—Dímela.
—Quiero formar parte del equipo de jugadores.
El fin de semana siguiente, George, Al y yo fuimos a la sede central de Cepheus Software en Marin County (California). La barba pulcramente recortada de Art tenía un color bastante más grisáceo que la última vez que lo había visto; debía de haber pasado más tiempo del que creía. Vino a recibirnos a la entrada. Iba vestido de manera informal, con téjanos y una camiseta con la imagen del Doctor Extraño. Mientras hacíamos las presentaciones, nos entregó a cada uno una tarjeta amarilla de plástico con la palabra
visitante
impresa en grandes letras azules.
—Esto es un edificio inteligente -explicó Art-. Fue construido el año pasado y tiene la tecnología más avanzada. Llevad siempre estas tarjetas y un ordenador central sabrá en todo momento dónde os encontráis. (Os abrirá las puertas, encenderá las luces, ajustará el aire condicionado… en fin, todo. Vuestras tarjetas de visitante han sido previamente programadas con valoréis por defecto pero podéis insertarlas en cualquier terminal del edificio y ajustar los valores de parámetros tales como la temperatura, el nivel de iluminación e incluso el canal de música ambiental que sonará cuando entréis en el ascensor.
Art nos condujo a un recinto de seguridad con una hilera de terminales.
—Ahora podéis personalizar los valores de las tarjetas. De hecho os lo recomiendo: la música ambiental por defecto es Mantovaní.
Al me dio un codazo en las costillas.
—¿Y si en el ascensor hay más de una persona? -preguntó George.
—Compara las listas de preferencias e intenta llegar a un compromiso. Si son del todo incompatibles: -por ejemplo, Brahms, Anthrax
y
Yannti-, solo emite un sonido uniforme.
—¿Qué sucede si alguien pierde la tarjeta? -quiso saber George-. ¿El edificio no nos hará caso?
—No, se dispararán las alarmas. Forma parte del sistema de seguridad, que también está diseñado con la tecnología más reciente.
—No quiero ofender a nadie, pero suena muy exagerado para una compañía de software lúdico. ¿Tenéis de verdad algo valioso aquí, o teméis que alguien os robe la idea de un juego?
—No somos sólo una compañía de juegos por ordenador. Hacemos otras cosas, algunas de ellas para el Departamento de Defensa que son altamente confidenciales. -Se encogió de hombros y añadió-: En realidad, son los hombres de Defensa los que insistieron en estas extremas medidas
de
seguridad, que, la verdad, son un coñazo.
Art nos condujo al segundo piso, a una sala grande, llena de estaciones de trabajo.
—A este lugar lo llamamos
el pozo de las serpientes.
Aquí es
donde
jugaremos. Os presento a Krishna Cópala, mi jefe de programadores de Mitos del Poder, nuestro juego de rol por Internet. Trabajó para mí en la India y resultó tener un talento tan prodigioso que lo traje aquí a él y a toda su familia.
»Robin Feng-Huang -prosiguió- es mi testeadora principal de juegos y una jugadora impenitente, como yo. También es la mejor en este negocio. Robin jugará con nosotros. Krish supervisará los resultados en un terminal independiente y tratará de descifrar el programa.
Robin era una mujer treintañera, más o menos de la misma altura que Al, de cabellos rizados
y
oscuros, aunque con un matiz pelirrojo, que hacían un extraño contraste con sus rasgos asiáticos.
—Tramposo -dijo, sacándole la lengua a Krishna.
Krishna no podía tener más de catorce años. Al verlo, no estaba seguro de si ya había empezado a afeitarse. Me llegaba a la altura de la nariz, tenía la piel muy oscura y su atractivo eran tan especial que casi me pareció guapo. Mostró una hilera de dientes perfectos y respondió:
—Sólo haré trampas si os digo lo que he descubierto. Tal vez tengáis que sobornarme. -Se volvió hacia mí y añadió-: ¿De qué se trata? ¿Hay un gusano en Internet?
—En líneas generales, pues sí.
—¿Cuál es el problema? Ya hubo un gusano antes, ¿no?
—Sí, el Gran Gusano de 1988… cuando eras pequeñito, supongo.
Prácticamente antes de que naciera. Robert T. Morris Jr., el pirata responsable de introducir el gusano en Internet, aseguró que su intención sólo era gastar una broma inocente, pero un error de programación fue la causa de que la situación se le escapara de las manos.
—Infectó a más de seis mil ordenadores -dijo Al-, y el tiempo que se empleó en eliminarlo se ha valorado en decenas de millones de dólares. Y eso sucedió cuando Internet era sólo una pequeña parte de lo que es ahora.
—Esto es un asunto muy serio -confirmó Arthur, aunque pensé que parecía más entusiasmado por la perspectiva de jugar al MUD de Roger Dworkin que preocupado por sus posibles consecuencias.
—Ahora, para jugar a un juego de rol por Internet, suele instalarse también un programa en el terminal -continuó-; ahorra tiempo porque reduce al mínimo imprescindible el volumen de tráfico de datos a través del módem. Incluso con un MUD sólo de texto, la mayoría de los usuarios utilizan un programa cliente para disponer de funciones como el ajuste de líneas o la ordenación de las entradas y salidas a fin de evitar que se solapen en la pantalla. ¿Este juego no requiere ninguna instalación?
—Por lo que sé, no, aunque puede que el caballo de Troya de MABUS/2K tenga algo que ver en esto -dije.
—Tiene sentido. Apuesto a que hay un programa cliente. ¿Habéis probado a guardar la partida y luego acceder desde otra máquina?
—No. La verdad es que nunca hemos llegado lo bastante lejos para que valiese la pena guardar la partida. Nos matan demasiado pronto.
—Los monstruos son duros de pelar, ¿eh? -dijo Robin, sonriendo.
—Muy duros -confirmó George.
—Bien, aquí es donde intervenimos nosotros -dijo Arthur-. ¿Empezamos? Empezamos, aunque después de informarles de lo que habíamos aprendido sobre el juego, que no era mucho porque nunca habíamos podido llegar muy lejos. Nos conectamos y enseguida observamos una característica muy distinta.
—¡Gráficos! -exclamó Al-. Nunca los vimos en las partidas anteriores.
—¿Qué clase de hardware de comunicaciones estamos usando, Art? -pregunte.
—Estos pequeñines están conectados a módems de cinco mil kilobaudios por segundo. -contestó Art, sonriendo.
—Esa debe de ser la razón -dije, mientras observaba la imagen de la pantalla. El texto descriptivo, que era lo único que habíamos visto en el pasado, aparecía en una ventana en un rincón de la pantalla-. Estos gráficos son muy detallados. Si se carece de un enlace de gran capacidad, el juego se desarrolla de manera muy lenta, por lo que a baja velocidad se limita a mostrar el texto.
—¿Qué usabais? -preguntó Krishna.
—Un módem RDSI de cinco mil doce kilobaudios por segundo -conteste.
Un módem para RDSI, o Red Digital de Servicios Integrados, funciona a través de las líneas telefónicas, pero a una velocidad mucho más rápida que los módems convencionales. Aunque no tanto como el cable.
Nuestro grupo había aparecido en el centro del anillo de siete mojones que ya conocíamos por las anteriores incursiones. Sin embargo, por primera vez podíamos ver la escena.
—Hay letras grabadas en las piedras -comentó Robin.
—¡Eh, eso no es justo! -exclamó George-. No lo sabíamos cuando jugábamos en modo de texto.
—Tienes que escribir "mirar piedra" -le dijo Robin.
—Oh…
Robin tenía razón. Un carácter angular estaba profundamente grabado en cada menhir. Las letras no podían leerse en la visualización inicial, pero se podían ver más de cerca, escribiendo «mirar piedra» en el indicador de entrada de texto, como sugirió Robin, o con una interfaz que admitiese el uso de un ratón. En la parte inferior de la pantalla aparecía una barra de herramientas con una hilera de iconos, entre los que había uno parecido a un ojo. Si se hacía clic con el ratón en aquel icono, el cursor se convertía en un ojo; si a continuación se hacía clic en un objeto de la pantalla, se obtenía una imagen ampliada del mismo.
—Hummm… Hay tres
O,
dos
P,
una
F y
una
B.
¿Qué se supone que significan?-preguntó Robin.
—¿Puede componerse alguna palabra con ellas? -se preguntó Al en voz alta.
—No lo sé. «Bopo», «popo»… no me suena nada.
Escribí las letras en una hoja de papel.
—Si empiezas por la
P
y sigues en el sentido de las agujas del reloj, casi tienes un palíndromo: Y- P-O-B-O-P-O.
—No parece muy prometedor -comentó Art-. «Casi un palíndromo» es como decir que una mujer está «casi embarazada». Bueno, sigamos adelante. Tal vez debamos conseguir información en otra parte del juego para entender esto.
Nos adentramos en el bosque… y nos mataron. Volvimos a empezar varias veces. Nos quemaron, nos congelaron, nos cortaron en rodajas, nos devoraron las ratas, nos succionaron la sangre unas sanguijuelas gigantes y nos empalaron en atacas en el fondo de un pozo. Cuando fue eliminado nuestro sexto grupo, Robin apartó la mirada de la pantalla y dijo:
—No os desaniméis. Cuando pruebo un juego, al principio, siempre me matan varios personajes. Eso me da una idea de la dificultad de sobrevivir en el juego y de si hay algo relativo a «vida después de la muerte» en él.
—¡Vaya, qué alivio! -dijo George-. No me daba cuenta de que estábamos intentando que nos mataran.
—Esperad un momento -dijo Krishna-. Antes de que volváis a empezar, quiero que probéis una cosa.
—¿Una cosa que nos mantendrá vivos? -preguntó George, esperanzado.
—No, pero creo que también os gustará. Pulsad la tecla F2.
Todos pulsamos aquella tecla de función en nuestras máquinas. El programa pidió que seleccionáramos un dispositivo de audio de una larga lista.
—¿Este bicho tiene audio en tiempo real? -dijo George, riendo entre dientes-. ¡Genial! ¿Qué programa tenemos instalado, Art?
—Synwave, versión tres -contestó Art.
Todos seleccionamos ese programa en la lista, y la sala se llenó de efectos sonoros: el rumor de las hojas, el bufido del viento, el graznido lejano de un cuervo…
—Es mejor usar auriculares -sugirió Art.
—Tal vez deberíamos desactivar el sonido, o dejarlo en un solo ordenador -propuso Robin-; de lo contrario, será difícil hablar entre nosotros.
—No os preocupéis -dijo Krishna-. Tengo otra sorpresa para vosotros. Activad los micrófonos.
Así lo hicimos. Parecía que el creador de Ajenjo había diseñado el programa para permitir, además de los efectos de sonido, la comunicación en tiempo real a través de la voz.
—¿Necesitamos el módem de la conexión por cable? -pregunté. Krishna miró su pantalla por unos instantes y respondió: -No, creo que vuestro módem RDSI puede gestionar los datos de audio. Volvimos a empezar. Y volvimos a morir. Fuimos envenenados, estrangulados, aplastados, desintegrados, disueltos en ácido y engullidos sin masticar. Esta vez, las respectivas defunciones fueron acompañadas de horripilantes efectos sonoros. Esto continuó durante una hora más o menos.
—¿Podríamos probar ahora a no morir? Sólo para variar un poco -dijo George.
—Ya llevo un rato intentando evitar que nos maten -dijo Robin-. Pero, al final, la seguimos palmando.
Meneé la cabeza, frustrado.
—Arthur, me gustaría decirte esto con delicadeza. Pensaba que vosotros erais expertos en este tema.
—Yo también lo creía. Es un juego difícil, pero… Robin, ¿no crees que estamos cometiendo un montón de errores estúpidos?
—Sí. Es una vergüenza.
George paseó la mirada por nuestros tristes rostros y preguntó:
—¿Alguien se lo está pasando bien?
—¡George, tienes razón! -exclamó Al, incorporándose de forma tan brusca que la silla estuvo a punto de caer al suelo.
George se quedó perplejo por unos momentos, pero fue recuperando la calma.
—Por supuesto que tengo razón. Diles a ellos en qué.
—Aprendizaje dependiente del estado. Debí pensar en ello antes.
—¿Y eso qué quiere decir? -pregunté.
—Robin, Arthur: vosotros habéis estado jugando a este tipo de juegos durante mucho tiempo, ¿verdad?
Ambos asintieron con la cabeza.
—¿Y lo hacéis para pasar un buen rato? ¿Jugar a estos juegos os parece divertido.
—Es una manera de ganarse la vida, pero sí, es muy divertido -contestó Robín.
—Pero ahora no parece que os lo estéis pasando muy bien.
—Hombre, según Mike, éste es un asunto muy serio… -respondió Arthur.
—¡Exacto! Veréis: todo lo que sabéis sobre la manera de jugar a juegos de rol lo aprendisteis pasando un buen rato. Lo nuevo resulta más accesible cuando está en el mismo estado emocional en que se encontraba cuando aprendió algo parecido la primera vez. Ambos estáis muy serios y tenéis problemas para utilizar las habilidades que aprendisteis cuando os lo pasabais muy bien.
Arthur y Robin se miraron por unos instantes y sonrieron.
—Muy bien, ¿a qué estamos esperando? -dijo Arthur-. ¡Vamos a repartir unas cuantas tortas!
—Lo primero que debemos hacer es crear unos personajes reales -dijo Robin
Al y George parecían tan confundidos como yo.
—¿Reales? ¿Qué quieres decir?
—En vez de utilizar números aleatorios, vamos a poner un poco de interés. Usad la imaginación. Pensad en el aspecto de vuestro personaje, corno va vestido cómo se comporta…
—Suena como preparar una obra de teatro -comentó George.
—Exacto. Es un juego de rol, por lo tanto se supone que debéis adoptar una personalidad distinta. Esto es lo que lo hace interesante.
Un grupo variopinto de cinco aventureros avanzaba por un oscuro sendero del bosque. Uno de ellos era una mujer pálida y esbelta, vestida con una capa de color verde oscuro y mallas de cuero, que se apartaba de vez en cuando del grupo, adelantándose, retrasándose o escrutando el terreno a los lados, y luego regresaba para comunicarles los resultados de su exploración. Sus ojos tenían un aspecto extraño y, cuando asomaban sus orejas entre sus largos cabellos oscuros, parecían puntiagudas. De su cinto colgaba una espada corta, y un ojo penetrante habría distinguido, el brillo dé la afilada daga que llevaba oculta en una manga.
La segunda mujer del grupo era alta y fuerte, aunque la pesada coraza con la que cargaba aumentaba su volumen de forma exagerada. Llevaba, sus largos rubios cabellos recogidos en dos gruesas trenzas que caían desde el interior de un casco alado. A pesar del tamaño, sus movimientos tenían una elegancia felina y la mano izquierda se desviaba en ocasiones hacia la empuñadura de la ancha espada que pendía de la cintura.