Authors: Marc Levy
—¡Tenía tanta prisa por marcharse!
—¡Esta obsesión por el trabajo me acabará matando!
—Es arquitecto, ¿verdad?
—¡Así es!
—Es un oficio complicado: ¡muchas matemáticas!
—Sí; en fin, como en Medicina, y luego uno deja que otros hagan las mates por él.
—¿Otros?
—Los cálculos de portantes, de resistencias... ¡todo eso es tarea de los ingenieros!
—¿Y qué hacen los arquitectos mientras los ingenieros curran?
—¡Piensan!
—Y usted ¿en qué piensa?
Arthur miró a Lauren largo rato, sonrió y señaló con el dedo el rincón de la habitación.
—Acérquese a la ventana.
—¿Para qué? —se sorprendió Lauren.
—Para hacer un pequeño viaje.
—¿Un pequeño viaje a la ventana?
—¡No, un pequeño viaje desde la ventana!
Ella obedeció, con una sonrisa casi burlona en los labios.
—¿Y ahora?
—Ábrala.
—¿El qué?
—¡La ventana!
Lauren hizo exactamente lo que Arthur le había pedido.
—¿Qué ve? —preguntó, todavía susurrando.
—¡Un árbol! —contestó ella.
—Descríbamelo.
—¿Cómo?
—¿Es grande?
—Dos pisos de altura y grandes hojas verdes.
—Ahora, cierre los ojos.
Lauren se dejó llevar por el juego, y la voz de Arthur la condujo a una oscuridad improvisada.
—Las ramas están inmóviles: a esta hora del día, los vientos del mar aún no se han levantado. Acérquese al tronco, las cigarras se esconden a menudo en los recovecos de la corteza. A los pies del árbol se extiende una alfombra de hojas de pino. Están quemadas por el sol. Ahora, mire a su alrededor. Se encuentra en un gran jardín con largas franjas de tierra ocre donde han plantado pinos piñoneros. A la izquierda verá algunos plátanos, a la derecha secuoyas, delante granados, y un poco más lejos, algarrobos que parecen extenderse hasta el océano. Suba por la escalera de piedra que bordea el camino. Los peldaños son irregulares, pero no tenga miedo: la pendiente es suave. Si mira a su derecha adivinará los restos de una rosaleda, ¿lo ve? Deténgase abajo y mire ante sí.
Y Arthur se inventó un universo, hecho solamente de palabras. Lauren vio la casa con los postigos cerrados que él le describía. Avanzó hacia la entrada, subió los escalones y se detuvo en el porche. Abajo, el océano parecía querer destrozar las rocas y las olas acarreaban montones de algas entrelazadas con espinos. El viento soplaba en sus cabellos, estuvo a punto de echárselos hacia atrás.
Rodeó la casa y siguió al pie de la letra las instrucciones de Arthur, que la guiaba paso a paso en su país imaginario. Su mano rozó la fachada en busca de un pequeño calce, debajo de un postigo. Hizo como él decía y lo retiró con la yema de los dedos. El panel de madera se abrió y hasta le pareció oír el chirrido de sus goznes. Levantó la ventana de guillotina desencajando ligeramente el armazón, que cedió deslizándose sobre sus rieles.
—No se detenga en esta habitación, está demasiado oscura, atraviésela y llegará al pasillo.
Avanzó a paso lento; cada estancia parecía ocultar un secreto detrás de las paredes. Entró en la cocina. Encima de la mesa había una vieja cafetera italiana, con la que hacer un excelente café, y delante de ella unos fogones como los que podían encontrarse en otros tiempos en las viviendas antiguas.
—¿Funciona con leña? —preguntó Lauren.
—Si lo desea, la encontrará al abrigo de un cobertizo.
—Quiero quedarme en la casa y seguir visitándola —murmuró.
—Entonces, vuelva a salir de la cocina. Abra la puerta, justo enfrente.
Entró en el salón. Un largo piano dormía en la oscuridad.
Encendió la luz, se aproximó y se sentó en el taburete.
—No sé tocar.
—Es un instrumento especial, traído de un lejano país; si piensa con mucha intensidad en una melodía que le guste, él la tocará, pero únicamente si pone las manos encima del teclado.
Lauren se concentró con todas sus fuerzas, y la partitura del «Claro de luna» de
Werther
invadió su mente.
Tenía la sensación de que alguien estaba tocando a su lado, y cuanto más se dejaba llevar por aquel sueño, más profunda y presente se hacía la música. Visitó así cada rincón, subiendo hasta el piso de arriba, pasando de habitación en habitación y, poco a poco, las palabras que describían la casa se transformaron en una multitud de detalles que inventaban una vida a su alrededor. Regresó a la pieza que aún no había visitado. Entró en el despachito, miró la cama y se estremeció. Entonces abrió los ojos y la casa se desvaneció.
—Creo que la he perdido —dijo.
—No es tan grave, ahora ya es suya, puede volver allí cuando le apetezca, sólo tiene que pensarlo.
—No podría volver a empezar yo sola, no estoy muy dotada para los mundos imaginarios.
—Se equivoca al no confiar en sí misma. Yo creo que para ser la primera vez, se ha desenvuelto bastante bien.
—Así que en eso consiste su oficio: cierra los ojos y se imagina un lugar.
—No, me imagino la vida que habrá en su interior, y ella es quien me sugiere el resto.
—Es una manera extraña de trabajar.
—Más bien una extraña manera de trabajar.
—Tengo que dejarle, las enfermeras no tardarán en hacer su ronda.
—¿Volverá?
—Si puedo.
Se dirigió a la puerta de la habitación y se volvió justo antes de salir.
—Gracias por la visita, ha sido un rato agradable, me lo he pasado bien.
—Yo también.
—¿Existe esa casa?
—¿No la acaba de ver hace un momento?
—¡Como si estuviera dentro!
—Entonces, si existe en su imaginación, es que es auténtica.
—Tiene una curiosa forma de pensar.
—A fuerza de cerrar los ojos ante lo que les rodea, algunos se vuelven ciegos sin darse cuenta siquiera. Yo me conformé con aprender a ver, incluso en la oscuridad.
—Conozco un mochuelo al que le irían bien sus consejos.
—¿Aquel que estaba en su bata la otra noche?
—¿Se acuerda?
—No he tenido ocasión de frecuentar a muchos médicos, pero resulta difícil olvidar a uno que te examina con un peluche en el bolsillo.
—Le da miedo la luz y su abuelo me ha pedido que lo cure.
—Habría que encontrarle un par de gafas de sol para niño, yo tenía unas cuando era pequeño, es increíble lo que se puede ver a través de ellas.
—¿Por ejemplo?
—Sueños hechos de países imaginarios.
—Gracias por el consejo.
—Pero cuidado: cuando ya haya curado a su mochuelo, dígale que basta con dejar de creer un solo segundo para que el sueño se rompa en mil pedazos.
—Se lo diré, cuente con ello. Y ahora, descanse.
Y Lauren salió de la habitación.
El claro de luna entraba por entre las persianas. Arthur apartó las sábanas y fue hasta la ventana. Se quedó allí, apoyado en la repisa, mirando los árboles del jardín, inmóviles. No sentía ningún deseo de seguir el consejo de su amigo. Ya llevaba demasiado tiempo alimentándose de paciencia, y nada había podido apartarle del recuerdo de aquella mujer; ni el tiempo, ni los viajes poblados de otras miradas. Pronto saldría de allí.
E
l fin de semana se anunciaba bueno, y ni una sola nube venía a perturbar el horizonte. Todo estaba tranquilo, como si la ciudad despertase de una noche de verano demasiado corta. Con los pies descalzos y el pelo alborotado, vestida con un viejo suéter que llevaba como un vestido de andar por casa, Lauren estaba trabajando en su escritorio, retomando su investigación allí donde la había dejado la víspera.
Continuó hasta media mañana, controlando la hora del correo. Esperaba una obra científica que había encargado hacía dos días, y tal vez la encontrase por fin en el buzón. Atravesó el salón, abrió la puerta del apartamento y se sobresaltó lanzando un grito.
—Lo lamento, no quería asustarla —dijo Arthur, con las manos cruzada en la espalda—. Conseguí su dirección gracias a Betty.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Lauren, tirando de su suéter.
—Ni siquiera yo mismo lo sé.
—No tendrían que haberle dejado salir, es demasiado pronto —dijo ella, tartamudeando.
—Tengo que admitir que realmente no les he dejado elección... ¿me deja entrar, ya que estoy aquí?
Ella le cedió el paso y le propuso instalarse en el salón.
—¡Enseguida vuelvo! —soltó, metiéndose en el cuarto de baño.
«¡Parezco un
gremlinl
», se dijo a sí misma, tratando de poner un poco de orden en su peinado. Se precipitó al ropero y empezó a pelearse con las perchas.
—¿Va todo bien? —preguntó Arthur, sorprendido por el ruido que surgía del vestidor.
—¿Quiere un café? —gritó Lauren, que buscaba desesperadamente algo que ponerse.
Miró un jersey y lo tiró al suelo, la camisa blanca tampoco quedaba bien, así que dio una voltereta en el aire y poco después un vestido fue a reunirse con ella. Segundo a segundo, una pila de prendas de ropa se amontonó a su espalda.
Arthur avanzó hasta la mitad del salón y miró alrededor. ¡Dios, qué familiar le resultaba aquel sitio! Las estanterías de una biblioteca de madera clara se doblegaban debajo de los libros, y acabarían por ceder si Lauren completaba su colección de enciclopedias médicas. Arthur sonrió al ver que había instalado el escritorio exactamente donde él había puesto en otros tiempos su mesa de dibujo.
A través de las puertas entornadas, vislumbró el dormitorio y la cama que estaba frente a la bahía.
Oyó a Lauren carraspear a su espalda y se dio la vuelta. Llevaba unos vaqueros y una camiseta blanca.
—¿El café, con leche y azúcar, sin leche y con azúcar o sin azúcar y con leche? —le preguntó.
—¡Como quiera! —contestó Arthur.
Pasó detrás del mostrador de la cocina, abrió el grifo y brotó un gran chorro de agua.
—Me parece que tengo un problema —dijo, intentando contener la inundación con las manos.
Arthur le mostró enseguida la llave general del agua, situada en el pequeño armario que se encontraba justo al lado de ella. Lauren se abalanzó para cerrarla. Con el rostro lleno de salpicaduras, miró a Arthur fijamente.
—¿Cómo lo sabía?
—¡Soy arquitecto!
—¿Es un oficio que permite ver a través de las paredes?
—La fontanería de una casa no es tan complicada como la del cuerpo humano, pero también nosotros tenemos nuestros truquitos para detener las hemorragias. ¿Tiene herramientas?
Lauren se secó la cara con una servilleta de papel y abrió un cajón. Sacó un viejo destornillador, una llave inglesa y un martillo.
Dejó las herramientas sobre la encimera con un gesto de dramática aflicción.
—Espero que podamos operar —dijo Arthur.
—¡No creo que esté cualificada para ello!
—Es una intervención más sencilla que las que hace en el quirófano. ¿Tiene un cardán nuevo?
—¡No!
—Mire en el armario de los fusibles; no sé por qué, pero ahí siempre se encuentran uno o dos debajo del contador de la luz.
—¿Y dónde está el armario de los fusibles?
Arthur le señaló con el dedo la pequeña caja justo al lado de la puerta de entrada.
—Eso es el disyuntor —dijo Lauren.
—Y ahí es donde se encuentra —dijo Arthur, con tono divertido.
Lauren se cuadró ante él.
—¡Muy bien, puesto que los armarios de mi casa no tienen ningún secreto para usted, vaya a buscar esa cosa usted mismo, así ganaremos un poco de tiempo!
Arthur se dirigió a la entrada, alargó la mano hacia la caja y se echó atrás.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Lauren.
—Aún tengo las manos torpes —murmuró, visiblemente abochornado.
Lauren avanzó hasta él.
—No es nada grave —dijo, con voz tranquilizadora—. Tenga paciencia, no le quedarán secuelas, pero hace falta un poco de tiempo para recuperarse; la naturaleza lo quiere así.
—Si lo desea, puedo guiarla y usted hace la reparación —dijo Arthur.
—Tenía otros planes para esta mañana aparte de arreglar un grifo. Mi vecino es un manitas de primera, él me instaló casi todo lo que hay aquí, estará encantado de ocuparse de todas estas cosas.
—¿Fue él quien tuvo la idea de colocar la biblioteca contra la ventana?
—¿Por qué, no había que hacerlo?
—Sí, sí —dijo Arthur, regresando al salón.
—¡Ese «sí, sí» significa exactamente lo contrario!
—¡No, en absoluto! —insistió Arthur.
—¡Miente usted muy mal!
Invitó a Lauren a sentarse en el sofá.
—Dése la vuelta —dijo Arthur.
Lauren obedeció, sin entender muy bien adonde quería ir a parar.
—¿Lo ve? Si esas estanterías no ocultasen la ventana, tendría una vista estupenda desde aquí.
—¡Tendría una vista estupenda, pero a mi espalda! En general, suelo sentarme en el sofá.
—Por eso sería mucho más sensato darle la vuelta; sinceramente, la puerta de entrada no es lo más bonito del mundo, ¿no?
Lauren se levantó, se llevó las manos a las caderas y le miró fijamente.
—Nunca me había fijado en ello. ¿Ha venido a mi casa espontáneamente desde el hospital para arreglarme la decoración?
—Lo siento —dijo Arthur, agachando la cabeza.
—No, soy yo quien lo siente —replicó Lauren con voz tranquila—. Últimamente me exalto con mucha facilidad. ¿Le preparo el café?
—¡Ya no tiene agua!
Lauren abrió el frigorífico.
—Ni siquiera tengo un zumo de fruta que ofrecerle.
—En ese caso, la invito a desayunar.
Ella le pidió que esperase un segundo, pues quería bajar a buscar el correo. En cuanto la oyó alejarse por el pasillo, Arthur sintió la irresistible tentación de reconciliarse con el sitio en el que había vivido. El recuerdo de una mañana de verano resurgió como salido de las páginas de un libro que se hubiera caído de una biblioteca. Habría querido que el tiempo regresara al día en que contemplara su sueño.
Acarició el cubrecama con la yema de los dedos y el tejido de lana se esponjó lentamente bajo su mano. Entró en el cuarto de baño y miró los frascos colocados junto al lavabo. Una crema, un perfume y unos pocos artículos de maquillaje. Una idea le pasó por la mente, echó un vistazo afuera y se decidió a satisfacer un antiguo sueño. Entró en el vestidor contiguo y cerró la puerta.