Volver a verte (18 page)

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Authors: Marc Levy

BOOK: Volver a verte
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Paul llevaba más de una hora esperando, sentado en una silla junto a la pared de la sala de espera. Sólo se autorizaban las visitas a partir de la una del mediodía.

Una mujer con la cabeza vendada estrechaba entre sus brazos un sobre con radiografías, como quien guarda un tesoro.

Un niño revoltoso jugaba sobre la alfombra, moviendo un coche pequeño por los motivos rectangulares de color naranja y violeta.

Un anciano de aspecto elegante, con las manos cruzadas a la espalda, observaba, atento, algunas reproducciones de acuarelas que estaban colgadas en las paredes. De no ser por el característico olor a hospital, uno podría habérselo imaginado visitando un museo.

En el pasillo, una joven envuelta en una sábana dormía en una camilla, mientras el líquido de un gota a gota que colgaba de una percha se iba introduciendo en la vena de su brazo. Dos camilleros apoyados en la pared a cada lado del lecho velaban su sueño.

El niño se apoderó de un periódico y comenzó a rasgar sus páginas, produciendo un ruido tan regular como irritante. Su madre no le prestaba atención, aprovechando sin duda un precioso instante de descanso.

Paul miraba el reloj que había colgado frente a él. Al fin, una enfermera se le acercó, pero prosiguió su camino hacia la máquina de bebidas y sólo le dirigió una sonrisa de cortesía. Al ver que rebuscaba en los bolsillos de la bata tratando de encontrar unas monedas, Paul se levantó y avanzó hacia ella. Introdujo una moneda en la rendija y miró a la enfermera con aire interrogativo y con un dedo sobre las teclas de la máquina.

—¡Un Red Bull! —exclamó la mujer, sorprendida.

—¿Tan cansada está? —preguntó Paul, marcando la serie de cifras que liberaría la bebida de su compartimento.

Empezó a girar un resorte y la lata avanzó hacia el cristal antes de caer en la cuneta. Paul la recuperó y se la entregó a la enfermera.

—Aquí tiene su poción energética.

—¡Nancy! —dijo ella a modo de agradecimiento.

—Lo lleva escrito en la bata —contestó Paul, huraño.

—¿Algo va mal?

—¡Estoy esperando!

—¿A un médico?

—La hora de las visitas.

La enfermera consultó su reloj.

—¿A quién quiere ver?

—A Arthur...

Pero no le dio tiempo a pronunciar su apellido, pues Nancy lo interrumpió y le cogió del brazo para arrastrarle hacia el pasillo.

—Sé a quién se refiere. ¡Sígame! Yo lo acompaño: las reglas sólo tienen sentido si uno se las salta de vez en cuando.

Lo condujo hasta la puerta de la habitación 307.

—Deberían haberle dejado en reanimación hasta esta noche, pero el interno ha considerado que su estado es satisfactorio, así que aquí lo tenemos. Nos lo hemos jugado a la pajita más corta y he ganado yo.

Paul la miró desconcertado.

—¿Qué ha ganado?

—¡Yo soy quien se ocupa de él! —dijo, guiñándole el ojo.

Un armario, una silla de paja trenzada y una mesa con ruedas constituían el mobiliario de la estancia. Arthur estaba durmiendo con un tubo de oxígeno en las fosas nasales y un gota a gota en la vena del brazo. Tenía la cabeza inclinada a un lado y un vendaje rodeaba su cráneo. Paul se aproximó a paso lento, conteniendo la emoción que lo embargaba.

Acercó la silla a la cama. Viendo a Arthur sumergido en aquel silencio, mil recuerdos y otros tantos momentos compartidos le vinieron a la memoria.

—¿Qué aspecto tengo? —murmuró Arthur con los ojos cerrados.

Paul carraspeó.

—El de un maharajá después de pillar una borrachera.

—¿Cómo estás tú?

—Voy tirando. ¿Y tú?

—Me duele un poco la cabeza y estoy muy cansado —contestó Arthur, arrastrando la voz—. Te estropeé la velada, ¿no?

—Podría enfocarse desde este punto de vista, pero sobre todo me diste un susto de muerte.

—¡Deja de poner esa cara, Paul!

—¡Pero si tienes los ojos cerrados!

—Te veo de todas formas. Y basta ya de preocuparte, los médicos me han dicho que, una vez reabsorbido el hematoma, me recuperaré enseguida. ¡Ya verás!

Paul avanzó hacia la ventana. La vista daba a los jardines del hospital. Una pareja avanzaba a paso lento por un camino rodeado de macizos de flores. El hombre iba en bata y su mujer le ayudaba a caminar. Se sentaron en un banco, debajo de un tilo plateado. Paul permaneció con la mirada fija en el exterior.

—Todavía tengo demasiados defectos como para encontrar a la mujer de mi vida, aunque me gustaría cambiar, ¿sabes?

—¿Qué es lo que te gustaría cambiar?

—Este egoísmo que me lleva a hablar de mí mismo cuando me encuentro junto a la cabecera de tu cama de hospital, por ejemplo. Querría ser como tú.

—¿Quieres decir que te gustaría llevar un turbante en la cabeza y tener una migraña de mil demonios?

—Conseguir abandonarme sin sentir el miedo en el estómago; vivir los defectos del otro como fragilidades sublimes.

—¿Estás hablando de amar?

—Algo parecido, sí. Es tan increíble lo que tú has hecho...

—¿Dejarme atropellar por un sidecar?

—Continuar amándola sin esperar nada. Alimentarte sólo de lo que sentías por ella, respetar su libertad, conformarte con el hecho de que ella exista sin intentar verla otra vez, sólo para protegerla.

—No es para protegerla, Paul. Sino para dejarle tiempo para realizarse. Si le hubiera dicho la verdad, si hubiéramos vivido esta historia, la habría alejado de su propia vida.

—¿La esperarás todo ese tiempo?

—Mientras pueda.

La enfermera, que había entrado sin que la oyeran, le hizo una seña a Paul indicándole que el tiempo reglamentario de visita tocaba a su fin. Arthur debía descansar. Por una vez, Paul no trató de discutir. Cuando llegó al umbral de la puerta, se volvió y miró a Arthur.

—No me vuelvas a hacer otra jugarreta como ésta.

—¿Paul?

—Sí.

—Ella estaba esta noche, ¿verdad?

—Descansa, ya hablaremos de eso más tarde.

Paul se alejó hacia el pasillo con un gran peso sobre los hombros. Nancy lo alcanzó delante del ascensor. Entró en la cabina con él y pulsó el botón de la segunda planta. Con la cabeza gacha, Nancy se miraba la punta de las sandalias.

—No está usted tan mal, ¿sabe?

—¡Porque no me ha visto vestido de cirujano!

—No, pero he oído su conversación.

Y como Paul no parecía entender lo que ella intentaba decirle, lo miró fijamente a los ojos y añadió que le habría gustado tener un amigo como él. Cuando las puertas de la cabina se abrieron al rellano, ella se puso de puntillas y le plantó un beso en la mejilla antes de desaparecer.

El profesor Fernstein había dejado un mensaje en el contestador de Lauren. Quería verla lo antes posible. Se pasaría por su casa al terminar el día. Sin dar ninguna otra explicación, volvió a colgar.

—No sé si estamos haciendo bien —dijo la señora Kline.

Fernstein se guardó el teléfono móvil.

—Es un poco tarde para cambiar nuestra línea de conducta, ¿no le parece? Usted no puede arriesgarse a perderla una segunda vez; es lo que siempre me ha dicho, ¿no?

—Ya no lo sé. A lo mejor, si por fin le confesáramos la verdad, los dos nos liberaríamos de un peso enorme.

—Admitirle una falta al otro para aplacar la propia conciencia es una hermosa idea, pero no es más que egoísmo. Usted es su madre, tiene motivos para temer que no la perdone. Yo no soporto la idea de que algún día se entere de que me rendí, de que fui yo quien quiso desconectarla.

—Usted actuó según sus convicciones, no tiene nada que reprocharse.

—No es esta verdad la que cuenta —replicó el profesor—. Si yo hubiera estado en la situación de ella, si mi suerte hubiera dependido de su decisión médica, sé que jamás se habría rendido.

La madre de Lauren se sentó en un banco. Fernstein tomó asiento a su lado. La mirada del profesor se perdía en las aguas tranquilas del pequeño puerto deportivo.

—¡Me quedan dieciocho meses, en el mejor de los casos! Cuando yo ya me haya ido, haga lo que le plazca.

—Creí que se jubilaba a finales de año...

—No me refiero a la jubilación.

La señora Kline puso la mano sobre la del viejo profesor, cuyos dedos estaban temblando. Él sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

—He salvado a muchas personas en mi vida, pero creo que nunca he sabido amarlas; lo único que me interesaba era curarlas. Así ganaba la partida a la enfermedad y la muerte. Era más fuerte que ellas... en fin, hasta ahora. Ni siquiera he servido para tener un hijo. ¡Qué revés para alguien que pretende haberse consagrado a la vida!

—¿Por qué convirtió a mi hija en su protegida?

—Porque ella es todo cuanto yo habría deseado ser. Es valerosa donde yo sólo era obstinado, ella inventa donde yo sólo aplicaba, ella ha sobrevivido donde yo voy a morir, y tengo un miedo atroz. Me despierto por las noches con el miedo en el cuerpo. Me entran ganas de dar un puntapié a los árboles que me van a sobrevivir. He olvidado hacer tantas cosas...

La señora Kline cogió al profesor de la mano y se lo llevó por el camino.

—¿Adonde vamos?

—Sígame y no diga nada.

Regresaron siguiendo Marina. Delante de ellos, cerca del malecón, un parquecito acogía a un tropel de niños de corta edad. Tres columpios se elevaban en el cielo a costa de los esfuerzos sobrehumanos de unos padres agotados, que empujaban sin descanso; el tobogán estaba atascado, a pesar de la buena voluntad de un abuelo que trataba de regular su acceso; la construcción de cuerdas y madera sufría el asalto de unos robinsones en ciernes, mientras un crío se había quedado atrapado en un tubo de color rojo y chillaba, presa del pánico. Un poco más lejos, una madre intentaba convencer a su querubín, sin resultado, de que abandonara el recinto de arena para venir a buscar su merienda. Aderezado con cánticos indios, un corro infernal giraba sin piedad alrededor de una joven canguro mientras dos chicos se disputaban un balón. El concierto de llantos, aullidos y gritos rozaba la cacofonía.

Con los codos apoyados en la barrera, la señora Kline espiaba aquel infierno en miniatura; con el rostro iluminado por una sonrisa cómplice, miró al profesor.

—¡Ya ve lo que se ha perdido!

Una niña pequeña que estaba cabalgando sobre un caballo con resorte alzó la cabeza. Su padre acababa de empujar la puerta del área de juegos. Abandonó su montura, se precipitó a su encuentro y se arrojó en sus brazos, abiertos de par en par. El hombre la alzó a su altura y la niña se acurrucó contra él, hundiendo la cabeza en el hueco del cuello con infinita ternura.

—Buen intento —dijo el profesor, sonriendo a su vez.

Miró el reloj y se disculpó: la hora de su cita con Lauren se estaba acercando. Su decisión la sacaría de sus casillas. A pesar de que la había tomado en su interés. La señora Kline lo miró alejarse, solo, por el paseo; atravesó el aparcamiento y subió a su coche.

Los árboles alineados en las aceras de Green Street se doblegaban bajo el peso del follaje. En aquella época del año, la calle era un estallido de colores. Los jardines de las casas victorianas estaban abarrotados de flores. El profesor llamó al interfono del apartamento de Lauren y subió al primer piso. Sentado en el sofá del salón, adoptó su actitud más grave y le comunicó que estaba suspendida; tenía prohibido acercarse al Memorial Hospital durante dos semanas. Lauren se negó a creerlo: una decisión semejante tenía que ser ratificada por un consejo disciplinario, ante el cual ella podría defender su causa. Fernstein le pidió que escuchase sus argumentos. Sin demasiada dificultad, había obtenido por parte del administrador del Mission San Pedro que se abstuviera de emprender cualquier acción legal, pero para convencer a Brisson de retirar su denuncia, había hecho falta una moneda de cambio. El interno había exigido un castigo ejemplar. Dos semanas de suspensión sin sueldo eran un mal menor en comparación con la suerte que habría corrido si él no hubiera podido sofocar el asunto. Por más que la invadiera la cólera al pensar en las amargas exigencias de Brisson. Lauren, escandalizada ante tamaña injusticia, que dejaba al bastardo de su colega al abrigo de toda sanción por sus inadmisibles negligencias, sabía que su profesor estaba protegiendo su carrera.

Se resignó y aceptó la sentencia. Fernstein le hizo jurar que la respetaría al pie de la letra: en ningún caso se aventuraría cerca del hospital, como tampoco entraría en contacto con los miembros de su equipo. Hasta el Parisian Coffee le estaba vedado.

Cuando Lauren le preguntó a qué tenía derecho durante esos quince días, Fernstein le dio una respuesta irónica: por fin podría descansar. Lauren miró a su profesor, agradecida y furiosa, pues estaba salvada y vencida. La entrevista no había durado más de un cuarto de hora. Fernstein alabó su apartamento; le parecía mucho más femenino de lo que había imaginado. Lauren le señaló la puerta con gesto autoritario. Ya en el rellano, Fernstein añadió que había dado instrucciones precisas a la centralita para que rechazaran cualquier llamada que hiciera. Tenía prohibido practicar la medicina, incluso por teléfono, mientras durase la sanción. En cambio, podía beneficiarse de aquella temporada para compulsar sus últimas clases de final de internado.

Camino de vuelta a su casa, Fernstein sintió un violento dolor. El «cangrejo» que lo estaba carcomiendo le acababa de morder. Aprovechó un semáforo en rojo para secarse la frente perlada de sudor. Detrás de él, un automovilista impaciente hizo sonar la bocina para invitarlo a avanzar, pero él no encontró fuerzas para pisar el acelerador. El viejo doctor bajó la ventanilla e inspiró a pleno pulmón en un intento de recuperar el aliento que le faltaba. El dolor era espantoso y se le nublaba la vista. Con un último esfuerzo, cambió de carril y logró detenerse en un aparcamiento reservado para la clientela de una tienda de flores.

Cerró la llave de contacto, se aflojó la corbata, se desabrochó el botón del cuello de la camisa y apoyó la cabeza encima del volante. El próximo invierno, le gustaría viajar con Norma a los Alpes y ver una vez más la nieve, y luego la llevaría a Normandía donde su tío médico, que tanto lo había marcado en la infancia, descansaba en un cementerio, rodeado de nueve mil tumbas más. El malestar remitía por fin, puso el coche en marcha y dio gracias al cielo porque la crisis no hubiera tenido lugar durante una operación.

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