz?)—: Parece cansada.

Cora levantó la mano hasta la mitad del camino de sus cabellos, pues, traducida al lenguaje femenino, la palabra «cansada» quiere decir «despeinada». Dijo:

—En cuanto Benes haya llegado, me marcharé. Lo prometo. Y, a propósito...

—¿Qué?

—¿Empleará usted el láser mañana?

—Es lo que ahora estoy tratando de decidir., si usted me deja, Miss Peterson.

—El modelo 6951 no puede utilizarse.

Duval dejó la fotografía y se echó atrás en su silla.

—¿Por qué?

—No me inspira bastante confianza. No puedo enfocarlo debidamente. Supongo que uno de los diodos del túnel está averiado, pero todavía no he descubierto cuál.

—Está bien. Monte uno del que podamos fiarnos, por si fuera necesario, y hágalo antes de marcharse. Mañana...

—Mañana veré lo que anda mal en el 6951.

—Sí.

Ella se volvió, dispuesta a marcharse, pero miró rápidamente su reloj y dijo:

—Veintiún minutos..., y dicen que el avión llegará puntualmente.

Él emitió un vago sonido y Cora comprendió que no la había oído.

Y se marchó, cerrando la puerta a su espalda, despacio y sin ruido.

El capitán William Owens se arrellanó en el blando y almohadillado asiento del automóvil. Se frotó cansadamente la afilada nariz y apretó las cuadradas mandíbulas. Sintió que el coche se elevaba por efecto de los fuertes chorros de aire comprimido y emprendía la marcha perfectamente nivelado. No oyó el menor zumbido del turborreactor, aunque quinientos caballos se agitaban a su espalda.

A través de las ventanillas a prueba de bala, podía ver, a derecha e izquierda, la escolta de motocicletas. Otros coches le precedían y le seguían, convirtiendo la noche en un bullicio de luces veladas.

Aquel medio batallón de guardianes le hacía sentirse importante, aunque, desde luego, no eran para él. Ni siquiera eran para el hombre a quien iban a recibir; no para el hombre como tal. Sólo para el contenido de un gran cerebro.

El jefe del Servicio Secreto se sentaba a la izquierda de Owens. El hecho de que éste no estuviera seguro del nombre de aquel caballero indefinible que, desde los quevedos hasta los conservadores zapatos, parecía un profesor de instituto —o un dependiente de camisería—, era una prueba del carácter anónimo del Servicio.

—Coronel Gander... —había dicho Owens, haciendo una prueba, al estrecharle la mano.

—Gonder —había dicho el otro, sin alzar la voz—. Buenas tardes, capitán Owens.

Ahora estaban ya en las cercanías del aeropuerto. En alguna parte, en lo alto y delante

de ellos, y seguramente a pocas millas de distancia, estaría el arcaico avión, disponiéndose a aterrizar.

—Éste es un gran día, ¿no? —dijo Gonder, también en voz baja.

Todo en aquel hombre parecía murmurar, incluso el corte discreto de su traje de paisano.

—Sí —dijo Owens, esforzándose en quitar toda tensión al monosílabo.

Y no era que se sintiera particularmente tenso, sino, simplemente, que su voz parecía no poder abandonar aquel tono. Era el mismo aire de tensión que parecían reflejar su nariz fina y afilada, sus ojos entornados y sus salientes pómulos.

A veces pensaba que esto le convenía. La gente se imaginaba que era excitable, cuando no lo era. Al menos, no más que cualquier otra persona. Por otra parte, la gente huía a veces de él por esta misma razón, sin que tuviera que levantar la mano. Tal vez las cosas se equilibraban por sí solas.

—Ha sido un buen golpe —dijo— traerle hasta aquí. Hay que felicitar al Servicio.

—El mérito corresponde a nuestro agente. Es el mejor de nuestros hombres. Y creo que su secreto es que tiene toda la estereotipada apariencia de un agente.

—¿De veras?

—Es alto Jugaba al fútbol en el instituto, Y guapo. De constitución espléndida. Cualquier enemigo que lo vea dirá: «Mira; es el tipo que habría de tener uno de sus agentes; por consiguiente, no puede serlo.» Y lo dejará en paz, para enterarse más tarde de que, efectivamente, «lo era».

Owens frunció el ceño. ¿Hablaba el otro en serio? ¿O bromeaba, porque pensaba que así aliviaría la tensión?

—Supongo —dijo Gonder— que se da usted cuenta de que su papel en este asunto tiene verdadera importancia. Podrá identificarlo, ¿verdad?

—Le conozco bien —dijo Owens, con su breve y nerviosa risita—. Nos encontramos varias veces en conferencias científicas, en el Otro Lado. Una noche me emborraché con él; bueno, no llegamos a emborracharnos..., nos alegramos un poco.

—¿Habló?

—No le emborraché para hacerle hablar. Pero, de todos modos, no habló. Había alguien más con él. Sus sabios van siempre en parejas.

—Y «usted», ¿le habló?

El tono de la pregunta había sido ligero; pero no la intención que se ocultaba en ella.

Owens se echó a reír.

—No hay nada que yo sepa que él no sepa ya; puede creerme, coronel. Podría estar hablando con él todo un día sin causar el menor daño.

—Ojalá supiera yo algo de esto. Les admiro a ustedes, capitán. Aquí tenemos un milagro de la tecnología capaz de transformar el mundo, y sólo un puñado de hombres pueden comprenderlo. La mente del hombre huye de los hombres.

—La cosa no es tan grave, créalo —dijo Owens—. Somos muchísimos. Claro que sólo hay un Benes, y yo estoy muy lejos de poder considerarme de «su» clase. En realidad, mis conocimientos se limitan casi exclusivamente a aplicar la técnica a mis planos de barcos. Esto es todo.

—Pero, ¿reconocerá a Benes?

El jefe del Servicio Secreto parecía necesitar una seguridad absoluta.

—Aunque tuviera un hermano gemelo, y estoy seguro de que no lo tiene, lo reconocería.

—No es precisamente cuestión de rutina, capitán. Como ya le he dicho, nuestro agente, Grant, es muy bueno; pero, incluso así, me sorprende un poco que haya podido lograrlo. Y tengo que preguntarme: ¿no habrá en esto una contramaniobra? ¿No habrán barruntado que trataríamos de apoderarnos de Benes, y habrán fabricado un falso Benes?

—Yo advertiría la diferencia —respondió Owens, confiado.

—No sabe usted lo que puede hacerse hoy en día con la cirugía plástica y la narcohipnosis.

—No importa. Su cara podría engañarme, pero no su conversación. O conocerá la Técnica mejor que yo —y su acento puso la mayúscula en la palabra— o no será Benes, sea cual fuere su aspecto. Tal vez pueden imitar el cuerpo de Benes, pero no su mente.

Habían llegado al campo. El coronel Gonder consultó su reloj.

—Lo oigo. El avión aterrizará dentro de unos minutos... y a la hora fijada.

Hombres armados y vehículos blindados se desplegaron, incorporándose a los que habían rodeado el aeropuerto, que quedó convertido en un territorio ocupado y cerrado para todos los que no tuvieran autorización especial.

Las últimas luces de la ciudad se habían extinguido, dejando sólo un débil resplandor en el horizonte, hacia la izquierda.

Owens suspiró con infinito alivio. Benes llegaría, al fin, dentro de un instante.

¿Final feliz?

Frunció las cejas al percibir la entonación mental que había puesto un punto de interrogación detrás de estas dos palabras.

«¡Final feliz...!», pensó, torvamente; pero la entonación escapó a su control y las dos palabras volvieron a ser: ¿Final feliz?

Capítulo II

AUTOMÓVIL

Grant observó con profundo alivio cómo se acercaban las luces de la ciudad al aproximarse el avión a su destino. Nadie le había dado verdaderos detalles sobre la importancia del doctor Benes, salvo el hecho evidente de que se trataba de un sabio que desertaba, provisto de información vital. Era el hombre más importante del mundo, le habían dicho, pero sin explicarle la razón.

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