—Espere un momento. —Su voz era dura y metálica—. ¿A qué tamaño seremos reducidos?
—A un tamaño lo bastante pequeño para no activar las defensas del cuerpo. La longitud total del barco será de tres mieras.
—¿A cuánto equivale esto, en pulgadas?
—A un poco menos de una diezmilésima de pulgada. El buque tendrá aproximadamente el tamaño de una bacteria grande.
—Entonces —dijo Owens—, si penetramos en una arteria, estaremos sometidos a toda la fuerza de la corriente arterial.
—Menos de una milla por hora —dijo Carter.
—Déjese de millas por hora. Navegaremos a una velocidad aproximada de cien mil veces la longitud de nuestro barco por segundo..., o algo parecido. A nuestra escala miniaturizada, llevaremos una velocidad doce veces superior a la lograda por cualquier astronauta. Esto, como mínimo.
—Indudablemente —dijo Carter—. ¿Y qué? Cada glóbulo rojo se mueve en el torrente sanguíneo a esta velocidad, y el submarino está construido mucho más sólidamente que el glóbulo.
—No; «no» lo está —dijo Owens, impetuosamente—. Un glóbulo rojo de sangre contiene miles de millones de átomos; en cambio, el
Proteus
contendrá billones de átomos en el mismo espacio; átomos miniaturizados, naturalmente, pero, ¿qué pasará? Estaremos construidos por un número infinitamente mayor de unidades que los glóbulos rojos, y, por esta misma razón, seremos más débiles. Además, el glóbulo rojo se encuentra en un medio de átomos iguales en tamaño a aquellos que lo constituyen; nosotros, en cambio, nos hallaremos en un medio constituido por átomos que serán monstruosos para nosotros.
—¿Puede contestar a esto, Max? —dijo Carter.
Michaels se apresuró a responder:
—No pretendo ser tan experto como el capitán Owens en los problemas de miniaturización. Supongo que se refiere a la comunicación de James y Schwartz, según la cual la fragilidad aumenta con la intensidad de la miniaturización.
—Exacto —dijo Owens.
—El aumento es muy lento, según recordará usted, y James y Schwartz tuvieron que hacer, en el curso de su análisis y a electos de simplificación, algunas presunciones que pueden resultar equivocadas. A fin de cuentas, cuando aumentamos un objeto, éste no se hace por ello «menos» frágil.
—Pero jamás hemos aumentado un objeto a más de cien veces su tamaño normal —dijo Owens, despectivamente—, y ahora estamos hablando de miniaturizar una embarcación a una millonésima de su tamaño lineal. Nadie ha ido nunca tan lejos, ni mucho menos, en cualquiera de ambas direcciones. Lo cierto es que no hay nadie en el mundo que pueda predecir el grado de fragilidad que alcanzaremos, ni si podremos resistir la fuerza del torrente sanguíneo, ni siquiera si podremos repeler la acción de los glóbulos blancos. ¿No es así, Michael?
—Pues, sí —respondió éste.
Entonces intervino Carter, en tono de creciente impaciencia:
—Resulta, pues, que la experimentación normal sobre una reducción tan drástica no ha llegado aún a su término. Pero, como no estamos en situación de completar aquel programa, tenemos que arriesgarnos. Si el barco se pierde, perdido estará.
—Y a mí que me frían un huevo —murmuró Grant. Cora Peterson se inclinó hacia él para susurrarle gravemente:
—Por favor, Mr. Grant. Piense que no está usted en el campo de fútbol.
—¡Oh! ¿Conoce usted mi historial, señorita?
—¡Silencio!
Carter dijo:
—Tomaremos todas las precauciones posibles. Benes será mantenido, por su propio bien, en un estado de hipotermia. Este enfriamiento reducirá la necesidad de oxígeno del cerebro, y, en consecuencia, los latidos del corazón serán mucho más lentos, así como la velocidad del torrente sanguíneo.
—Aun así —dijo Owens—, dudo de que podamos sobrevivir a la turbulencia...
—Capitán —terció Michaels—, si se mantiene alejado de las paredes de la arteria, se hallará en la región de flujo laminar, donde no hay turbulencia sensible. Estaremos sólo unos minutos en la arteria, y, cuando pasemos a los vasos menores, se habrá acabado el problema. El único lugar en que no podríamos evitar la turbulencia mortal sería el corazón, y nos mantendremos alejados de él. ¿Puedo continuar?
—Hágalo, por favor —dijo Carter.
—Cuando lleguemos al coágulo, éste será destruido mediante un rayo láser. Como el láser y su rayo habrán sido miniaturizados en la misma proporción que todo lo demás, no producirán, si se emplean como es debido, y tratándose de Duval no podemos esperar otra cosa, la menor lesión en el cerebro y ni siquiera en el vaso sanguíneo. Y no será necesario eliminar todo vestigio del coágulo. Bastará con romperlo en fragmentos. Las células blancas se encargarán de éstos.
»Después nos alejaremos inmediatamente, como es de suponer, y regresaremos por el sistema venoso hasta la base del cuello, donde seremos extraídos de la vena yugular.
—¿Y cómo se podrá saber dónde estamos, y cuándo? —preguntó Grant.
—Michaels pilotará la embarcación —dijo Carter— y cuidará de que se encuentren ustedes en el lugar debido, en todo momento. Mantendrán comunicación por radio con nosotros...
—Ignoramos si esto será eficaz —objetó Owens—. Existe un problema en la adaptación de las ondas de radio a la miniaturización, y nadie lo ha intentado aún en una reducción tan grande como la nuestra.
—Cierto, pero nosotros lo intentaremos. Además, el
Proteus
está impulsado por fuerza nuclear y siempre podremos localizarlo por la radiactividad. Dispondrán ustedes de sesenta minutos, caballeros.
—¿Quiere usted decir que tendremos que realizar el trabajo y regresar en sólo sesenta minutos? —preguntó Grant.
—Exactamente. Su tamaño será el correspondiente a esta duración. Tendrán tiempo de sobra Pero, si se demorasen más, empezarían a aumentar de tamaño automáticamente. No podemos dejarles más tiempo allá abajo. Si supiéramos lo que sabe Benes, podríamos mantenerles allí indefinidamente; pero si lo supiéramos...
—Este viaje sería innecesario —contestó Grant con ironía.
—Cierto. Y, si empiezan a aumentar de tamaño dentro del cuerpo de Benes, no tardarán en atraerse la atención de las defensas del cuerpo, y Benes morirá al poco rato. Deben procurar que esto no ocurra.
Dicho lo cual, Carter miró a su alrededor.
—¿No hay más observaciones? En este caso, empiecen los preparativos. Hay que entrar en el cuerpo de Benes lo antes posible.
SUBMARINO
La actividad de la sala de hospital había alcanzado el grado máximo. Todo el mundo se movió de prisa, casi a la carrera. Sólo la figura que yacía en la mesa de operaciones permanecía inmóvil. Estaba cubierto por una gruesa manta térmica, provista de numerosos serpentines por los que circulaba la materia refrigerante. El cuerpo, desnudo, se estaba congelando hasta el punto en que la vida quedaba reducida a un ligero soplo.
La cabeza de Benes aparecía ahora afeitada y marcada, como una carta de navegar, con líneas numeradas de longitud y de latitud. Su rostro dormido tenía una expresión de tristeza, helada también en el semblante.
En una de las paredes había otra reproducción de su sistema circulatorio, ampliada hasta el punto de que el pecho, el cuello y la cabeza cubrían toda la pared, de lado a lado y del suelo al techo. Era como un bosque en el que los grandes vasos tenían el grosor del brazo de un hombre, mientras los capilares llenaban como una red los espacios intermedios.
En la torre de control, situada sobre la sala de operaciones, se hallaban Carter y Reid, observando. Podían ver los cuadros de monitores, ante cada uno de los cuales había un técnico sentado y embutido en su uniforme de las FDMC, como una sinfonía en blanco.
Carter se dirigió a la ventanilla, mientras Reid decía pausadamente por el micrófono:
—Lleven el
Proteus
a la sala de miniaturización.
Era costumbre dar estas órdenes sin alzar mucho la voz, y en la sala reinaba el silencio. La manta térmica recibía los últimos y apresurados toques Cada uno de los técnicos estudiaba su monitor con el amor de un recién casado que se encuentra al fin solo con su novia. Las enfermeras evolucionaban alrededor de Benes como grandes mariposas de alas blancas. Con los preparativos del
Proteus
para la miniaturización, todos comprendían que había empezado la última fase de la cuenta atrás.
Reíd oprimió un botón.
—¡Corazón! —dijo.
El sector del corazón apareció detalladamente en la pantalla de televisión que Reid tenía delante. La banda sonora reprodujo los latidos, que sonaron opacos y con agorera lentitud.
—¿Cómo va, Henry?
—Perfectamente. Se mantiene a un ritmo regular de treinta y dos pulsaciones por minuto. Ninguna anomalía acústica ni electrónica. El resto del cuerpo debe de estar igual.
—Bien.
Reid apagó la imagen. Para un hombre de corazón, ¿podía algo ir mal, si el corazón funcionaba bien?
Pasó al sector de los pulmones. La pantalla se animó súbitamente, reflejando los movimientos respiratorios.
—¿Todo bien, Jack?
—Sí, doctor Reid. Hemos bajado el ritmo respiratorio a seis por minuto. Imposible rebajarlo más.
—No les pido que lo hagan. Sigan igual.
Ahora, la hipotermia. Este sector era más extenso que los otros. Afectaba a todo el cuerpo, y el personaje central era el termómetro. Los aparatos registraban la temperatura de los miembros y de diversos puntos del torso, y, mediante delicados contactos, podía saberse el grado de calor del cuerpo a profundidades exactas por debajo de la piel. Los diferentes registros anotaban constantemente las oscilaciones de la temperatura, y cada uno de ellos llevaba su correspondiente rótulo: «Circulatorio», «Respiratorio», «Cardíaco», «Renal», «Intestinal», etcétera.
—¿Algún problema, Sawyer? —preguntó Reid.
—No, señor. La temperatura general es de veintiocho grados centígrados; ochenta y dos Fahrenheit.
—Huelga la equivalencia; gracias.
—Sí, señor.
A Reid le parecía sentir aquel frío en sus propias entrañas. Dieciséis grados Fahrenheit por debajo de la temperatura normal; dieciséis grados cruciales, que reducían el metabolismo a un tercio de lo normal; la necesidad de oxígeno, a un tercio; y también los latidos del corazón, y la velocidad del torrente circulatorio, y la escala de vida, y la tensión sobre el cerebro bloqueado por el coágulo..., haciendo con todo ello más favorable el medio en que habría de moverse la embarcación, a punto de penetrar en la jungla del interior humano.
Carter se acercó a Reid.
—¿Todo a punto, Don?
—En la medida de lo posible, habida cuenta de que ha tenido que improvisarse de la noche a la mañana.
—Lo dudo.
Reid enrojeció.
—¿Qué quiere decir con esto, general?
—Que no había nada que improvisar. Sé perfectamente que ha estado usted asentando los cimientos para la experimentación biológica de la miniaturización. ¿Había planeado, concretamente, la exploración del sistema circulatorio humano?
—Concretamente, no. Pero mi equipo ha estado trabajando en estos problemas como cosa corriente. Era su trabajo.
—Don... —Carter vaciló, y prosiguió luego con voz tensa—: Si esto fracasa, Don, alguien pedirá una cabeza para adornar el salón de trofeos del Congreso, y esta cabeza será la mía. Si tiene éxito, usted y sus hombres saldrán glorificados. Si esto ocurre, no trate de llevar las cosas demasiado lejos.
—Los militares deben llevar la voz cantante, ¿eh? ¿Me está diciendo que no me entrometa?
—Sería lo más prudente. Y otra cosa: ¿qué hay de malo con la chica, Cora Peterson?
—Nada. ¿Por qué?
—Levantó usted mucho la voz. Le oí cuando me disponía a entrar en la sala de conferencias. ¿Hay algún motivo que desaconseje su presencia a bordo?
—Es una mujer. Puede ser un estorbo en caso de emergencia. Además...
—¿Qué?
—Si quiere que le diga la verdad, Duval asumió su tono acostumbrado de Yo-soy-la-ley-y-los-profetas, y yo me opuse automáticamente. ¿Hasta qué punto se fía «usted» de Duval?
—¿Qué quiere decir con esto de «si me fío»?
—¿Cuál es el verdadero motivo de enviar a Grant con la expedición? ¿A quién tiene que vigilar?
Carter respondió, en tono grave y ronco:
—No le he dicho que vigile a nadie. La tripulación debería estar ya en el pasillo de esterilización.
Grant husmeó el débil olor a medicina que flotaba en la atmósfera y celebró tener oportunidad de afeitarse rápidamente. El uniforme de FDMC tampoco estaba mal; de una pieza, con cinturón, y representativo de un extraño entroncamiento de la medicina y la aventura. El que le habían proporcionado le apretaba un poco debajo de las axilas, pero, a fin de cuentas, sólo tendría que llevarlo una hora.
En fila india, él y los demás expedicionarios pasaron por el débilmente iluminado corredor, rico en rayos ultravioleta. Llevaban gafas oscuras para precaverse de los peligros de la radiación.
Cora Peterson caminaba inmediatamente delante de Grant. Éste lamentó llevar aquellas gafas oscuras que hacían aparecer borroso el interesante modo de andar de la mujer.
Deseoso de entablar conversación, preguntó:
—¿Es suficiente este paseo para esterilizarnos, Miss Peterson?
Ella volvió brevemente la cabeza y respondió:
—Creo que puede usted desechar sus temores masculinos.
Grant apretó los labios. Se lo había buscado. Dijo:
—Juzga usted mal mi ignorancia, Miss Peterson, y abusa de mí con su cultura.
—No quise ofenderle.
La puerta del extremo del pasillo se abrió automáticamente, y Grant, con el mismo automatismo, cerró la brecha abierta entre ambos y alargó la mano a la joven. Ésta hizo caso omiso de ello y cruzó la puerta, pisándole los talones a Duval.
—No hubo ofensa. Pero lo que quise decir es que no estamos realmente esterilizados. Me refiero a los microbios. En el mejor de los casos, ha quedado esterilizada nuestra superficie. En cambio, nuestro interior hierve de gérmenes.
—Considerado de este modo —replicó Cora—, tampoco Benes está esterilizado. De microbios, quiero decir. Pero, cuantos más gérmenes matemos, menos serán los que introduzcamos en su cuerpo. Nuestros gérmenes serán miniaturizados con nosotros, y no sabemos hasta qué punto estos gérmenes reducidos pueden afectar al ser humano si son introducidos en su torrente sanguíneo. Por otra parte, los gérmenes miniaturizados que se encuentren en su torrente circulatorio volverán a su tamaño normal al cabo de una hora, y esta expansión, si estamos en lo cierto, puede ser perjudicial. Cuanto menos tiempo se vea Benes sometido a factores ignorados, tanto mejor. —Movió la cabeza—. Hay muchas cosas que desconocemos. Y esto, ciertamente, es un mal sistema de experimentación.