—Creo que elegiré una mezcla de Crusader Rabbit y George de la Jungla —dijo Ragnar, sonriendo—. ¿Y tú, Tahmurath? ¿Tal vez algún mago?
—Demasiado fácil. Creo que combinaré el frío autodominio del señor Peabody, el perro con gafas, con la privilegiada mente de Super Pollo.
—Se me estaba ocurriendo una cosa —dijo Ragnar—: es una lástima que Malakh no esté aquí. Sería el perfecto Dudley, el policía montado del Canadá.
—¿Y qué tal Casper el Fantasma? —intervino Gunnodoyak. Ragnar y él se desternillaron de risa.
—
No sois muy amables, ¿eh? —dijo Zerika, mirándolos con severidad.
La sonrisa con bigotes estaba apostada en una rama baja de un árbol de aspecto sumamente extraño, aunque no podía decirse que fuese el único elemento extravagante de aquel paisaje surrealista. Unos momentos después, unos ojos aparecieron encima de la sonrisa, y observaron a Megaera de forma apreciativa.
—¿Y qué se supone que eres tú, querida? ¿Una mujer murciélago, o algo así?
—Soy un gato —dijo, un tanto indignada.
—No es necesario insultar —dijo el gato, abriendo mucho los ojos. Guiñó uno—. Ahora está mejor.
Al hacer el guiño, transformó a Megaera, de un felino de aspecto poco agraciado, en una niña de cabellos largos y rubios, con un delantal blanco sobre un vestido azul.
—No pretendía insultarte. Por cierto, quería hacerte una pregunta: ¿qué fue lo que dijiste sobre los
boojumsi
—Te dije que fueras con cuidado.
—¿Por qué?
—¿Sabes lo que es un
boojunií?
—Entonces la respuesta debería ser evidente.
—Bueno, quiero decir que no lo sé con exactitud. Sé que es una especie de
snark.
—En efecto, eso es.
—¿Hay otras clases de
snark?
—Básicamente, hay dos clases: los que tienen plumas y muerden, y los que tienen bigotes y arañan.
Y con estas palabras, los ojos y la sonrisa se desvanecieron.
—¿Qué te ha pasado? Pareces mucho más guapa —dijo Zerika cuando Megaera se reunió con el resto del grupo.
El Correcaminos en que se había transformado Zerika tenía una anatomía mucho más fiel a la realidad que el personaje de la Warner Brothers, salvo por el detalle de que las alas terminaban en unas manos enguantadas.
—Me topé con el gato de Schródinger, pero no se quedó mucho rato. ¿Y vosotros?
—Gunnodoyak halló una casa vigilada por una especie de monstruo. Creo que es donde está la botella del
djinn.
Estamos esperando a Ragnar.
Momentos después, un conejo de gran tamaño y vestido sólo con un taparrabos, y de aspecto no muy inteligente, llegó tambaleándose bajo el peso de un enorme yunque.
—Ragnar, ¿dónde has encontrado eso? —preguntó una gallina bastante escuálida que llevaba unas gafas demasiado grandes y una capa roja.
—Me gustaría decir que lo encargué a Acmé, pero no tenía tanto tiempo. Lo encontré en medio de unos arbustos.
—Pero, ¿por qué rayos lo llevas a cuestas? —inquirió Megaera—. ¿Piensas dedicarte a poner herraduras a los caballos?
—¡Oh!, los yunques pueden ser muy útiles en una historieta de dibujos animados. Son estupendos para tirarlos a la cabeza de otro personaje, por ejemplo.
Gunnodoyak los guió por el extravagante paisaje hacia un risco que se alzaba sobre la casa que había encontrado. La casa era como la caricatura de una mansión embrujada de la época victoriana, con las ventanas rotas, las contraventanas desvencijadas y un tejado semihundido.
—¿Dónde está el monstruo? —susurró Zerika cuando llegaron a una atalaya desde la que podían observar bien la casa.
—Al otro lado de la puerta principal —respondió Gunnodoyak—. Es un bicho grande y peludo.
—Esto debería liquidar a ese monstruo —dijo Ragnar, empuñando la pistola que había adquirido en TrekMuck.
—¿Estás seguro de que funcionará en un MUD de dibujos animados? —dijo Gunnodoyak, observándolo con cierto escepticismo.
—Oye, tortuga, está claro que desconoces la historia y procedencia de la temible pistola de achuchamiento. Déjame que te lo demuestre.
Se dirigieron a la puerta principal. Estaba cerrada. Zerika se inclinó para forzar la cerradura, pero, antes de que pudiese hacerlo, se abrió. La criatura que apareció en el umbral parecía una masa peluda de unos dos metros de altura, vestida con un traje de mayordomo a excepción de los pies, en los que llevaba unas zapatillas demasiado grandes.
Zerika se incorporó, asustada, y preguntó:
—¿Podemos entrar?
El monstruo peludo se apartó a un lado e hizo una reverencia. Sin embargo, cuando Zerika se disponía a cruzar el umbral, cerró la puerta con tanta violencia que el pico se quedó clavado en la madera. Una carcajada resonó en el interior de la casa.
Mientras Megaera ayudaba a Zerika a liberarse estirando de sus patas, Tahmurath miró fijamente a Ragnar, fue hacia la puerta y llamó. El peludo criado volvió a abrir, arrastrando a Zerika al interior. Ragnar
achuchó.
El efecto fue impresionante: con toda la pelambrera de punta, alcanzaba más del doble de su estatura.
Tahmurath pasó al interior, empuñó una maza y golpeó la punta del pico de Zerika que sobresalía por el otro lado de la puerta. El impulso la lanzó al patio. Zerika se incorporó y se apresuró a entrar.
—Gracias, supongo —dijo.
—De nada.
—¿Qué te parece? ¿Vamos al sótano?
—Parece la mejor opción.
Se dirigieron al sótano encabezados por Zerika y Ragnar, para que
achuchase a
todos los bichos que se aproximasen. Y hubo muchos que lo intentaron: murciélagos gigantes, cocodrilos, fantasmas, plantas carnívoras y ratones mecánicos gigantes. Ragnar los
achuchó
a todos.
—Espero que no sea necesario recargar esa arma pronto —murmuró Tahmurath.
Debajo de la casa había un laberinto de túneles. Caminaron un rato, hasta llegar a una intersección con varios carteles. Uno decía «Pismo Beach», y otro en ángulo recto indicaba «Albuquerque».
—Vamos a jugar a adivinos —sugirió Tahmurath—. Estoy harto de andar.
Lanzó un hechizo y el bastón giró en la dirección marcada como Albuquerque.
Tras caminar un raro más, el túnel terminaba en un paisaje desierto, al pie de un escarpado promontorio. En un lado podía verse a duras penas la silueta de un gran portal. Zerika fue a comprobar si había alguna trampa.
—¿Por qué haces eso? ¿Por qué no dices sólo: «Ábrete Sésamo»? —bromeó Ragnar.
En cuanto hubo pronunciado estas palabras, el portal empezó a levantarse con un fuerte estruendo, como la puerta automática de un garaje. Zerika indicó a los demás que se quedasen atrás, avanzó y se asomó al interior. Entonces surgió un terrible chorro de fuego. Retrocedió con las plumas de la cabeza y del cuello chamuscadas.
—Es un dragón —anunció—. De los grandes. Y no, no está dormido.
Mientras Gunnodoyak le curaba las quemaduras, Tahmurath dijo:
—Me preguntaba cuánto tardaríamos en encontrar a uno de estos monstruos que escupen fuego. Pero tengo una idea: creo que puede haber una manera de apagarlo.
—¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó Zerika.
—Con viento y agua. Quiero que os preparéis para atacar cuando os lo indique.
Al cabo de varios minutos de preparativos, Tahmurath estaba listo para lanzar sus hechizos; hizo la señal convenida a los demás, que entraron corriendo en la caverna enarbolando sus armas. El dragón, que yacía sobre un gran tesoro de oro, joyas y otros objetos de valor, levantó la cabeza y abrió la boca. En ese momento, Tahmurath terminó de conjurar el hechizo y un chorro de miles de litros de agua voló hacia el dragón… y dio de lleno en Ragnar. Antes de que el dragón lanzara su ruego, Ragnar disparó la pistola de achuchamiento. Por desgracia para él, no funcionó, por lo que el dragón escupió fuego y lo envolvió por completo.
Cuando las llamas desaparecieron, Ragnar seguía en pie. Le había protegido su espesa pelambrera de conejo, que ahora estaba empapada del agua del hechizo de Tahmurath y desprendía volutas de vapor. Y en la mano, en lugar de la pistola, empuñaba a Gram.
El dragón, que daba por sentado que Ragnar estaba incinerado, se volvió en busca de otra víctima dejando el cuello al alcance de aquél. Gram hizo un corte limpio y profundo, y seccionó todo el cuello pese a que era grueso como un tronco ae árbol. La cabeza del dragón cayó al suelo y estuvo a punto de aplastar a Ragnar, aunque éste pareció no darse cuenta mientras contemplaba asombrado la espada que sostenía en la mano.
—No ha estado mal —comentó Megaera—, pero me ha parecido un poco distinto a lo que habíamos planeado.
—Bueno, incluso yo fallo algunas veces —replicó Tahmurath, encogiéndose de hombros.
—¿Es esto lo que estábamos buscando? —dijo Gunnodoyak. Señalaba una pequeña botella que se hallaba casi debajo de una de las patas delanteras del dragón.
—Sí. ¿Algún voluntario? —preguntó Zerika.
—¿Quién quiere vivir siempre? —dijo Ragnar, que recogió la botella y quitó el tapón.
—¡Por fin libre!
Un coloso de piel azul se elevó ante ellos, agitando los puños en el aire.
—¿Puedo pedir mis tres deseos ahora? —preguntó Ragnar.
En un principio, el enorme
djinn
aparentó no fijarse en él.
—¡Deseos! —rugió—. ¡El único deseo que tendrás es el de no haber nacido!
—¡Espera un momento! —gimió Ragnar, retrocediendo unos pasos—. Tú, eh… no pensarás que nos creemos que estabas en una botella tan pequeña, ¿verdad?
—¡Por supuesto que estaba en esa botella, imbécil! Tú me has permitido salir… y ésa será tu perdición.
—Pero no entiendo cómo alguien tan grande como tú cabe en un frasquito tan diminuto.
—Entonces, te lo demostraré. Volveré a su interior y… ¡NO! No nací ayer. sabes. Tendría que meterte a ti dentro de la botella para que pudieras comprobar lo que se siente.
—No —dijo Tahmurath en voz baja, al terminar una serie de complicados gestos—. Soy yo quien volverá a meterte ahí.
El
djinn
echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.
—¿Tú, viejo? ¡Vaya! Te daré una patada en tu decrépito culo y ¡mmmmmfftl!
La frase del
djinn
quedó bruscamente cortada cuando una enorme mano se cerró alrededor de su cabeza. A pesar de una evidente solidez, la mano era casi transparente, por lo que a su través podían verse los rasgos distorsionados del rostro del genio. Una segunda mano se cerró alrededor del torso y, junto con la otra, empezó a aplastarlo como si fuera una bola de arcilla o, quizá, de
ooblick.
Las enormes manos parecían reproducir los gestos de Tahmurath, que entonces juntó ambas palmas para reducir al
djinn
a una pelotita cada vez más pequeña.
—Ragnar, la botella, por favor—dijo.
Ragnar levantó el frasco. Una de las manos sujetó la diminuta bola del
djinn
entre el pulgar y el índice, y la introdujo en ella. Ragnar se apresuró a poner el tapón. En el interior de la botella resonaba un débil zumbido.
—Ya estoy recibiendo el archivo —dijo Tahmurath—. Un momento, quiero ver qué es.
—¿Es bueno? —preguntó Gunnodoyak.
—Creo que es un programa agente. Debe de ser bastante bueno porque es grande.
El grupo de aventureros se hallaba frente a una cueva de una montaña, entre un gran macizo de promontorios rocosos en forma de media luna, que se alzaba frente a una extensión de espumosas aguas.
El sendero que conducía al oráculo estaba desgastado por el paso de miles de pies a lo largo de los siglos. En la pared de roca podía verse la inscripción: «Conócete a ti mismo». Estaba rodeada de
grafitos
que recomendaban: «Si quieres pasar un buen rato, llama a Phryne». También advertían: «Epiménides es un cretino».
—Vale, acepto el argumento de que debemos consultar un oráculo —dijo Zerika—. Pero ¿por qué éste?
—En primer lugar, el oráculo de Delfos es posiblemente el más famoso de la Antigüedad —explicó Megaera—. En segundo lugar, se supone que aquí se encuentra el
omphalos,
o el ombligo de la Tierra, que creo que está relacionado con los megalitos, los
leysy
todo eso. Y en tercer lugar, parece ser que éste es el sitio donde Apolo mató al dragón Pitón. De hecho, según algunas versiones del mito, el oráculo estaba dedicado originalmente a ese dragón. La sacerdotisa era conocida como la Pitonisa, incluso tras la victoria de Apolo.
—¿Conseguiremos ver el
omphalos?
—preguntó Ragnar.
—¿Por qué quieres verlo?
—Siempre me he preguntado si el de la Tierra está hacia afuera o hacia adentro.
—Tío, estás enfermo.
Entraron. Mientras esperaban a que sus ojos se adaptasen a la penumbra, una figura alta se les acercó desde las sombrías profundidades de la cueva. Se trataba de la sacerdotisa. Era casi tan alta como Megaera y tenía una mandíbula grande y pronunciada, y un aspecto nada femenino, apenas oculto por los diáfanos velos, que eran su único atuendo. Carraspeó con fuerza y empezó a hablar en falsete y con un acento que geográficamente estaba más próximo al East End de Londres que al Asia Menor.
—Bienvenidos al oráculo de Delfos —dijo—. Por favor, tomad un número. – Señaló un rollo de papel colocado en una de las paredes de la cueva. Zerika arrancó el extremo de la cinta.
—Mil seiscientos treinta y ocho —leyó.
—¿El siete? —exclamó la sacerdotisa con su absurda voz de falsete—. ¿Alguien tiene el número siete?
—Espera un momento. Aquí no hay nadie más —dijo Megaera.
—¡Número siete! El que tenga el número siete, por favor, acerquese.
—Oye, aquí no hay nadie aparte de nosotros. ¿Por qué no nos atiendes ahora?
La enorme mandíbula de la sacerdotisa pareció sobresalir aún más.
—Lo siento, pero debo seguir el procedimiento de la casa. ¿El ocho? ¿Alguien tiene el número ocho?
—¡Esto es ridículo!
—¡Número ocho! El que tenga el número ocho, por favor, acerquese.
Ragnar le quitó el número a Zerika, lo rasgó en dos pedazos y le dio uno de ellos a la sacerdotisa.
—Ten, el número ocho.
—Lo siento, demasiado tarde. Ya ha pasado el turno. ¡Número nueve! —tuvieron que esperarse hasta el dieciséis. Cuando la sacerdotisa lo nombró, la rodearon expectantes.
—¡Atrás, atrás! Dejad un poco de espacio a una pobre muchacha.