Authors: Marc Levy
Al atardecer, en medio de una temperatura suave, Paul condujo hacia Marina. A aquella hora, encantadoras criaturas aprovechaban para correr por los paseos que bordeaban el pequeño puerto deportivo. Una joven paseaba en compañía de su perro. Paul aparcó en el área de estacionamiento y la alcanzó a pie.
Lauren, que estaba perdida en sus pensamientos, se sobresaltó cuando él la abordó.
—No quería asustarla —le dijo—, lo siento.
—Gracias por venir tan deprisa ¿Cómo está Arthur?
—Mejor, ya ha salido de reanimación, se ha despertado y no parece sufrir.
—¿Ha hablado con el interno de guardia?
Paul sólo había podido conversar con una enfermera, y ésta se mostraba optimista. Arthur se estaba recuperando muy bien. Mañana le quitarían el gota a gota y empezarían a alimentarlo por la boca.
—Es una buena señal —dijo Lauren, soltando la correa de
Kali
.
La perra se marchó a retozar detrás de unas gaviotas que practicaban el vuelo rasante encima del césped.
—¿Se ha tomado un día de descanso?
Lauren le explicó que el rapto le había costado dos semanas de suspensión. Paul no supo qué decir.
Dieron algunos pasos, el uno junto al otro y en silencio.
—Me comporté como un cobarde —acabó admitiendo Paul—. Ni siquiera sé cómo agradecerle lo que ha hecho esta noche. Todo es culpa mía. Mañana iré a presentarme en la comisaría y les diré que usted no tiene nada que ver.
—Llega tarde: Brisson ha retirado la denuncia y la ha cambiado por un castigo. Los lameculos de la primera fila del colegio cuando llegan a adultos siguen levantando el dedo a la primera ocasión.
—Lo lamento —dijo Paul—. ¿Puedo hacer algo?
Lauren se detuvo para mirarle atentamente.
—¡Pues yo no lo lamento! Creo que jamás me he sentido tan viva como en las últimas horas.
A varios metros de distancia, había un chiringuito donde vendían helados y refrescos. Paul pidió una soda, Lauren un cucurucho de fresa y, mientras
Kali
le hacía aspavientos a una ardilla que la miraba de reojo desde la rama de un árbol, se sentaron a una de las mesas de madera.
—A ustedes dos los une una bonita amistad.
—No nos hemos separado desde la infancia, excepto cuando Arthur se marchó a vivir a Francia.
—¿Por amor o en viaje de negocios?
—Los negocios son más bien mi campo, y la evasión el suyo.
—¿Huía de algo?
Paul la miró directamente a los ojos.
—¡De usted!
—¿De mí? —preguntó Lauren, estupefacta.
Paul bebió un largo sorbo de soda y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¡De las mujeres! —improvisó Paul, huraño.
—¿De todas las mujeres? —replicó Lauren, con una sonrisa.
—De una en particular.
—¿Una ruptura?
—Es un secreto, me mataría si me oyera hablar así.
—Entonces, cambiemos de tema.
—¿Y usted? —preguntó Paul—. ¿Hay alguien en su vida?
—No estará ligando conmigo... —contestó Lauren, divertida.
—¡Desde luego que no! Soy alérgico al pelo de los perros.
—Hay alguien, sí; se trata de una historia que no ocupa un gran lugar en mi vida —contestó Lauren—, pero me imagino que encuentro cierta forma de equilibrio en esta situación renqueante. Mis horarios de trabajo no dejan mucho espacio para otra cosa que no sea la medicina. Tener pareja exige muchísimo tiempo.
—¿Sabe una cosa? ¡Cuanto más tiempo pasa, me parece que la soledad, aunque disfrazada, hace que pierdas más! Vivir para el trabajo no debería ser una finalidad en sí misma.
Lauren llamó a
Kali
, que se estaba alejando demasiado.
Luego se volvió hacia Paul.
—Teniendo en cuenta la noche que acabo de pasar, no estoy seguro de que su amigo comparta esta opinión. Y además, no hemos intimado lo bastante como para continuar esta conversación.
—Lo lamento, no quería ir de moralista, es sólo que...
—¿Qué? —lo interrumpió Lauren.
—¡Nada!
Lauren se levantó y le dio las gracias por su invitación.
—¿Puedo pedirle algo? —dijo la joven.
—Todo lo que quiera.
—Sé que esto podrá parecerle impertinente, pero si pudiera llamarle de vez en cuando para tener noticias de mi paciente... Es que no me permiten llamar al hospital.
El rostro de Paul se iluminó.
—¿Por qué sonríe de este modo? —preguntó Lauren.
—Por nada, me temo que no hemos intimado lo bastante como para que este tema sea objeto de conversación entre nosotros.
Permanecieron unos minutos en silencio.
—Llámeme cuando quiera... ya tiene mi número.
—Lo siento, me lo dio Betty, pero estaba en la ficha de ingreso de su amigo, «Persona de contacto en caso de urgencia».
Paul garabateó el de su domicilio en el reverso de un recibo de la tarjeta de crédito y se lo entregó a Lauren; podía llamar cuando le pareciera. Ella se metió el papel en el bolsillo de los vaqueros, le dio las gracias y se alejó por el paseo.
—Su paciente se llama Arthur Ashby —dijo Paul, casi burlón.
Lauren sacudió la cabeza; lo saludó con un gesto amistoso y se marchó a buscar a
Kali
. Cuando estuvo lo bastante lejos, Paul llamó al Memorial Hospital y pidió que le pasaran con el departamento de enfermería del servicio de neurología. Tenía que comunicar un mensaje muy importante al paciente de la habitación 307. Había que dárselo lo antes posible, incluso por la noche si se llegaba a despertar.
—¿Cuál es el mensaje? —quiso saber la enfermera.
—¡Dígale que la tiene en el bote!
Y Paul volvió a colgar, muy satisfecho. No lejos de él, una mujer lo estaba observando con expresión triste e indignada. Paul reconoció la silueta que se levantaba de un banco y se iba hacia la calle. A pocos metros de él, Onega paró un taxi. Corrió a su encuentro, pero no pudo alcanzarla y el vehículo se alejó.
—¡Mierda! —exclamó, a solas, en el aparcamiento de Marina.
E
l bar estaba casi desierto. Al fondo, un pianista tocaba una melodía de Duke. Onega dejó la copa vacía e invitó al
barman
a servirle otro Dry Martini.
—Aún es temprano para la tercera copa, ¿no? —preguntó el empleado mientras le servía la bebida.
—¿Es que existe un horario para la infelicidad?
—Mis clientes vienen a ahogar sus penas hacia el final del día.
—Yo soy ucraniana —dijo Onega, levantando la copa—, y nosotros practicamos un culto a la nostalgia con el que ningún occidental podría rivalizar. ¡Hace falta cierto talento anímico del que vosotros carecéis!
Onega abandonó la barra y fue a acodarse en el piano, donde el músico atacaba una canción de Nat King Cole. Levantó la copa y se la terminó de un trago. El pianista le hizo una seña al
barman
para que le sirviera otra y continuó con el estribillo. El bar se fue llenando con el paso de las horas.
Cuando Paul entró en el establecimiento, ya había caído la noche. Se acercó a Onega, simulando no darse cuenta de que ya estaba ebria.
—El animalito vuelve arrepentido con el rabo entre las piernas —dijo ella.
—Creía que en el Este aguantabais mejor el alcohol.
—No has dejado de reírte a mi costa, así que ya no viene de una burla más.
—Te he buscado por todas partes —replicó él, sosteniéndola por el hombro cuando ella vaciló sobre el taburete.
—Y me has encontrado. ¡Tienes olfato!
—Ven, te acompañaré.
—No has tenido bastantes emociones por hoy y vienes a jugar con tu muñeca rusa; muy práctico, basta con abrir uno de los monigotes y sacas el que hay debajo.
—¿Pero de qué hablas? He pasado por tu casa, te he llamado al móvil, he estado en todos los restaurantes de los que me habías hablado y me he acordado de este sitio.
Onega se puso en pie, apoyándose en la barra.
—¿Y para qué, Paul? Hace un rato te he visto en Marina con esa chica. Te lo suplico: no me digas que no es lo que parece, sería terriblemente banal y decepcionante.
—¡No es lo que parece! Esa mujer es a la que Arthur ama desde hace años.
Onega lo miró fijamente. Sus ojos brillaban de desesperación.
—Y tú, ¿a quién amas? —preguntó, orgullosa, levantando la cabeza.
Paul dejó varios billetes encima de la barra y se la llevó cogida del hombro.
—Me parece que no me encuentro bien —dijo Onega, al tiempo que recorría los pocos metros de acera que los separaban del coche.
A su izquierda, un pequeño callejón se adentraba en la noche. Paul la llevó hacia allí. Los adoquines deteriorados brillaban con un resplandor sombrío; un poco más lejos, varias cajas de madera los pondrían al abrigo de las miradas indiscretas. Sobre la reja de una alcantarilla, Paul sostuvo a Onega mientras ésta se vaciaba de un exceso de disgusto. Tras la última sacudida, sacó un pañuelo del bolsillo y le secó los labios. Onega se irguió, orgullosa y distante.
—¡Llévame a casa!
El cabriolé subió por O'Farrell. Con la melena al viento, Onega empezaba a recuperar el color. Paul circuló largo rato antes de detenerse ante el pequeño edificio donde vivía su amiga. Apagó el motor y la miró.
—No te he mentido —dijo Paul, rompiendo el silencio.
—¡Lo sé! —murmuró la joven.
—¿Realmente era necesario todo esto?
—Tal vez algún día aprendas a conocerme. No te invito a subir, no me encuentro en condiciones de recibirte en casa.
Bajó del coche y avanzó hacia la entrada del edificio. En el umbral de la puerta, se volvió blandiendo el pañuelo de Paul.
—¿Puedo quedármelo?
—¡No te preocupes por eso, tíralo!
—En mi tierra, nunca nos deshacemos de la primera prenda de amor.
Onega entró en el vestíbulo y subió la escalera. Paul esperó hasta que se iluminó la ventana de su apartamento, y luego se alejó por la calle desierta.
El inspector Pilguez se abrochó los botones de la chaqueta del pijama y se miró en el gran espejo del dormitorio.
—Te queda muy bien —dijo Nathalia—, lo he sabido en cuanto lo he visto en la tienda.
—Gracias —dijo George, dándole un beso en la nariz.
Nathalia abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un pequeño tarro de cristal y una cuchara.
—¡George! —dijo, con voz resuelta.
—¡Oh, no! —suplicó él.
—Lo prometiste —replicó ella, forzándolo a meterse la cuchara en la boca.
La mostaza picante invadió sus papilas gustativas y los ojos del inspector enrojecieron de inmediato. Enfadado, dio un pisotón en el suelo e inspiró a fondo por la nariz.
—¡Dios bendito, cómo pica esta cosa!
—¡Lo siento, cariño, pero si no, roncas toda la noche! —dijo Nathalia, tumbada ya bajo las sábanas —. ¡Vamos, ven a acostarte!
En el último de los tres pisos de una casa victoriana situada en lo más alto de Pacific Heights, una joven interna leía tumbada en la cama. Su perra
Kali
dormía sobre la alfombra, acunada por la lluvia que golpeaba los cristales. Lauren había dejado a un lado los tratados habituales de neurología a favor de una tesis que había sacado de la biblioteca de la facultad. Trataba de los estados de coma.
Pablo
fue a acurrucarse a los pies del sillón donde se había dormido la señora Morrison. El dragón de Fu Man Chu había realizado una de sus más bellas cascadas, pero a pesar de ello, aquella noche Morfeo ganó el combate.
Inclinada en el lavabo, Onega recogió agua en el hueco de las manos. Se frotó la cara, levantó otra vez la cabeza y se miró en el espejo. Deslizó las manos sobre las mejillas, realzó los pómulos y subrayó con el dedo una pequeña arruga en el contorno de los ojos. Con la yema del índice, siguió el dibujo de la boca, descendió a lo largo del cuello que pellizcó con una sonrisa. Luego, apagó la luz.
Alguien dio unos golpecitos en la puerta del pequeño estudio y Onega atravesó la estancia única que hacía las veces de dormitorio y de salón, comprobó que la cadenilla de seguridad estuviera echada y abrió. Paul sólo quería asegurarse de que todo iba bien. Mientras uno no esté muerto, le contestó Onega, nada es realmente grave. Lo hizo pasar, y cuando volvió a cerrar la puerta, la sonrisa que se dibujaba en sus labios no se parecía en nada a la que se estaba borrando en el vaho que impregnaba el espejo del cuarto de baño.
Una enfermera entró en la habitación 307 del Memorial Hospital, le tomó la tensión a Arthur y salió de nuevo. Los primeros albores del día entraban por la ventana que daba al jardín.
Lauren se estiró cuan larga era. Con los ojos todavía entumecidos por el sueño, cogió la almohada y la estrechó entre sus brazos. Miró el pequeño despertador, apartó el edredón y rodó a un lado.
Kali
saltó sobre la cama y fue a acurrucarse a su lado. Robert abrió los ojos y volvió a cerrarlos enseguida. Lauren alargó la mano hacia el hombro de su amigo, contuvo su gesto y se volvió hacia la ventana. La luz dorada que se filtraba entre las persianas anunciaba un hermoso día.
Se sentó en el borde de la cama y entonces recordó que no tenía guardia.
Salió del dormitorio, fue hasta un rincón de la cocina, pulsó el botón del hervidor eléctrico y esperó a que el agua se pusiera a palpitar.
Su mano se deslizó hacia el teléfono. Miró el reloj del horno y se echó atrás. Aún no eran las ocho, Betty no habría llegado todavía.
Una hora más tarde, estaba corriendo a pequeñas zancadas por la avenida de Marina.
Kali
trotaba detrás de ella, con la lengua palpitante.
Lauren siguió con la mirada dos ambulancias que pasaron con las sirenas encendidas. Cogió el móvil que llevaba colgando del cuello. Betty descolgó.
El personal de Urgencias había sido informado de la sanción que le habían impuesto. El servicio al completo había querido presentar una petición exigiendo su reincorporación inmediata, pero la enfermera jefe, que conocía bien a Fernstein, los había disuadido. Mientras continuaba la carrera, Lauren no pudo evitar sonreír, emocionada por el hecho de que su presencia en el equipo no fuese tan anónima como ella imaginaba. Cuando la enfermera jefe empezó a contarle anécdotas, aprovechó para pedirle noticias discretas del paciente de la 307. Betty se interrumpió.
—¿Es que no te ha causado suficientes problemas?
—¡Betty!
—Como quieras. Aún no he subido a las plantas, pero te llamaré en cuanto haya algo nuevo. Es una mañana bastante tranquila; y tú, ¿cómo estás?