—Si Ellos y Nosotros lo tenemos, las fuerzas se neutralizan —dijo Grant.
—Sí —dijo Michaels—, pero el caso es que la situación no favorece a ninguno de los bandos. Hay una pega.
—¿Sí?
—Durante diez años, hemos estado trabajando para aumentar la proporción, para alcanzar un mayor grado de miniaturización, y también de expansión, pues todo consiste en invertir el supercampo. Desgraciadamente, hemos llegado en esta dirección a los límites teoréticos.
—¿Cómo son?
—No muy favorables. Aquí interviene el Principio de Incertidumbre. La extensión de la miniaturización, multiplicada por la duración de ésta, empleando naturalmente las debidas unidades, es igual a una expresión que contiene la constante de Plañe. Si un hombre es reducido a la mitad de su tamaño, puede mantenerse así durante siglos. Si es reducido al tamaño de un ratón, sólo puede durar unos días en este estado. Si lo reducimos al tamaño de una bacteria, la duración será sólo de horas. Después, aumentará de nuevo de tamaño.
—Pero podrá ser nuevamente reducido.
—Sólo después de un largo intervalo. ¿Quiere que le dé algunos datos matemáticos?
—No. Me basta con su palabra.
Habían llegado al pie de una escalera automática. Michaels lanzó un débil gruñido de cansancio y se apeó. Grant saltó por encima de la portezuela.
Se apoyó en la barandilla, mientras la escalera ascendía majestuosamente.
—¿Y qué es lo que ha descubierto Benes?
—Dicen que afirma haber vencido el Principio de Incertidumbre. Según él, conoce la manera de mantener indefinidamente la miniaturización.
—No parece usted muy convencido.
Michaels se encogió de hombros.
—Soy bastante escéptico. Si aumenta simultáneamente la intensidad de la miniaturización y la duración de ésta, tiene que ser a expensas de algo más, pero que me aspen si tengo la menor idea de lo que esto puede ser. Tal vez se reduce todo a que yo no soy Benes. En todo caso, él afirma que puede hacerlo, y no podemos correr el riesgo de no creerle. Como tampoco pueden correrlo los del Otro Lado; por esto han tratado de matarle.
Habían llegado a lo alto de la escalera y Michaels se había detenido un momento para completar su explicación. Luego retrocedió hasta otra escalera para subir al piso superior.
—Ahora ya sabe usted, Grant, lo que hemos de hacer: salvar a Benes. ¿Por qué? Por la información que posee. ¿Y cómo? Valiéndonos de la miniaturización.
—¿Por qué hemos de valemos de la miniaturización?
—Porque el coágulo del cerebro no puede ser alcanzado desde fuera. Ya le había dicho esto. Por consiguiente, miniaturizaremos un submarino, lo inyectaremos en una arteria y, con el capitán Owens en las máquinas y yo como piloto, viajaremos hasta el coágulo. Allí, Duval y su ayudante, Miss Peterson, realizarán la operación.
Grant abrió unos ojos como naranjas.
—¿Y yo?
—Usted vendrá con nosotros como miembro de la tripulación. Su presunta función será la inspección general. Grant estalló:
—No cuenten conmigo. Jamás me prestaría a una cosa así. ¡Ni pensarlo!
Dio media vuelta y empezó a bajar por la escalera ascendente, con efecto casi nulo. Michaels le siguió; parecía divertido.
—Su oficio es correr riesgos, ¿no?
—Riesgos de mi propia elección. Riesgos a los que esté habituado. Riesgos con los que sea capaz de enfrentarme. Deme, para pensar en la miniaturización, el mismo tiempo que ha pasado usted pensando en ella, y tal vez me arriesgue.
—Mi querido Grant, nadie le ha pedido que se ofrezca como voluntario. Tengo entendido que le ha sido asignada esta misión. Y yo acabo de explicarle su importancia. A fin de cuentas, yo también voy, y no soy tan joven como usted ni he jugado nunca al fútbol. En realidad, confiaba en que usted me infundiría valor para el viaje, ya que el valor es su especialidad.
—En este caso, soy un pésimo especialista —murmuró Grant. Y tontamente, casi con petulancia, dijo—: Quiero café.
Permaneció quieto y dejó que la escalera lo llevara de nuevo hacia arriba. Cerca del término de la escalera automática había una puerta con el rótulo: «Salón de conferencias.» Entraron.
Grant se dio cuenta por etapas del contenido de la estancia. Lo que primero vio fue que, en uno de los extremos de la larga mesa que ocupaba el centro de la habitación, había una cafetera de varios brazos y, junto a ella, una bandeja de bocadillos.
Dirigióse inmediatamente a aquella punta de la mesa, y sólo después de beber media taza de café caliente y de engullir un pedazo de bocadillo «tamaño Grant», advirtió el segundo artículo.
Era nada menos que la ayudante de Duval —¿habían dicho que se llamaba Miss Peterson?— una joven de aspecto preocupado, pero muy hermosa y que se mantenía terriblemente cerca de Duval. Grant tuvo al instante la impresión de que no iba a gustarle el cirujano, y sólo después de esto empezó a captar el resto de lo que había en la estancia.
Un coronel permanecía sentado a un extremo de la mesa y parecía enojado. Con una de sus manos daba vueltas lentamente a un cenicero, mientras la ceniza de su cigarrillo iba a parar al suelo. Decía enfáticamente a Duval:
—Creo que he dejado claramente expuesta mi actitud.
Grant reconoció al capitán Owens, de pie bajo el retrato del presidente. La animación y el aspecto sonriente que le había visto en el aeropuerto habían desaparecido; lucía un morado en uno de los pómulos. Parecía nervioso e inquieto, y Grant lo comprendió perfectamente.
—¿Quién es el coronel? —preguntó en voz baja al Michaels.
—Donald Reid, mi número correlativo en el campo militar, al otro lado de la valla.
—Parece enfadado con Duval.
—Siempre lo está. Y hay muchos como él. Duval tiene pocas simpatías.
Grant iba a replicar: «Ella no parece sentir igual»; pero la idea le pareció mezquina y se tragó las palabras. ¡Vaya muñeca! ¿Qué vería en aquel solemne carnicero?
Reid hablaba sin alzar la voz, dominando cuidadosamente el tono.
—Y, aparte de esto, doctor, ¿qué hace «ella» aquí?
—Miss Cora Peterson —respondió fríamente Duval— es mi ayudante. Dondequiera que yo vaya, profesionalmente, ella me acompaña, profesionalmente.
—Es una misión peligrosa...
—Y Miss Peterson se ha ofrecido a participar en ella, conociendo perfectamente el riesgo.
—Muchos hombres, competentísimos, se han ofrecido también como voluntarios. Habría menos complicaciones si le acompañara uno de estos hombres. Le asignaré uno.
—No me asignará ninguno, coronel, porque, si lo hace, no iré, y no habrá fuerza en el mundo capaz de llevarme. Ella conoce lo bastante mi manera de actuar para desempeñar su función sin necesidad de que le dé instrucciones, anticipándose a mis órdenes y facilitándome lo necesario sin que se lo pida. «No» aceptaré a un desconocido a quien tenga que hablarle a gritos. «No» puedo hacerme responsable del éxito si he de perder un segundo discutiendo con mi técnico; y «no» aceptaré ninguna misión, si no tengo las manos libres para hacer las cosas a mi manera y con las mayores probabilidades de triunfo.
Grant miró de nuevo a Cora Peterson. Ésta parecía vivamente turbada; sin embargo, miraba a Duval con la misma expresión que había visto una vez en los ojos de un sabueso del que tiraba un niño al salir de la escuela. Y esto le pareció sumamente enfadoso.
Michaels terció en la discusión en el momento en que Reid se levantaba furioso.
—Yo opino, Don, que, ya que el éxito de la operación depende principalmente del doctor Duval, y que, de hecho, no podemos imponerle ahora nuestra voluntad, lo mejor será complacerle en este particular... sin perjuicio de las ulteriores acciones que procedan. Estoy dispuesto a asumir la responsabilidad.
Grant comprendió que con ello ofrecía una salida airosa a Reid, el cual, mal que le pesara, tendría que aceptar.
Reid golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Está bien —dijo—. Pero que conste en acta mi oposición.
Y volvió a sentarse, temblándole los labios.
Duval se sentó también, despreocupadamente. Grant se dispuso a acercar una silla a Cora, pero ésta se le anticipó y se sentó antes de que pudiera hacerlo.
—Doctor Duval —dijo Michaels—, le presento a un joven que va a acompañarnos.
—El forzudo del grupo —dijo Grant—. Es mi único título.
Duval levantó unos ojos indignados y se limitó a un brevísimo movimiento de cabeza en dirección a Grant.
—Ésa es Miss Peterson.
Grant sonrió ampliamente. Ella no sonrió en absoluto, y dijo:
—Mucho gusto.
—Hola —dijo Grant, el cual bajó los ojos para mirar lo poco que quedaba de su segundo bocadillo, y, al ver que nadie más comía, lo dejó correr.
En aquel momento entró Carter, caminando de prisa y saludando vagamente a un lado y a otro.
—¿Quiere acercarse, capitán Owens? Y usted, Grant.
Owens se acercó a la mesa de mala gana y se sentó frente a Duval. Grant cogió una silla a cierta distancia y advirtió que, si miraba a Carter, podía ver el rostro de Cora de perfil.
¿Podía un trabajo ser absolutamente malo si «ella» participaba en él?
Michaels, que se sentó al lado de Grant, se inclinó para murmurarle al oído:
—No es mala idea llevar una mujer. Su presencia puede picar el amor propio de los hombres. Y a mí me gustara.
—¿Se inclinó usted por esto a su favor?
—No. Duval hablaba en serio. Sin ella, no iría.
—¿Le es hasta tal punto necesaria?
—Tal vez no. Pero es muy terco cuando se propone algo. Sobre todo cuando se trata de ir contra Reid. No se tienen mucha simpatía.
Carter dijo:
—Vayamos al asunto. Pueden ustedes comer o beber, si lo desean, mientras se desarrolla la sesión. ¿Tiene que hacer alguno de ustedes alguna observación urgente?
Grant dijo, de pronto:
—Yo no me he ofrecido voluntario, general. Renuncio al cargo y le ruego que busque un sustituto.
—No es usted un voluntario, Grant, y su renuncia queda rechazada. Caballeros, y Miss Peterson, Mr. Grant ha sido elegido para formar parte de la expedición, por diversas razones. Ante todo, fue él quien trajo a Benes a este país, desempeñando la misión con habilidad insuperable,
Todos los ojos se volvieron a Grant, el cual se echó a temblar ante la perspectiva de una amable salva de aplausos. Pero nadie aplaudió, y se quedó tranquilo.
Carter prosiguió:
—Es técnico en comunicaciones y posee una gran experiencia como hombre rana. Tiene un magnífico historial de flexibilidad y astucia, y es profesionalmente capaz de tomar decisiones instantáneas. Por este motivo, le conferiré un poder decisorio para las cuestiones que puedan surgir una vez comenzado el viaje. ¿Lo han comprendido bien?
Por lo visto lo habían comprendido, y Grant, mirándose muy compungido las puntas de los dedos, dijo:
—Si no he entendido mal, cada uno de ustedes hará el trabajo que le corresponde, mientras que yo cuidaré de los casos de emergencia. Lo siento, pero quiero que conste en acta que no me considero calificado para esta misión.
—Se hará constar la declaración —dijo Carter, imperturbable— , y ahora, prosigamos. El capitán Owens ha elegido un submarino experimental de investigación, oceanográfica. No es la embarcación ideal para la tarea de que se trata; pero lo tenemos a mano y, además, no existen otras embarcaciones más adecuadas que él. El propio Owens cuidará, naturalmente, del manejo de su barco: el
Proteus
.
»El doctor Michaels será su piloto. Ha preparado y estudiado el mapa del sistema circulatorio de Benes, sobre el cual hablaremos dentro de poco. El doctor Duval y su ayudante se encargarán de la intervención quirúrgica: la extirpación del coágulo.
»Todos ustedes conocen la importancia de esta misión. Nosotros esperamos que la operación tenga éxito y que todos regresen sanos y salvos. Existe la posibilidad de que Benes muera en el curso de la intervención; pero, si ésta no se realiza, su muerte es segura. También es posible que el submarino se pierda; pero, dadas las circunstancias, hay que arriesgar el barco y su tripulación. El precio puede ser grande; pero la ganancia a obtener, no sólo por las FDMC, sino por toda la Humanidad, es todavía mayor.
—Ya, camarada —murmuró Grant entre dientes.
Cora Peterson captó su observación y le dirigió una mirada penetrante por entre sus negras pestañas. Grant se ruborizó.
—Muéstreles el plano, Michaels —dijo Carter.
Michaels pulsó un botón del instrumento que tenía ante él, e inmediatamente se iluminó la pared con el mapa tridimensional del sistema circulatorio de Benes, que Grant había visto en el despacho de Michaels. Sólo que ahora pareció avanzar hacia ellos y agrandarse mientras Michaels hacía girar un disco. Al margen de la red circulatoria percibíase claramente la silueta de una cabeza y de un cuello.
Los vasos sanguíneos se destacaban con un brillo casi fosforescente, y seguidamente aparecieron unas líneas cuadriculadas. Entonces apareció en el campo una flecha negra y muy fina, impulsada por el aparato señalador que manejaba Michaels. Éste no se levantó, sino que permaneció sentado en su silla, con un brazo apoyado en el respaldo.
—El coágulo —dijo— está aquí.
Grant no había podido verlo antes de que se lo señalasen; pero ahora que la flecha señalaba delicadamente sus límites, sí que vio el menudo y sólido nódulo que obstruía una arteriola.
—No representa un peligro inmediato para la vida; pero esta sección del cerebro —y la flecha inició un movimiento circular —sufre una compresión nerviosa y puede haber sido ya lesionada. El doctor Duval me ha dicho que los efectos pueden ser irremediables dentro de doce horas, o tal vez menos. Cualquier intento de operar a la manera ordinaria exigiría trepanar el cráneo por aquí, o por aquí, o por aquí. En todo caso, las lesiones serían importantes, y el resultado, muy dudoso.
»En cambio, podemos intentar llegar al coágulo vía torrente sanguíneo. Si logramos penetrar en la arteria carótida, aquí, en el cuello, podremos considerarnos en ruta bastante directa a nuestro destino.
El movimiento de la flecha a lo largo de la línea de la roja arteria, abriéndose paso entre la red azul de las venas, hacía que la cosa pareciese sumamente sencilla.
—Por consiguiente —prosiguió Michaels—, si el
Proteus
y su tripulación son reducidos e inyectados... Owens le interrumpió de pronto: